martes, 22 de mayo de 2018

HABÍA UNA VEZ.....

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Me encanta la costa oceánica de Chubut. Encuentro que sus caletas, acantilados, playas y gentes hacen que mis visitas queden en la memoria. Siempre quiero volver.
Esa tarde, al caminar por la playa, me encontré con un pescador que juntaba sus cosas para irse en una vieja F-100. Le pregunté por la pesca y si había sacado algún escrófalo. Al sacarle la tapa a un cajón, tenía varios ejemplares de uno de los más deliciosos peces regionales. Entre sus cosas se veía un traje de agua y un arpón.
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No se puede decir que el escrófalo, como su nombre indica, sea bello, pero su carne blanca es para mí una preferida junto a la merluza negra y la chernia. Le compré uno de dos kilos y lo llevé al mar para limpiar.
La había arponeado cerca de la cabeza, por lo que tenía los lomos intactos. Allí mismo la corté en trozos sobre una tablita, y le dejé la piel y el espinazo. Lavé en el mar una zanahoria, dos papas, ajo y cebolla, y junté todo dentro de la cacerola con agua de mar.
En algunos pueblos pequeños de la Patagonia, al hacer compras de comida, no se puede tener demasiada pretensión. Pero siempre tengo el ojo alerta a los pescadores que están en la playa o embarcados en chalupas en las caletas. Mi caja de cartón con las compras incluía unos kilos de papas negras, cebollas, laurel, ajo, sal y zanahorias.
Cociné primero las verduras y sobre el final le agregué el pescado. Cuando estaba en su punto le saqué el agua a la cacerola y lo comí allí mismo con aceite de oliva y ají de Cachi.
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Esa mañana había amanecido dentro del jeep. Los asientos de atrás, reclinados, formaban una cama que al echarme de esquina a esquina me dejaba dormir extendido elegantemente. Había hecho noche en unos acantilados cerca de Camarones, en Chubut, en un lugar donde hay un abra con dunas que dan paso a la playa. Mi diminuta cocina de gas había producido un delicioso café con tostadas y huevos revueltos con salicornias, que son unos plantas que crecen en los salares cerca del mar, a veces se los llama espárragos de mar, ya que tienen una consistencia regordeta y parecen explotar en la boca al comerlos. Los había cosechado el día anterior y les dieron a huevos y tostadas un interés fresco y oceánico. En esta zona son comidos por las ovejas y le otorgan a la carne un sabor salobre delicioso, como los pré-salé franceses del Mont Saint-Michel, en Normandía.
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Mi mesa desarmable con su silla era muy cómoda. Leía un libro sobre el impacto que tuvo el descubrimiento de América sobre sus costumbres, alimentos y fauna. Curiosamente para la región, hacía días que no había viento y el océano tenía un color verde azul que invitaba al baño una y otra vez.
Había dormido bien y un baño en el océano antes del desayuno me había predispuesto a seguir viaje hacia la cordillera. Muchas veces, cuando viajo solo por las carreteras tengo ganas de llegar a destino y otras prefiero viajar con menos apuro disfrutando de los lugares que me regala el mismo viaje. Antes de partir bajé al mar una vez más a lavar mis cacerolas y utensilios, siempre lo hago usando arena gruesa, que al refregar con los dedos las deja impecables.
Hacía unos años había dormido en el mismo lugar y nada parecía haber cambiado; de tarde se veía a los guanacos rumiar bastante cerca e incluso algunas maras iban y venían entre los arbustos secos.
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Cerca del mediodía empecé a guardar mis enseres con la idea de atravesar la Patagonia y llegar al atardecer a la cordillera.
En apenas siete horas estaría entre montañas y bosques, y a mil quinientos metros de altura las noches serían mas frescas. A la mañana siguiente estaría juntando los hongos de las lengas para saltear al ajillo.
Estas son las bellas delicias de nuestra Patagonia.

F. M.

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