miércoles, 13 de mayo de 2020
HABÍA UNA VEZ...,
Aún testigos
DIANA FERNÁNDEZ IRUSTA
Este artículo se publicó originalmente el 15 de noviembre de 2009.
“Nos fueron evacuando. De Madrid a Barcelona. Luego, a Murcia. Allí lo mataron a papá, que luchaba por la República. Allí también murió mamá. Era 1938, creo. A mi hermana y a mí nos mandaron a la Unión Soviética”, relata en su casa del barrio de Caballito María de las Mercedes Astigarraga (83), una de los tantos niños que fueron arrancados de su país durante la Guerra Civil Española (1936-1939).
¿Qué ocurre cuando, de un día para otro, el lugar de origen, la casa, los bienes, el padre, la madre ya no están? ¿Cómo resolver esa situación límite si se es apenas un niño?
El conflicto español se inició en julio de 1936 con el levantamiento de un grupo de militares contra el gobierno de la Segunda República y finalizó tres años después, con la victoria de los sublevados, liderados por Francisco Franco, y la imposición de una dictadura que duraría casi cuatro décadas. A primera vista, fue el enfrentamiento entre las llamadas “dos Españas”: la tradicionalista y monárquica de los sublevados –el bando nacional–; la liberal y reformista del bando republicano. Pero también fue un complejo escenario de los enfrentamientos ideológicos que atravesaron el siglo XX. Y un preludio de metodologías que la Segunda Guerra Mundial llevaría al extremo. Un ejemplo son los bombardeos aéreos, de los cuales el de Guernica, realizado en abril de 1937 por la Legión Cóndor alemana (aliada de los nacionales), ha sido considerado por la historiadora Joanna Bourke como “la primera gran demostración del poder de la aviación para diezmar a la población civil”. Otro, los campos de concentración del sur y del centro de Francia, destinados inicialmente a los refugiados republicanos y convertidos luego en “antesala de los campos de exterminio en el centro de Europa”, como escribe Pablo M. Dreizik, profesor en la UBA y responsable del Centro de Documentación del Museo del Holocausto. Si a esto se suma el desplazamiento compulsivo de miles de refugiados, se llega a la noción de “guerra total”, aquella en la que el frente de batalla está en todas partes, provocando niveles altísimos de sufrimiento en la población civil. Una violencia devastadora, de la que la infancia es la víctima más vulnerable. En este contexto crecieron, se exiliaron, y asistieron al fin de una guerra y el comienzo de otra, infinidad de chicos españoles. Algunos integrantes del exilio español en la Argentina, que fueron parte de esa infancia hostigada, nos cuentan aquí su historia.
María de las Mercedes Astigarraga (83) LA ENTEREZA
“Era una tilinguilla de 11 años”, dice, riéndose, Mercedes. Y uno se pregunta si realmente bromea o está siendo demasiado dura consigo misma. Hasta esa edad, su vida transcurría entre empleadas con cofia, alguna vacación en Melilla, una hermosa casa en Madrid. Pero vino la guerra y todo se esfumó.
Mercedes protagonizó uno de los hechos más impactantes de la Guerra Civil Española: la evacuación oficial de niños hijos de familias republicanas. Por medio de convenios con organizaciones políticas, sindicales y de ayuda humanitaria, unos 30.000 chicos fueron enviados a diversos países europeos e, incluso, a México. En su caso, se trató de la URSS. “El principal objetivo era alejarlos de los bombardeos aéreos y de las ciudades convertidas en frentes de batalla –explica en un artículo la historiadora Alicia Alted–. Se consideraba que estas evacuaciones serían provisorias”. Pero las cosas no resultaron así. La Segunda Guerra Mundial sorprendió a los pequeños exiliados lejos de casa, sin saber nada de sus familias, en países con otras costumbres, con gente que hablaba otro idioma. “Nosotras estábamos en Leningrado (actual San Petersburgo), en una casa de niños españoles –recuerda Mercedes–. ¡Al principio no entendía un pepino de ruso! ¡Cómo sufría! Me escondía debajo de la cama, para estudiar”. En 1939 participó de una excursión escolar al norte, cerca del mar Báltico. “¡Estábamos tan contentos porque íbamos al mar! Pero a los 4 o 5 días empezaron a oírse ruidos, tiros, bombardeos del lado de Finlandia. La guerra empezó así, de golpe. Nos tuvieron que llevar otra vez a Leningrado. Todos asustados, no entendíamos qué pasaba”. En medio de esa situación perdió contacto con su hermana, a la que nunca más volvería a ver. A ella, junto con otros niños españoles, la subieron a un tren, rumbo a los Urales. Un viaje de seis meses en medio de un frío cada vez más acuciante. Con poco abrigo, escaso alimento. “Eran los trenes donde se llevaba al ganado, con paja y una tabla en el medio. Abajo dormíamos unos, arriba los otros. Era gracioso, cuando eres chico... –se explaya, sin un dejo de lamento–. Cada dos por tres nuestro tren paraba y pasaba a una vía ciega. Tenía que dejar pasar a los que transportaban tropas. Las cosas eran así. Las tropas tenían que pasar”. Luego vino la posguerra, los estudios en Moscú. Se recibió en la carrera de Farmacia y se casó con Andrés, un español que estaba en la URSS por las mismas razones que ella. Tuvieron un hijo. A fines de los 50 y con mediación de la Cruz Roja Internacional, resolvieron venir a la Argentina. “De España habíamos salido sin documentos, así que la mayoría teníamos la ciudadanía soviética –rememora–. No sé cómo será ahora, pero en esa época, cuando salías de Rusia, te sacaban la ciudadanía automáticamente. Como si dijeran ‘te descartamos’. Así que llegamos aquí... no sé cómo. Una vez en la Argentina, tuve que pedir a España mis papeles. Con mi hijo, que tenía cédula de nacido en la Unión Soviética, fue peor. Doce años tardé en hacerlo ciudadano argentino. Lo último que me exigieron fue un certificado de que no había sido ladrón en su país de origen. ¡Mi niño tenía cuatro años cuando salimos de allí! Armé tal escándalo que al fin, en una semana, me dieron su ciudadanía”. Se le escapan palabras en ruso cuando habla de su juventud. También alguna lágrima, algún relato especialmente amargo y el inmediato pedido: “Por favor, no lo pongas”. Es digna. Bella. Y por momentos, chispeante como la jovencita despreocupada que un mundo enloquecido no le permitió ser.
Nicolás Rubio (81) EL DESARRAIGO
En el verano del 36, Nicolás tenía unos 8 años y estaba de vacaciones en un pueblo próximo a Barcelona, su ciudad. Un día, su padre, un ingeniero vinculado a la República, llegó muy preocupado. “Hubo una revolución; todas las calles de Barcelona están tomadas”. La vida del pequeño Nicolás había comenzado a cambiar. Lo supo el día en que un hombre, vestido con un traje que a todas luces no era su talla ni su estilo, se acercó a su padre y le preguntó: “¿Cómo puedo llegar a la frontera?”. Tras indicarle el camino, Rubio padre lo vio partir y le susurró a su hijo: “Este es un cura que está escapando. Pero tú no has visto nada”. No era poco el desafío que encaraba la amplia convergencia de sectores políticos que integraban el bando republicano. Mientras se impulsaban campañas alfabetizadoras en el propio frente de batalla, se debía conciliar el anticlericalismo feroz de algunos grupos con el laicismo de los que ansiaban un Estado moderno; se debía procurar un acuerdo entre quienes buscaban la revolución social y los que deseaban reformas sociales progresivas, entre los que querían un ejército y quienes defendían las milicias. Las contradicciones internas se resolvían por las armas, lo que profundizaba el clima de caos y la sangría de españoles contra españoles. Por eso, entre los recuerdos de Nicolás también está la sangre. “Iba al colegio a pie, unas diez cuadras desde casa. Muchas veces me encontré con algún charco de sangre cubierto de arena porque había habido un tiroteo entre facciones republicanas. Algo muy triste. La mía no era una familia embanderada –prosigue–. Éramos católicos, mis padres soñaban con un cambio normal en Cataluña; tenían admiración por la democracia francesa. El único que era franquista en la familia terminó en la cárcel de Franco... por ser hermano de un diputado comunista”. Ese tío, el diputado, fue el que un día de 1938 encaró al padre de Nicolás: “Manda a tu mujer y a tus hijos a Francia. Esto se termina”, le dijo. A los dos días, Nicolás estaba cruzando la frontera junto a su madre y sus cuatro hermanos. “En ese momento, en Francia, un republicano era el equivalente de un asesino –asegura–. Nosotros fuimos a un pueblito del sur. Y los campesinos, que no eran tontos, dijeron: ‘Estos no son asesinos’. Nos tomaron cariño”. En ese pueblo Nicolás aprendió sus primeras palabras en francés, todas ligadas a los trabajos, herramientas y costumbres del campo. “Estuve en Francia hasta 1948. En esos años perdí el castellano. Cuando vinimos a la Argentina, a fines de los años 40, lo entendía, pero no lo podía hablar. Tiempo después me nacionalicé argentino. Estaba harto de ser extranjero”.
Félix Eduardo Mues (87) EL EXILIO INTERNO
La legislación española solo considera “niños de la guerra” a quienes debieron exiliarse a temprana edad. Pero Félix Mues sufrió el silencioso proceso del exilio interno. Sobre todo porque a los 14 años ya tenía decidido que quería ser socialista: “Yo era un chico, pero un chico que pensaba. Leía todo lo que podía”. Por su edad no pudo afiliarse al partido. Algo que, quizás, le salvó la vida. Recuerda Félix que el día que la guerra estalló él estaba con otros chicos de su edad, jugando a las cartas y fumando sus primeros cigarros. “Entonces empezaron los tiros –cuenta–. Fue el levantamiento del 18 de julio, en Pamplona. Hubo muchos fusilamientos”. Luego terminó la guerra. Vino la hambruna. Trabajar de día, estudiar de noche, hacer el saludo fascista (obligatorio hasta aproximadamente 1945). “En 1949 me decidí y me vine para América”. Aquí se afilió al Partido Republicano y en 1983 se pasó al PSOE. “Hubo un millón de muertos; no había familia que no tuviera uno. El terror te paralizaba. Por eso recién pude respirar cuando dejé España”. (...)
Máximo Fernández Artidiello (87) DAR BATALLA
A fines de los años 90, Máximo Fernández, a punto de atravesar la aduana de un aeropuerto español, debió responder la pregunta de rutina: –¿Algo para declarar?
–Sesenta años de ausencia, señor.
Más de una década después, en un bar del barrio de La Paternal, se le humedecen los ojos. Aunque lo suyo no sea andar lagrimeando por ahí. “Estoy solo prácticamente desde los 13 años. Hasta que vine aquí a fines de los 40 y la conocí a María Luisa, mi mujer”. Sonríe y continúa: “Fui muy rebelde de chico. Empecé a trabajar a los 12, en Oviedo. Allí me agarró la guerra”. Máximo no lo dudó y se pasó al frente republicano. Hasta que su madre lo descubrió. “¡Me llevó a casa de una oreja! Pero a los dos días me escapé”. Cuando, en 1937, las tropas franquistas tomaron toda Asturias, su madre volvió a intervenir. Lo llevó al puerto de Gijón y lo obligó a embarcarse en un pesquero que iba en dirección a Francia. Mientras la nave se alejaba, el chico divisó a su madre de pie sobre una pila de cajones, mirándolo partir. Ninguno de los dos sabía que era la última visión que tendría el uno del otro. “Llegamos a Burdeos. Y me subí a un tren, rumbo a Barcelona. Quería seguir luchando.” Allí se acercó a la Delegación de Asturias, que impulsaba la realización de documentales sobre la contienda. “Filmamos un día en que cada cuarto de hora venía un bombardeo. Aviones alemanes y algunos españoles. La película se llamó Barcelona bajo las bombas y se estrenó no sé cuándo ni cómo. Yo era uno de los que llevaban la cámara”. Barcelona también cayó. Máximo logró llegar a Francia. Se salvó de los campos de concentración, hizo lo que pudo para entenderse en francés, trabajó para una compañía eléctrica. Supo de los guerrilleros españoles que se habían unido a la Resistencia Francesa. Y a ellos se les sumó también. “Nuestro enemigo era Alemania. Fuimos muchos los españoles que ayudamos a los Aliados. En Yalta, cuando se reunieron ingleses, franceses y americanos, se hizo la moción de que todo país que intentara liberarse del fascismo por sí mismo iba a ser ayudado por las Naciones Unidas. Menos nosotros”, dice con dolor. Finalizada la Segunda Guerra, prefirió abandonar Europa. Por medio de las Naciones Unidas, tramitó un pasaje para la Argentina. “Cuando vine a este país, me hice una promesa: o entraba de nuevo a España y me unía los guerrilleros que resistían al gobierno de Franco o no hacía más política”. Optó por lo segundo y Mino, el terco y joven combatiente, quedó definitivamente del otro lado del océano.
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