viernes, 22 de mayo de 2020

HABÍA UNA VEZ...,


Salvador Dalí: “Fui retro antes que cualquiera”
Odile
ODILE BARON SUPERVIELLE
Esta entrevista fue publicada originalmente el 27 de febrero de 1977.
Representante del surrealismo, el genial artista español fue un gran provocador. “Dalí era, al mismo tiempo, un excelente artista y un irritante ser humano”, lo había definido George Orwell.
Acercarse a Dalí provoca, a la vez, rechazo y atracción. Rechazo por el personaje, por la mise en scène que lo rodea. Los chismes del portero del hotel Meurice, donde para, no lo hacen tampoco demasiado simpático: “Ocupa la suite royale, donde se alojaba Alfonso XIII (dice que no puede hacer menos porque es monárquico). Su Majestad el rey de España sí era un gran señor. Además, muy generoso con el personal. Monsieur Dalí es altanero, casi no saluda, sumamente exigente y jamás da propina. Pero recoge hippies por la calle y organiza grandes festines”.
A pesar de todo, si uno no se desanima y logra atravesar esa pantalla, se encuentra ante un gran pintor. Salvador Dalí se encontraba en París para asistir a la presentación de su libro
La alquimia de los filósofos en la Biblioteca Nacional. Como era de esperar, hizo una entrada espectacular, en un auto de proporciones inusitadas, ataviado, como siempre, con una excéntrica indumentaria. Saco de terciopelo a rayas, pantalón de terciopelo violeta, camisa floreada con puños de puntilla, corbata fulgurante, capa negra, bigote engominado para arriba, maquillado, pelo largo más bien ralo (no le preocupa demasiado, porque la idea de llevar una peluca lo divierte).
Después la editorial Art et Valeur nos invitó a almorzar en su sede para que viéramos de cerca el famoso libro. Los dos tomos están encerrados en una caja monumental. La encuadernación, decorada con una rueda móvil, tiene en su centro la firma de Dalí. Las letras del párrafo están compuestas por tubos transparentes donde se ve circular el manuscrito. La tirada es de 275 ejemplares, 225 escritos en francés e inglés, 50 en italiano y francés. El precio de cada uno es de 150.000 dólares.
Conocer un poco más a Dalí fue una justificada curiosidad. Me citó al día siguiente en el hotel Meurice. A las siete de la tarde, tocaba el timbre de la “suite royale”, apartamento 114. Me encontré ante un gran salón. Su mujer, Gala, de 86 años, que no parecen tales (Dalí tiene 72), pelo suelto, ondulado, ojos claros que miran con picardía, traje sastre azul marino ajustado en el talle, estaba sentada en un sofá con dos jóvenes que le tiraban las cartas. Instalé mi grabador, se acercó Dalí.
–¿Así que usted viene de la Argentina? ¿Me conocen allí?
–Muchísimo (pensé que esto me valdría tres preguntas más).
–¿Qué quiere saber?
–¿Dónde vive usted generalmente?
–París, Nueva York, la Costa Brava en verano.
–¿A qué se debe la elección de esas dos ciudades?
–París es la ciudad de la inteligencia y Nueva York, la del dólar.
–¿Por qué se interesa usted por la alquimia?
–La alquimia no es para mí una curiosidad histórica o una actividad paracientífica; anuncia la ciencia moderna.
–¿Existen aún alquimistas?
–Conozco uno en Barcelona que trabaja como sus antepasados del Medioevo. Los alquimistas eran considerados como locos, a pesar de ser los más clarividentes de todos. Este libro La alquimia de los filósofos es el producto de la deriva de los continentes. En el momento en que se formó el golfo de Vizcaya acontecieron fenómenos telúricos en las grandes masas minerales y constituyeron una verdadera alquimia. Las consecuencias han sido la física cuántica molecular, nuclear y los descubrimientos de la genética, las más gloriosas de la monarquía de las ideas. [Tales conceptos exigían algunas aclaraciones, pero preferí ir hacia otro tema. Miré a mi alrededor. Estaban expuestas varias obras de Dalí. Entre otros, un busto de mujer con un pan puesto sobre la cabeza, que soportaba a su vez una escultura representando el Angelus de Millet enmarcado entre dos lapiceras. Dos choclos colgaban de cada lado del pescuezo. Todo esto parecía de cera, pero era de bronce recubierto de pintura para desconcertar al espectador. El pan tenía el aire de acabar de salir del horno. Dalí, apuntando con el dedo, me dijo]. Mire si no he sido “retro” antes que cualquiera. La hice en 1933 con una efigie en porcelana que encontré en una peluquería. En esa época considerábamos esos ejercicios como simples juegos. No les dábamos la menor importancia. El pan era verdadero. Un día, el perro de Picasso lo devoró. Hoy se reconstruyen con cristal de roca y materiales semipreciosos objetos surrealistas que comprábamos en bazares. Cuando afirmaba en otros tiempos que Gaudí era el más grande arquitecto europeo, todo el mundo se reía. Se reían también cuando yo rehabilitaba a Millet. Vea hoy cuánto ha cambiado la opinión.
–¿Y cuál será la próxima etapa de la pintura?
–Esa etapa es inminente. Hace algunos días encontré el nombre: el hiperrealismo metafísico. Es de todas maneras la pintura que yo hago. El pintor hiperrealista puede progresar mientras que el pintor abstracto no puede. Lo que ellos hacían era subjetivo. Podían solo repetirse. Cuando volvían del cine veían en su taller sus cuadros todos iguales. Qué monotonía. Algunos hasta se suicidaron. El hiperrealismo permite progresar cada día. Está fundado en una técnica clásica. Si hubiese habido cabinas telefónicas en Delft, puede estar segura de que Vermeer las hubiese pintado. Lo que falta al hiperrealismo es un contenido imaginario
–¿Usted no cree que puede haber otros caminos para la pintura?
–No, la etapa del hiperrealismo metafísico es ineluctable; el hiperrealismo por sí solo no puede eternizarse en la reproducción de objetos y de la foto. Acuérdese de lo que decía Malebranche: “Lo que se ve no está nunca en los objetos sino en nuestra alma”. [Miro al cuadro en que está trabajando Dalí. Se ven unas nubes y en el centro un cubo]. Es el cuadro de Las Meninas de Velázquez donde un pintor obtuvo la mejor calidad de aire. Un día, en Madrid, le preguntaron a Cocteau qué cuadro se llevaría si se quemara el Prado. Contestó: “Me llevaría el fuego”. Yo digo:
Las Meninas, porque contiene el aire, elemento pictural por excelencia.
–¿Cómo empieza un cuadro?
–Primero hay que hacer un cielo, luego un agujero en el cielo y pintar dentro de ese agujero. Es ahí donde empieza el espectáculo. Algún día llegaré a traspasar mi cielo. Será el resultado de toda mi actividad espiritual. El aire es el protagonista verdadero de la pintura.
–¿Cómo anda su museo en Figueras?
–Acabo de completar la decoración colocando varias decenas de lavatorios de loza arriba de la cúpula interior. Son lavatorios metafísicos que se parecen a ángeles. [Según la fotografía que me muestra compruebo que tiene razón: de lejos los lavatorios parecen ángeles. La cúpula no tiene techo. En Figueras ya ha sido abierto el agujero en el cielo. Una de las ilustraciones de los distintos textos del libro La alquimia... lleva como título “La Inmortalidad”.
–¿Qué es la inmortalidad?
–Es el objetivo final de toda búsqueda alquímica. Detrás de distintos nombres –elixir, piedra filosofal o cinabrio–, se oculta un paso mucho más importante que la simple búsqueda del oro: es la de inmortalidad para los taoístas, la liberación para los yoguis, la eterna juventud para los alquimistas occidentales. Esa búsqueda está presente en todos los textos seleccionados para la La alquimia de los filósofos .
Vencer la muerte ha sido el problema esencial de Dalí. Para explicarlo hay que acordarse de ciertos detalles de su infancia y de su vida de adulto. Muy pronto conoció la presencia de la muerte. Algunos años antes de su nacimiento murió su hermano mayor. Sus padres, para mantener su recuerdo, dieron a su segundo hijo el mismo nombre: Salvador. A cada rato, cuando era niño, Dalí era comparado con imágenes de ese hermano muerto del que era el doble viviente. Cuando empezó a pintar, durante un largo período creó obras dramáticas en las cuales daba de sí mismo imágenes de cadáveres putrefactos, carnes blandas sostenidas por estructuras también blandas. Era esa muerte la que tenía que vencer, esa muerte que se le imponía y que rechazaba con todas sus fuerzas.
El milagro se produce con la llegada de Gala. Rompe el espejo de las apariencias al que ha sido condenado. Dalí ahora se ve en Gala, ya no se identifica con su hermano muerto sino con su mujer viva. Y los dos se parecen tanto que Dalí firma sus cuadros: Gala-dalí. “Haré moldear en oro la maqueta de la estación de Perpignan, a su vez maqueta del Universo, y bajo ella dormiré con Gala a la espera de la resurrección”.
La angustia de los primeros años se ha transformado en la serenidad que se expresa en la lámina titulada “La Inmortalidad”, construida como un cuadro ingenuo y surrealista a la vez.

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