Jorge Fernández Díaz
compartió un relato de Ferdinand von Schirach que narra la curiosa historia de un hombre que se enamora de una muñeca de silicona.
—He conocido a otro hombre —dice la esposa de Meyerbeck.
Es domingo por la mañana. En su plato hay un panecillo precocido; ella ni lo toca. Meyerbeck, por el contrario, está hambriento.
Su esposa habla muy deprisa mientras él come. Meyerbeck tartamudea desde que era niño. Solo habla con fluidez cuando nadie le presta atención.
Hoy podríamos ir de excursión al lago, piensa Meyerbeck. Su esposa leería una revista y él miraría el cielo. Junto al lago todo sería como siempre. Después irían a la pizzería, en cuyo jardín beberían una cerveza fría.
Su esposa dice que no puede evitarlo y se pone a llorar. Ya llevan juntos mucho tiempo. Meyerbeck se levanta. Mete las manos en los bolsillos del pantalón y mira al exterior por la ventana de la cocina.
Cuatro meses más tarde él se muda a un apartamento en un cuarto piso; dos habitaciones, cocina, baño, balcón. Su esposa, que ya no es su esposa, ha hablado con el nuevo arrendatario de Meyerbeck, ha cambiado la cuenta de ahorros y ha colocado una chapa nueva con un nombre distinto junto al timbre.
La primera noche, él abre el armario de la cocina y observa la vajilla que ella le ha comprado. Demasiados platos. Se sienta en una silla. Vuelve a fumar, como antes de casarse.
El apartamento no está lejos de la empresa donde trabaja desde hace trece años. Dos paradas de metro, un breve paseo a pie.
Su despacho está al lado de la sala del servidor, tiene aire acondicionado, no hay ventanas, solo luz cenital. Pese a que es el mejor programador de la compañía, ha rechazado el puesto de director de departamento. Meyerbeck no se desenvuelve bien con la gente, prefiere recibir sus indicaciones por escrito.
Ahora, al mediodía, siempre va al comedor de la empresa. Antes solo iba allí durante las vacaciones de Navidad; en esa sala de techos altos resuena todo y hay mucho ruido.
Por las noches suele cenar en un local de comida rápida. En casa ve la televisión; los fines de semana, a veces, va al cine. Ya no va al lago.
El día que cumple cuarenta y cinco años, su esposa le envía un SMS y recibe una tarjeta de felicitación de la caja de ahorros.
En la empresa, su jefa le regala una caja de bombones del supermercado. Le pregunta si no se siente solo. «Siempre está solo, señor Meyerbeck, esa no es manera», dice. Meyerbeck no responde.
Un domingo por la tarde, ve por televisión un reportaje sobre muñecas sexuales. Durante la emisión enciende el portátil y busca por internet la web del fabricante. Se queda leyendo las opiniones de los compradores en un foro hasta las cinco de la madrugada.
Al día siguiente apenas consigue concentrarse en el trabajo, se marcha antes de lo habitual. En el portátil de su casa, Meyerbeck va componiendo nuevas muñecas.
Cara, tamaño del busto, tono de tez (desde «pálido» hasta «cacao»), color de labios («melocotón, rosa, rojo, bronce, natural»), color de las uñas, los ojos, el cabello.
Hay once tipos distintos de vagina. Llama al trabajo para decir que está enfermo, por primera vez. Duerme un par de horas y cuando se despierta ya sabe el nombre de la muñeca: Lydia.
Ocho semanas después, se toma un día de vacaciones. A primera hora de la tarde recibe el paquete. Firma en la máquina del repartidor y mete la caja de cartón en el apartamento.
La muñeca va envuelta en una tela fina, se alegra de que lleve ropa interior. Pesa bastante, casi cincuenta kilos. La saca de la caja, la sienta en el sofá, va a buscar su albornoz y se lo pone sobre los hombros.
Se mete en la cocina y cierra la puerta tras de sí. Lo ha leído todo sobre ella. Tiene un esqueleto de acero que «no permite contorsiones no naturales», la tez precisa regularmente de una delgada capa de polvos de tocador para que se mantenga «suave» y siga pareciendo «real». Pasada una hora, Meyerbeck vuelve a la sala de estar.
No mira la muñeca. Dobla el cartón para llevarlo al contenedor. En la puerta se da media vuelta y enciende el televisor.
Cuando han pasado diez días desde la llegada de Lydia, Meyerbeck duerme por primera vez con ella. Tres días más tarde le compra ropa por internet, vestidos, lencería, zapatos, camisones y un chal.
Meyerbeck aprende a cocinar para no tener que salir por las noches al restaurante; prefiere quedarse con ella. Ahora suele ver películas románticas en su compañía.
Piensa en ella cuando está en el trabajo, cada lunes le lleva flores. Por la noche le cuenta lo que ha hecho durante el día y al cabo de un par de semanas habla con ella sin tartamudear.
Compra una bicicleta estática para mantenerse en forma. Cuando por la noche se acuesta con ella, le habla del futuro, de la casa que quiere comprar para que ella pueda sentarse al sol en el jardín y que nadie la moleste.
Una cálida tarde de finales de verano, Meyerbeck se quita la corbata y se desabrocha el botón superior de la camisa en la calle. Nunca había hecho algo así.
Hace un par de días compró un vino espumoso y doce rosas para Lydia; era su cumpleaños, llevaba doce meses con él. Había sido un año bonito, pensó.
Han forzado la puerta del balcón de su casa. En la sala de estar, la muñeca está tendida sobre el sofá; el vestido y la ropa interior desgarrados, la cabeza girada ciento ochenta grados, las piernas exageradamente abiertas.
En la boca, el ano y la vagina han metido las velas del candelabro. En la mesa de la sala de estar han escrito, con el pintalabios que él le compró: «guarra perversa».
Meyerbeck sabe que ha sido su vecino. Lo ha observado a menudo inclinándose por la barandilla para mirar hacia el interior de su apartamento.
Saca las velas. Cuidadosamente vuelve a colocar bien la cabeza y las piernas de Lydia. Palpa el cuerpo de la muñeca como haría un médico, quiere saber si su esqueleto ha sufrido alguna fractura.
La lleva en brazos al lavabo, la mete en la bañera y deja correr el agua. La lava durante más de dos horas mientras le habla con dulzura.
La limpia con una esponja suave, enjuaga los orificios del cuerpo, la peina y le seca el pelo. A veces sale del baño para que ella no lo vea llorar.
Luego la saca de la bañera, la seca y la mete en la cama. Le empolva la piel con esmero mientras la acaricia. Le pone un camisón, la tapa con una colcha y apaga la luz.
En la sala de estar, mete la ropa desgarrada y las velas en una bolsa de basura. Limpia la mesa hasta que no quedan restos de pintalabios. Asegura con clavos la puerta del balcón.
Esa noche, Meyerbeck duerme en el sofá. Se levanta varias veces para ir a ver a Lydia. Se sienta en una silla al lado de la cama y le sostiene la mano.
A la mañana siguiente llama a la compañía, tiene que tomarse unos días libres, dice, una desgracia en la familia. Pasa los días siguientes junto a Lydia. Traslada el televisor al dormitorio y le lee libros en voz alta.
Cuatro semanas después, el vecino de Meyerbeck ingresa en urgencias. Fractura de dos costillas y la clavícula izquierda, contusiones en los testículos y dos incisivos rotos; sobre la ceja derecha tiene una herida abierta que cierran con ocho puntos.
En el historial del médico de urgencias consta que lo encontraron delante de su apartamento, que una vecina llamó por teléfono.
Los policías van a su domicilio e interrogan a los inquilinos del edificio. Cuando llegan al apartamento de Meyerbeck pulsan el timbre, él abre la puerta, pero no dice nada. Les entrega una bolsa de plástico con un bate de béisbol con sangre pegada. Los policías le ponen unas esposas y lo empujan contra el suelo. No se queja.
Cuando los funcionarios están seguros de que no representa ningún peligro, lo dejan sentarse. En el dormitorio, la muñeca está tendida sobre la cama. Llevan a Meyerbeck a comisaría.
Una hora más tarde, la agente de policía intenta interrogarlo. A esas alturas ya sabe que carece de antecedentes penales, que tiene un trabajo fijo y que está separado.
Compró el bate de béisbol por internet, la factura estaba en la bolsa. La investigadora le da tiempo. Tartamudea tanto que apenas puede articular su nombre. Ella le pregunta cómo se llama la muñeca. Él levanta por primera vez la vista.
—Lydia —responde.
A partir de ahí, todo es más fácil.
La fiscalía denuncia a Meyerbeck por un delito de lesiones graves. El caso se presentará ante un jurado. El proceso se celebra diez meses después de los hechos. Todo depende de cada palabra que diga, piensa Meyerbeck.
Lo ha estado discutiendo con Lydia, ha practicado una y otra vez delante de ella, pero ahora ni siquiera consigue pronunciar las frases más sencillas. Solo asiente cuando la jueza le pregunta si es cierta la acusación.
El vecino ha enviado un certificado médico: está enfermo y no puede asistir. La agente de policía es la única que declara como testigo. Describe las diligencias de investigación y el interrogatorio de Meyerbeck. Este enseguida lo confesó todo, ella no cree que sea un enfermo mental.
—No es más que un hombre solitario —dice.
El tribunal ha recurrido a un psiquiatra forense. La jueza le pregunta si Meyerbeck es peligroso.
—Amar a una muñeca es raro —dice el psiquiatra—, pero no peligroso.
—¿Ocurre con frecuencia? —inquiere la magistrada.
—En los últimos veinte años —dice el perito— ha surgido una industria que fabrica muñecas de silicona con esqueleto de aluminio o de acero y que parecen seres humanos. Estas muñecas cuestan entre tres mil quinientos y quince mil euros. Se producen en Rusia, Alemania, Francia, Japón, Inglaterra y Estados Unidos. Pronto se les instalarán procesadores para que hablen. Todavía no se ha realizado un estudio que, según criterios científicos, sea lo suficientemente representativo, pero por lo que hay escrito sobre el tema, el comprador típico es blanco, heterosexual y de una edad entre los cuarenta y los sesenta y cinco años. En las páginas de internet del fabricante, estas muñecas se presentan como objetos sexuales o para masturbarse, pero es frecuente que los propietarios desarrollen sentimientos hacia ellas que superan ampliamente el vínculo sexual. Para ciertas personas se convierten en sus compañeras de vida. En Japón incluso se celebra una ceremonia fúnebre para la muñeca cuando su propietario se casa con un ser humano de verdad.
Meyerbeck mira cómo la fiscal mueve la cabeza.
—Agalmatofilia, es decir, amor hacia las estatuas y muñecas, fetichismo. Así se denomina la inclinación sexual hacia objetos inanimados —dice el psiquiatra.
—¿Y les basta esto a los hombres? —pregunta la jueza—. Una muñeca no puede corresponder al amor.
—Enamorarse es un proceso muy complejo. Primero no nos enamoramos de la persona en sí, sino de la imagen que nos hacemos de ella. La fase crítica de toda relación comienza cuando la realidad sale al encuentro de esa imagen, cuando nos damos cuenta de quién es el otro en realidad —dice el perito judicial—. En Estados Unidos se dan muchos matrimonios entre mujeres normales, con los pies en la tierra, y presos. La mayoría de las veces, las mujeres conocen a esos hombres a través de anuncios de contactos. Así pues, saben que es probable que nunca lleguen a convivir con su pareja. Pese a ello, las relaciones son estables. Es el mismo fenómeno que en el caso del señor Meyerbeck. El amor de las mujeres hacia los presos nunca se pondrá a prueba en la realidad. Tampoco la relación del señor Meyerbeck con su muñeca llegará nunca a ser real. Por eso su amor seguramente será estable. Se trata de una relación feliz y duradera.
Condenan a Meyerbeck a seis meses de cárcel y le conceden la remisión condicional de la pena. La jueza dice que cada persona puede llevar la vida que considere adecuada, que eso no incumbe al Estado mientras nadie salga perjudicado.
—Sin embargo, debemos juzgarlo por el delito cometido. Estamos convencidos de que entendió los daños infligidos a su muñeca como un ataque a su esposa. No lo consideramos más peligroso que a cualquier otro hombre cuya compañera hubiese sufrido una violación. Pero incluso si Lydia hubiera sido un auténtico ser humano, su delito no estaría justificado. Solo se puede recurrir a la legítima defensa cuando se efectúa ante un ataque o este es inminente. Sin embargo, ya habían pasado días desde que su vecino cometió el delito, así que ya no era posible que se defendiera en el sentido en que nos referimos al derecho a la legítima defensa. Lo que usted le hizo fue movido por la venganza, un móvil que podemos comprender, pero que no está aprobado por nuestro ordenamiento jurídico.
En casa, Meyerbeck corre las cortinas para estar a solas con Lydia. Le dice que quedar en libertad condicional tampoco es tan malo. Le habla del proceso, de la jueza y del miedo que ha pasado. Mucho más tarde coloca la cabeza de ella sobre su brazo.
«Es una relación feliz y duradera», piensa. Meyerbeck está seguro de que ha hecho lo que debía; era necesario, poco importa lo que diga la jueza.
Luego se quedan dormidos.
El relato Lydia pertenece al libro de cuentos Castigo del escritor y jurista alemán Ferdinand von Schirach
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