Para no olvidarse del poeta
Suele suceder que, con honestidad, queremos a veces pagar nuestras deudas intelectuales y artísticas con las citas debidas y comentarios exaltados.
Suele suceder a veces también que esas deudas no son las más decisivas; son entusiasmos momentáneos, episódicos -aunque no por eso desdeñables-, pero que involuntariamente terminan ocultando a quienes les debemos realmente quiénes llegamos a ser. Esto ocurre porque, en ocasiones, esos escritores o músicos o pintores que nos hicieron quienes somos quedaron muy perdidos en el tiempo, ya un poco lejanos de nuestros intereses. Sin embargo, es justamente por eso que fueron cruciales: porque pudimos olvidarlos y, a pesar de eso, seguimos leyendo, mirando o escuchando con sus ojos y oídos.
Muy pocas veces cito al poeta Alberto Girri. Lo noté ayer, al darme cuenta de que se cumplían cien años de su nacimiento. Son pocas las menciones, pero impagable la deuda. Leí por primera vez a Girri a eso de los 20 años; estoy casi seguro de eso porque recuerdo que el poeta había muerto hacía apenas un año. Estimaba, estúpidamente, que una poesía moderna -pero no de vanguardia- era improbable en castellano.
No era difícil llegar a esa conclusión después de leer a T. S. Eliot. La lectura de Girri me hizo cambiar de opinión -me hizo salir del error- y quedó elevada además a la condición de modelo.
No voy a explicar la poética girriana (Sergio Cueto escribió lo mejor que puede escribirse sobre eso) porque eso implicaría achatar al poeta (él ya sabía que "el poema se muestra a sí mismo"). Con decir dos cosas alcanza. La primera es que, a diferencia de la poéticas de otros, la de Girri no se dio de una vez para siempre; tuvo su lento despliegue, su cambio en el interior de una permanencia. Entre un verso como "Estoy confinado en la resulta distracción de tu ardor" (de Playa sola, su primer libro, de 1946) y "Un elemento de controversia/ que nos lleve a lo paradojal/ tras cada línea, cada pausa;/ la ambigüedad a expensas de la convención" (de 1957); entre los primeros versos y los segundos, decía, hay apenas diez años y todo un mundo. Un verdadero arte poética de la ambigüedad terminó imponiéndose.
Es cierto que Girri había hecho suya esa idea de Ezra Pound según la cual un poeta podía aprender más de las novelas de Henry James o Gustave Flaubert que de otros poetas. Girri aprendió mucho de Borges y, a pesar de la amistad que tuvieron, no se le parece en casi nada. Salvo acaso en este detalle, que no había escritura sin lectura y, en el caso de Girri, sin traducción, porque para él la traducción era la continuación de la escritura por otro medios, o incluso una escritura lisa y llana por derecho propio.
Algo más que lo acerca a Borges es la certidumbre de que no se puede escribir sin una consideración, sin un pensamiento, acerca del propio acto de escribir.
Y ahí llegamos. Ahora, de Girri me importan menos sus poemas que los libros en los que habla de cómo hizo esos poemas. Por ejemplo, Diario de un libro (1972), en el que el tema es la escritura de su libro anterior En la letra ambigua selva. Ya en la primera entrada está casi todo dicho: "Escribir. Examinar, mínimamente, aspectos de la propia vida. A qué conduce ese paciente recoger de minucias; un solo instante de iluminación debiera bastarnos. Darnos cuenta de que recorremos lo probado ya por incontables generaciones. Darnos cuenta. Pero entenderlo racionalmente no sirve demasiado. El que no está dispuesto a admitir que toma el riesgo de dejar alguna vez de escribir para siempre que no continúe haciéndolo".
Girri no largó: siguió escribiendo, escribió muchísimo. Pero sin la posibilidad de largar no hay escritura que valga. No profesionalismo. Quien escribe empieza cada vez de nuevo, y siempre puede llegar el día en que no pueda -o no quiera- empezar de nuevo. No sé si alguien lee a Girri. Si lo leyera, la literatura argentina sería una tierra menos yerma.
P. G.
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