jueves, 12 de diciembre de 2019
EL ANÁLISIS DE JOAQUÍN MORALES SOLÁ,
La grieta, la prioridad de Alberto Fernández
Joaquín Morales Solá
Puede destacarse que el flamante presidente, Alberto Fernández, anunció que pagará la deuda pública, aunque luego de renegociarla, porque directamente, dijo, ahora es impagable. Puede subrayarse que adelantó una profunda reforma en los tribunales federales (seguramente con centro en Comodoro Py) y una intervención de los servicios de inteligencia para sacarles sus viejas mañas. Son anticipos importantes para la etapa inaugural. Sin embargo, lo más importante es otra cosa.
En ningún tema puso tanto énfasis como en la necesidad de terminar con la grieta que divide a los argentinos entre kirchneristas y antikirchneristas, entre macristas y antimacristas, entre peronistas y antiperonistas. Es el presidente que más valor le dio en sus discursos públicos a la necesidad de concluir de una buena vez con la política binaria. Esa división profunda que rompió amistades, hizo imposible en muchos casos la convivencia de familiares y encogió en la vida política el espacio de "nosotros" y "ellos".
Empezó con un implícito homenaje a Raúl Alfonsín y su gobierno de respeto a la pluralidad y terminó también evocando al expresidente radical, considerado post mortem el padre de la nueva democracia argentina. El Presidente prefiere usar la palabra "respeto" antes que "tolerancia", porque es mejor, puntualiza, respetar que tolerar. Es consciente, al mismo tiempo, de que la cultura social se construye desde la cultura que emana del poder. "Debemos superar el muro del odio y el rencor", dijo. Los abrazos con Mauricio Macri de ayer, la cordial cohabitación con el presidente saliente en la misa del domingo, el hecho de ayudar él mismo a llevar la silla de Gabriela Michetti, los abrazos con algunos legisladores de su oposición o los claros gestos con las manos para que sus seguidores no hostigaran a Macri en el recinto legislativo muestran que está dispuesto a implantar una cultural en la que la discusión política exista, pero sin confrontaciones, desprecios ni resentimientos. "Basta de persecuciones porque se piensa distinto", clamó en un momento de su discurso ante la Asamblea Legislativa. Oportuna exhortación, porque muchos creían que había empezado la temporada de caza de críticos no peronistas. Situó el fin de la grieta como uno de los tres objetivos principales de su gobierno (el primero que nombró), junto con el fin de la pobreza y la estabilidad económica. No es un objetivo menor para un país que ha vivido casi diez años corroído por los estragos de la fragmentación política y social. Ningún plan de gobierno y ningún proyecto nacional o social pueden triunfar sobre una sociedad tan dividida por ideas, que son legítimas en unos y otros. Sucede que unos no consideran legítimas las ideas de los otros.
Debieron pasar 20 años, desde la entrega del poder de Carlos Menem a Fernando de la Rúa, para que el país viva una transición normal, aunque esta vez tiene más mérito. Era un presidente no peronista el que había perdido y es un presidente peronista el que se hizo cargo del gobierno. Hay en esa situación tan inusual en la historia argentina una virtud especial compartida por el presidente que se fue y el presidente que llegó. Es cierto que la actitud de la vicepresidenta, Cristina Kirchner, fue muy distinta a la del Presidente. Ella hubiera preferido no verlo a Macri. En rigor, no lo vio ni cuando extendió una mano blanda en respuesta a la mano tendida de Macri. No hay cuestiones ideológicas, como explicó en su libro Sinceramente, porque compartió amablemente los momentos de espera con la exvicepresidenta Michetti, que piensa, por lo menos en grandes trazos, lo mismo que piensa Macri. Tal vez la explicación esté en que Cristina Kirchner está segura de que Macri dio la orden de perseguirla judicialmente, que es lo que ella dice. Parece un argumento para defenderse de las pruebas que acumulan los jueces contra la supuesta corrupción en su gobierno. Pero al final se convirtió para ella en una verdad absoluta. Macri es el culpable de su martirio. Así lo trata.
Alberto Fernández quiere pagar la deuda, pero el país no tiene plata para hacerlo. Esa es la síntesis de su política sobre la deuda pública, que prometió refinanciarla, sin dar muchas precisiones, para cumplir con el objetivo de honrarla. El país, en efecto, no tiene recursos para pagar sus compromisos más inmediatos. El Banco Central tiene reservas de libre disponibilidad de entre 10.000 y 15.000 millones de dólares. Podría usarlos para amortizar la deuda, pero a costa de dejar al país sin reservas o con muy pocas. El Fondo Monetario, además, no giró nunca el tramo de 5700 millones de dólares que debía enviar en septiembre pasado. El resultado de las primarias en agosto, que pronosticó la derrota del presidente que firmó el acuerdo con el FMI, y el cambio en la máxima conducción del organismo (Kristalina Georgieva por Christine Lagarde) obligaron al organismo multilateral a aguardar el arribo del nuevo gobierno argentino. A todo eso se le sumó la decisión de Alberto Fernández, anunciada en los últimos días, de que no le pedirá al FMI el resto del préstamo acordado con Macri, unos 13.000 millones de dólares de un total de 57.000 millones.
La descripción de la economía de Alberto Fernández fue cruda, pero no agresiva con el presidente que se fue. La economía está como está. Los números y las estadísticas no son opinables. Macri podría decir que es la herencia de la herencia que él recibió y que no describió en su momento con el dramatismo que merecía. Alberto Fernández le respondería que a la herencia que recibió le aplicó malas políticas. Lo dijo ayer. Vagamente anunció algunas políticas diferentes de las de Macri, pero eso era muy previsible. Después de todo, lo votaron para que aplicara políticas distintas de las de Macri. Pero también apareció el político realista: "No hay progreso sin orden económico", señaló. Y el orden económico se resume en moderar el gasto público, en promover el superávit comercial y en hacer más tolerable el nivel creciente de la inflación. Habló de un acuerdo social, aunque no entró en detalles, para resolver el crítico aumento de los precios. Anunció que, durante un tiempo al menos, habrá más presión tributaria sobre los sectores con mayores recursos para atender la pobreza y el hambre. Tendrá que hacer gala de su arte de equilibrista porque el país también necesita inversión y el sistema impositivo es uno de elementos que tienen en cuenta los inversores, sean nacionales o extranjeros. Él sabe eso. No necesita que nadie se lo diga. El mismo político realista planteó una relación "cercana, fraterna e histórica" con Brasil, que, según lo explicó, debe estar más allá de las diferencias personales de sus presidentes. Una buena y pragmática política. Brasil es el principal socio comercial de la Argentina y el principal destino de las exportaciones industriales argentinas. Primero, al poco de ser elegido, Alberto Fernández reaccionó ante Jair Bolsonaro como un hombre de reacciones rápidas y pasionales, característica que también tiene, pero después calló, reflexionó y terminó con la mano tendida de ayer, aunque dentro de las diferencias que aceptó con el difícil mandatario brasileño. A él, como a Macri, le tocará lidiar en un mundo con Donald Trump y Bolsonaro. Mundo imprevisible.
Los párrafos que Alberto Fernández le dedicó al Poder Judicial estuvieron cargados de preconceptos, aunque también tuvo algunos no carentes de razón. Veamos los que tienen razón. La influencia histórica de los servicios de inteligencia en la Justicia, sobre todo en la Federal Penal de la Capital. Eso es innegable. También que muchos jueces actúan según la dirección del viento político. ¿Quién podría refutarlo con la historia en las manos? Los funcionarios acusados de delitos de corrupción (o de cualquier otro delito) deben ser investigados cuando están en el poder, no cuando lo han perdido. Muchas de las causas que investigan ahora a Cristina Kirchner se iniciaron cuando ella estaba en el poder, pero solo comenzaron a moverse cuando la expresidenta volvió a casa. Las causas judiciales contra exfuncionarios no fueron ordenadas por el poder político ni hubo una campaña mediática que las impulsó. Es cierto que medios periodísticos contribuyeron con sus investigaciones al trabajo de la Justicia, pero es esta la que debe decidir, en última instancia, si esas investigaciones son veraces o no lo son. No hubo una monumental conspiración para llevar ante los tribunales a funcionarios de los Kirchner. Muchos de ellos hicieron las cosas para terminar donde ahora están. La idea del Presidente sobre la prisión preventiva es otra cosa y, tal vez, a eso se refiera, en parte al menos, la reforma judicial que impulsará. La prisión preventiva se justifica solo como una decisión extrema de los jueces, porque significa que los sospechosos no fueron condenados todavía. Está bien, de todos modos, que haya anunciado un tiempo en el que no habrá operadores judiciales. Estos son, en la mayoría de los casos, falsos influyentes.
Sacarles los fondos reservados a los servicios de inteligencia es una medida riesgosa, porque casi en todo el mundo esos servicios cuentan con fondos reservados. No está bien, es cierto, que esos fondos sean reservados, inexpugnables y nunca se rinda cuenta de ellos. Podría haber un tiempo en el que sean reservados, pero luego deberían ser públicos. Los servicios de inteligencia deberían llevar, así las cosas, una contabilidad de cómo y cuánto gastan, porque en algún momento serán de acceso público.
Los agradecimientos de Alberto Fernández mostraron las contracciones de su vida de político. Primero le agradeció a Cristina Kirchner. Obvio: sin ella, nunca habría llegado a ocupar el sillón de jefe del Estado. El segundo agradecimiento fue a la memoria de su maestro en derecho penal, Esteban Righi, un peronista moderado, consensual y honesto, que murió en marzo pasado. Fue jefe de los fiscales y no obstruyó ninguna investigación sobre el gobierno de los Kirchner, aunque siempre les pedía a los fiscales que tuvieran en cuenta la importancia institucional de algunas cosas que investigaban. Cristina Kirchner lo echó del cargo de jefe de los fiscales en 2012 para proteger a Amado Boudou, uno de los peores errores políticos que cometió la expresidenta. El nuevo presidente oscila cómodamente entre esos extremos.
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