Un presidente con más de una cara
Pablo Sirvén
Al final, todo es una cuestión de tonos. La estridencia y el modo pendenciero en el decir de Cristina Kirchner cuando fue presidenta seguramente nos distrajeron más de una vez. Al irritarnos, tal vez nos perdimos de apreciar en su justa medida algunas de sus aseveraciones que pudieran ser razonables. La forma, a veces mucho más que el fondo, es el relato principal que percibimos. La idea global que nos hacemos de un personaje en nuestras primeras impresiones funciona de allí en más como un filtro que mejora o empeora lo que dice. Son, en definitiva, nuestros prejuicios a favor o en contra los que anticipan nuestros veredictos más allá de la noticia objetiva. Es el inevitable punto de vista con el que abordamos cualquier tema. En eso nos parecemos todos, más allá de grietas e ideologías.
El caso de Alberto Fernández resulta un tanto más complejo porque no tiene una sola cara como la que ofrece la actual vicepresidenta. Se diría que, al revés que ella, la versión habitual que el Presidente expone públicamente es la del dirigente sosegado, de tono pausado, que trata de expresarse con el afán didáctico de profesor universitario, que tanto reivindica.
Es "Alberto", el cálido nombre de pila sin adosarle el apellido, con el que más se siente a gusto que lo llamen ("Mauricio" a secas para Macri, en cambio, era privativo exclusivo de sus seguidores). Es el hombre que juega con su perro Dylan, le gusta manejar su auto y tocar la guitarra. Es el presidente amable que infantiliza parte de su comunicación informal cuando tuitea saludos de cumpleaños, alienta a estudiantes para que rindan sus materias y sube a sus redes los dibujitos que le mandan los chicos.
Así, a diferencia de su mentora, que ahuyentaba con su tono mandón y crispado, aunque a veces la asistiera la razón, el modo calmo del jefe del Estado puede volver razonables cuestiones que no lo son tanto. Sin embargo, al tirar demasiado de esa cuerda, como sucede ahora con la polémica de las excarcelaciones, puede resultar insuficiente y recibir sucesivos cacerolazos en la cara.
Fernández presidente, a diferencia de Fernández vicepresidenta, tiene además un segundo rostro, ahora ya no tan habitual, pero que a veces, por mucho que lo reprima, emerge de todas maneras y que tiene que ver con sus pocas pulgas cuando algo lo contradice. Es el momento preciso en que se despoja de su bonhomía y se vuelve más áspero. Por ejemplo, cuando llama "miserables" a los empresarios o adhiere a tuits poco democráticos. O cuando tiene que enmendar sus dichos sobre la política sanitaria de Chile con el presidente Sebastián Piñera y hasta debe volver a llamarlo para pedirle perdón tras conocerse que le había dado ideas a la oposición trasandina de unirse contra él en las elecciones. Así como Fernández debió rectificar su RT al insulto de Dante López Foresi a Jonatan Viale ("gordito lechoso") y disculparse ("se me pasó") con los gobernadores que debieron poner marcha atrás a su precipitado anuncio de que se podría suavizar la cuarentena, también llamó al mandatario uruguayo, Luis Lacalle Pou, para poner paños tibios a sus raros amagues con el Mercosur.
Así, Alberto Fernández evoca ligeramente a la célebre novela de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde , que narra cómo un científico prestigioso, al tomar una poción en su laboratorio, se convertía en un peligroso energúmeno, un relato que alude metafóricamente a los trastornos de doble personalidad.
Lejos está el Presidente de padecer esa patología, pero sus raptos coléricos ("se le sale la cadena", explican algunos y él lo niega cuando vuelve a su estado apacible) regresan cada tanto. En todo caso es más grave, desde los efectos prácticos y políticos, la dualidad que expresa la coalición que lo llevó al poder: por un lado, un afán reformista que intenta ajustarse a las leyes, con fragancia más socialdemócrata que peronista (y hasta con algunas resonancias alfonsinistas, que es la impresión que, al menos, quiere dar), y por el otro, el ala ultrakirchnerista, poco atada a formalidades institucionales, y que expresa nada menos que su mentora (¿y jefa?).
Por el alto cargo que ahora desempeña, se ha morigerado mucho, pero no del todo, la parte más irritable de Fernández, que, en sus épocas de hombre del llano, podía llegar a ser insultante y hasta escatológico en las redes sociales cuando alguien lo cruzaba mal. Esos vestigios inflamados en Twitter, como también el video donde voltea al piso a una persona que se le acercó en un bar a increparlo, pero solo en forma verbal, pueden consultarse en la web.
Por fin, hay una tercera y última cara en Fernández, que, tal vez, es la que más usa fuera de la mirada pública: la del oscilante negociador que hace equilibrio para un lado y para el otro de la muy heterodoxa coalición que lo encumbró, con tal de no caerse de esa peligrosa cuerda floja.
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