JOSÉ NUN
Hablemos de Arthur Laffer, economista estadounidense neoliberal que, desde los años 70, promueve la denominada "economía de la oferta" ( supply side economics) sosteniendo que se deben estimular las inversiones y no la demanda, como hicieron los Estados de Bienestar. Habitualmente, esto implica rebajar los impuestos directos y restringir los programas sociales. De ahí, entre otras cosas, la llamada "curva de Laffer", que no solo carece de soporte empírico, sino que, para John Kenneth Galbraith (y una amplia mayoría de los economistas), constituye además "una invención" que "nadie en su sano juicio se puede tomar en serio".
Según esta curva, si se aumentan los impuestos, los recursos públicos crecen hasta alcanzar un punto óptimo a partir del cual comienzan a descender. Curiosamente, siempre que le tocó asesorar a gobiernos, Laffer opinó que este punto óptimo ya se había superado y que era necesario bajarles rápidamente las cargas fiscales a los contribuyentes más adinerados para que pudieran invertir. Es lo que ocurrió cuando fue asesor de Ronald Reagan, quien en 1981 redujo drásticamente el impuesto a las ganancias de las empresas y de las personas físicas, que de este modo invertirían más, crearían nuevos empleos y acabarían generando mayores ingresos fiscales. Los resultados inmediatos de la medida fueron la grave recesión de 1982; el déficit fiscal más alto de la historia del país; un fuerte recorte en los gastos en educación, salud y políticas sociales, y una notable profundización de la desigualdad. Tanto es así que durante su primera presidencia Reagan revisó en parte esas rebajas y el ulterior crecimiento no se debió a ellas, sino a una recuperación cíclica de la economía, acompañada por déficits fiscales y un auge de la especulación financiera.
Pero volvamos a Laffer. En 2012 pasó a ser consultor económico del gobernador de Kansas y, previsiblemente, lo indujo a reducir sin demoras los impuestos que pagaban los 330.000 contribuyentes más ricos de ese estado. Con la misma rapidez, las arcas fiscales pasaron del superávit al déficit y hubo que achicar los fondos destinados a educación y obras de infraestructura, rubricando el fracaso del que fue considerado "el experimento más agresivo en materia de política económica conservadora". ¿Por dónde anda ahora el profesor Laffer? Es asesor de Donald Trump, quien ha disminuido del 35 al 21% el impuesto que grava a las empresas, aunque solo quitó 2 puntos al que pagan las personas físicas. ¿Por qué cuento esta historia? Porque nos concierne y me allana el camino para ocuparme de algo de lo que aquí no se habla. Ni siquiera ahora que terminamos pidiéndole ayuda al Fondo Monetario Internacional. Me refiero a la cuestión impositiva. Y me apresuro a pedirle al lector que no se asuste por la supuesta complejidad del tema y siga leyendo porque mis argumentos serán bastante sencillos.
Voy al grano. En los Estados Unidos la recaudación del impuesto a las ganancias equivale aproximadamente a un 14% del producto bruto interno (PBI). En Europa, esta proporción suele ser mayor, sobre todo en algunos de los países nórdicos. ¿Qué sucede entre nosotros? Ese porcentaje nunca superó el 6% y hoy gira en torno a un magro 5%, muy inferior a lo que se obtiene por un gravamen tan regresivo como el IVA. ¿Por qué? En parte, porque un 45% de la economía opera en negro. Pero, a la vez, porque existen altísimos niveles de evasión. Según el Tax Justice Network, en 2016 las grandes empresas evadieron nada menos que el equivalente a un 4,4% del PBI. Esto representa más de 21.400 millones de dólares, es decir, un 71% de los 30.000 millones de dólares de ese déficit fiscal anual que tanto desvela al Gobierno. ¿Cómo se explica, entonces, que no se haya lanzado una intensa campaña nacional contra la evasión y, peor aun, que nadie la reclame? Nótese que no hablo de llegar al 14%, sino al 9 o 10%. Me importa añadir que, en contraste, el costo de todas las políticas sociales que se destinan a paliar la pobreza excede apenas el 1% del PBI.
Es innegable que el Gobierno recibió una herencia desastrosa en materia económica, social e institucional. Por eso hubiera sido más que oportuno adoptar algunas otras medidas que ni siquiera están en la agenda. Por ejemplo, restablecer el impuesto a la herencia que abolió Martínez de Hoz y crear un impuesto a los bienes suntuarios. Pero, muy especialmente y más aun dada la emergencia, instituir un impuesto a los patrimonios netos de las personas cuando superen, digamos, los dos millones de dólares. Según vienen de sostener Thomas Piketty y sus colaboradores en el World Inequality Report 2018, en un mundo cada vez más desigual es tiempo de dejar de hablar del ingreso para referirse a la riqueza. Como muestra, en Estados Unidos el 1% superior se queda con el 20% del ingreso nacional, pero se adueña del 42% de la riqueza. De ahí la lógica del gravamen a los patrimonios que propongo. No es justo que la crisis argentina la paguen quienes menos tienen mientras aumenta la desigualdad. Alcanza con lo expuesto para advertir que, sumado a lo ya dicho, si se hubiese aplicado una política tributaria distinta de la actual nuestro país no precisaría endeudarse. Me apresuro a agregar que esto no significa en absoluto que no sea indispensable reestructurar el Estado para que el gasto público resulte cada día más eficiente.
Descuento una respuesta de sesgo lafferiano: mi planteo sería incompatible con el crecimiento económico porque, en esas condiciones, se retraerían las inversiones productivas. Pregunto: ¿acaso abundan hoy, a pesar de que a las empresas se les bajaron tanto la alícuota del impuesto a las ganancias como el monto de las contribuciones patronales? Está sobradamente probado que no existe una relación lineal entre los impuestos y las inversiones productivas, sin perjuicio de lo que puedan alegar quienes están siempre interesados en ganar más y tributar menos. Las inversiones dependen básicamente de las posibilidades de obtener buenos rendimientos en un clima de seguridad jurídica, de previsibilidad económica y política, de costos laborales razonables y de confianza social. Lo sorprendente es que se haya generalizado la idea de que no había ni hay alternativas al camino emprendido en esta materia en 2015 y que nos ha traído a donde estamos. Pareciera que los fondos que requiere el Gobierno únicamente pueden provenir del endeudamiento o de la emisión monetaria.
Desmontar esta creencia exige advertir antes su carácter ideológico. No es más que el corolario de uno de los postulados del neoliberalismo a nivel mundial que Philip Mirowski ha resumido con acierto: "El estado natural de las economías de mercado es la desigualdad y esta constituye uno de los motores más potentes del progreso. Los ricos no son parásitos, sino una bendición para la sociedad. Se debe estimular a la gente para que los envidie y trate de emularlos". Por eso, cualquier reclamo de mayor igualdad es juzgado simplemente como una demanda de los perdedores. Se me dirá que el neoliberalismo como tal no domina en nuestro país. Pero esto no impide que algunos de sus principios hayan penetrado el sentido común de los más variados sectores, según lo evidencian los límites estrechos dentro de los cuales se mueve el actual debate acerca de las finanzas públicas. Me permito recordarle al lector el Monsieur Jourdain de Molière que se pasó cuarenta años de su vida hablando en prosa sin saberlo.
Politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación
Hablemos de Arthur Laffer, economista estadounidense neoliberal que, desde los años 70, promueve la denominada "economía de la oferta" ( supply side economics) sosteniendo que se deben estimular las inversiones y no la demanda, como hicieron los Estados de Bienestar. Habitualmente, esto implica rebajar los impuestos directos y restringir los programas sociales. De ahí, entre otras cosas, la llamada "curva de Laffer", que no solo carece de soporte empírico, sino que, para John Kenneth Galbraith (y una amplia mayoría de los economistas), constituye además "una invención" que "nadie en su sano juicio se puede tomar en serio".
Según esta curva, si se aumentan los impuestos, los recursos públicos crecen hasta alcanzar un punto óptimo a partir del cual comienzan a descender. Curiosamente, siempre que le tocó asesorar a gobiernos, Laffer opinó que este punto óptimo ya se había superado y que era necesario bajarles rápidamente las cargas fiscales a los contribuyentes más adinerados para que pudieran invertir. Es lo que ocurrió cuando fue asesor de Ronald Reagan, quien en 1981 redujo drásticamente el impuesto a las ganancias de las empresas y de las personas físicas, que de este modo invertirían más, crearían nuevos empleos y acabarían generando mayores ingresos fiscales. Los resultados inmediatos de la medida fueron la grave recesión de 1982; el déficit fiscal más alto de la historia del país; un fuerte recorte en los gastos en educación, salud y políticas sociales, y una notable profundización de la desigualdad. Tanto es así que durante su primera presidencia Reagan revisó en parte esas rebajas y el ulterior crecimiento no se debió a ellas, sino a una recuperación cíclica de la economía, acompañada por déficits fiscales y un auge de la especulación financiera.
Pero volvamos a Laffer. En 2012 pasó a ser consultor económico del gobernador de Kansas y, previsiblemente, lo indujo a reducir sin demoras los impuestos que pagaban los 330.000 contribuyentes más ricos de ese estado. Con la misma rapidez, las arcas fiscales pasaron del superávit al déficit y hubo que achicar los fondos destinados a educación y obras de infraestructura, rubricando el fracaso del que fue considerado "el experimento más agresivo en materia de política económica conservadora". ¿Por dónde anda ahora el profesor Laffer? Es asesor de Donald Trump, quien ha disminuido del 35 al 21% el impuesto que grava a las empresas, aunque solo quitó 2 puntos al que pagan las personas físicas. ¿Por qué cuento esta historia? Porque nos concierne y me allana el camino para ocuparme de algo de lo que aquí no se habla. Ni siquiera ahora que terminamos pidiéndole ayuda al Fondo Monetario Internacional. Me refiero a la cuestión impositiva. Y me apresuro a pedirle al lector que no se asuste por la supuesta complejidad del tema y siga leyendo porque mis argumentos serán bastante sencillos.
Voy al grano. En los Estados Unidos la recaudación del impuesto a las ganancias equivale aproximadamente a un 14% del producto bruto interno (PBI). En Europa, esta proporción suele ser mayor, sobre todo en algunos de los países nórdicos. ¿Qué sucede entre nosotros? Ese porcentaje nunca superó el 6% y hoy gira en torno a un magro 5%, muy inferior a lo que se obtiene por un gravamen tan regresivo como el IVA. ¿Por qué? En parte, porque un 45% de la economía opera en negro. Pero, a la vez, porque existen altísimos niveles de evasión. Según el Tax Justice Network, en 2016 las grandes empresas evadieron nada menos que el equivalente a un 4,4% del PBI. Esto representa más de 21.400 millones de dólares, es decir, un 71% de los 30.000 millones de dólares de ese déficit fiscal anual que tanto desvela al Gobierno. ¿Cómo se explica, entonces, que no se haya lanzado una intensa campaña nacional contra la evasión y, peor aun, que nadie la reclame? Nótese que no hablo de llegar al 14%, sino al 9 o 10%. Me importa añadir que, en contraste, el costo de todas las políticas sociales que se destinan a paliar la pobreza excede apenas el 1% del PBI.
Es innegable que el Gobierno recibió una herencia desastrosa en materia económica, social e institucional. Por eso hubiera sido más que oportuno adoptar algunas otras medidas que ni siquiera están en la agenda. Por ejemplo, restablecer el impuesto a la herencia que abolió Martínez de Hoz y crear un impuesto a los bienes suntuarios. Pero, muy especialmente y más aun dada la emergencia, instituir un impuesto a los patrimonios netos de las personas cuando superen, digamos, los dos millones de dólares. Según vienen de sostener Thomas Piketty y sus colaboradores en el World Inequality Report 2018, en un mundo cada vez más desigual es tiempo de dejar de hablar del ingreso para referirse a la riqueza. Como muestra, en Estados Unidos el 1% superior se queda con el 20% del ingreso nacional, pero se adueña del 42% de la riqueza. De ahí la lógica del gravamen a los patrimonios que propongo. No es justo que la crisis argentina la paguen quienes menos tienen mientras aumenta la desigualdad. Alcanza con lo expuesto para advertir que, sumado a lo ya dicho, si se hubiese aplicado una política tributaria distinta de la actual nuestro país no precisaría endeudarse. Me apresuro a agregar que esto no significa en absoluto que no sea indispensable reestructurar el Estado para que el gasto público resulte cada día más eficiente.
Descuento una respuesta de sesgo lafferiano: mi planteo sería incompatible con el crecimiento económico porque, en esas condiciones, se retraerían las inversiones productivas. Pregunto: ¿acaso abundan hoy, a pesar de que a las empresas se les bajaron tanto la alícuota del impuesto a las ganancias como el monto de las contribuciones patronales? Está sobradamente probado que no existe una relación lineal entre los impuestos y las inversiones productivas, sin perjuicio de lo que puedan alegar quienes están siempre interesados en ganar más y tributar menos. Las inversiones dependen básicamente de las posibilidades de obtener buenos rendimientos en un clima de seguridad jurídica, de previsibilidad económica y política, de costos laborales razonables y de confianza social. Lo sorprendente es que se haya generalizado la idea de que no había ni hay alternativas al camino emprendido en esta materia en 2015 y que nos ha traído a donde estamos. Pareciera que los fondos que requiere el Gobierno únicamente pueden provenir del endeudamiento o de la emisión monetaria.
Desmontar esta creencia exige advertir antes su carácter ideológico. No es más que el corolario de uno de los postulados del neoliberalismo a nivel mundial que Philip Mirowski ha resumido con acierto: "El estado natural de las economías de mercado es la desigualdad y esta constituye uno de los motores más potentes del progreso. Los ricos no son parásitos, sino una bendición para la sociedad. Se debe estimular a la gente para que los envidie y trate de emularlos". Por eso, cualquier reclamo de mayor igualdad es juzgado simplemente como una demanda de los perdedores. Se me dirá que el neoliberalismo como tal no domina en nuestro país. Pero esto no impide que algunos de sus principios hayan penetrado el sentido común de los más variados sectores, según lo evidencian los límites estrechos dentro de los cuales se mueve el actual debate acerca de las finanzas públicas. Me permito recordarle al lector el Monsieur Jourdain de Molière que se pasó cuarenta años de su vida hablando en prosa sin saberlo.
Politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación
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