La educación sentimental en cuadritos
“Cinco minutos más”. Eso me pide mi hija, Lulú, ahora, mientras empiezo a escribir estas líneas. Los cinco minutos más son para seguir leyendo el volumen 3 de Macanudo, de Liniers. Y a pesar de que son las once y media de la noche, me cuesta no ceder. En parte, porque la cuarentena definitivamente flexibilizó los horarios. Pero, además, porque la veo tan apasionada con la lectura que apagarle la luz de su cuarto e inducirla al sueño me parece una picardía. Anoche, a esta misma hora, le saqué una foto mientras leía unos chistes de Condorito
y, con la otra mano, sostenía un ejemplar de Lucky Luke.
La veo y sonrío. Me gusta que las historietas sean parte de su educación sentimental.
Leo historietas desde que tengo uso de razón. De mi infancia, recuerdo las tiras de Pelopincho y Cachirula que salían en Billiken, el fanatismo por Mafalda y todo lo que hacía Quino, Clemente
Leo historietas desde que tengo uso de razón. De mi infancia, recuerdo las tiras de Pelopincho y Cachirula que salían en Billiken, el fanatismo por Mafalda y todo lo que hacía Quino, Clemente
y los especiales porteños y deportivos de Caloi, Asterix (mi amigo Juan Pablo Muszkats tenía la colección completa),
las Pato Donald de Oro,
las revistas mexicanas de los 70 (De La Pequeña Lulú
a Roy Rogers)
y las adaptaciones de obras clásicas (Robinson Crusoe, El Barón de Munchausen)
que hacía el español Chiqui de la Fuente, y que también leía en Bogotá mi amigo-hermano Luis Daniel Vega.
El Eternauta, en su edición de tapa dura de Ediciones Récord,
El Eternauta, en su edición de tapa dura de Ediciones Récord,
estaba en la biblioteca familiar desde siempre, y esa lectura probablemente haya sido el inicio a una nueva dimensión de la historieta. Entre las muchas cosas que me fascinaban era el modo en que Solano López mostraba la ciudad.
Cuando tenía once o doce años, mi viejo empezó un ritual que se extendió por buena parte de mi adolescencia.
Cuando tenía once o doce años, mi viejo empezó un ritual que se extendió por buena parte de mi adolescencia.
Eran tiempos de Fax, ese programa del mediodía que en el episodio que cerraba la semana arrancaba con un grito de guerra de Nicolás Repetto que seguramente ustedes recuerden. “¡Hoy es viernes!”, decía Repetto. Y el estudio estallaba en una fiesta solo equiparable al pogo que Jorge Guinzburg y su equipo hacían a las 12 en Mañanas Informales,
ya en el siglo XXI, mientras sonaba “Como Alí”, de Los Piojos.
Pero en la intimidad familiar, el “¡Hoy es viernes!” significaba que mi viejo, esa noche, iba a llegar a casa del laburo con una revista de historietas. Semana a semana, pasaba por Entelequia, la librería especializada en cómics de la calle Talcahuano, y me elegía un regalo.
Era una afición cruzada con la cinefilia: Tim Burton estrenaba Batman, y Dick Tracy, con Warren Beaty y Madonna, provocaba el revival del personaje creado por Chester Gould que salía en la revista española Detective Comics, que duró muy poco pero que dejó obras increíbles, como las relecturas del personaje que hicieron ilustradores célebres como Milo Manara, Juan Giménez y Horacio Altuna.
El regalo semanal podía ser un libro de tapa dura que compilaba las mejores historias de Superman o un fanzine de dimensiones mínimas, Maldita Garcha, que hacía un pibe de mi misma edad (Pablo Parés, 12 años).
Era una afición cruzada con la cinefilia: Tim Burton estrenaba Batman, y Dick Tracy, con Warren Beaty y Madonna, provocaba el revival del personaje creado por Chester Gould que salía en la revista española Detective Comics, que duró muy poco pero que dejó obras increíbles, como las relecturas del personaje que hicieron ilustradores célebres como Milo Manara, Juan Giménez y Horacio Altuna.
El regalo semanal podía ser un libro de tapa dura que compilaba las mejores historias de Superman o un fanzine de dimensiones mínimas, Maldita Garcha, que hacía un pibe de mi misma edad (Pablo Parés, 12 años).
Años después, Parés y sus amigos de Farsa Producciones rodarían películas de culto, como Plaga Zombie o Nunca asistas a este tipo de fiestas.
Siempre me gustaron los fanzines. Hace unos días, de hecho, estuve leyendo el número 2 de Zoo Cómics, que hacía Pablo Sapia y que conservo como un tesoro, especialmente por las aventuras del Sr. Gómez (“una telenovela del género fantástico”, como definió su propio autor).
Emocionado, le mandé una foto al propio Sapia vía Facebook, y me contó que es un casi un incunable (sólo se hicieron 100 ejemplares). La guardo al lado del número 2 de Garufa, que sacaba Lucas Nine.
En mi cuarto había colgado un póster gigante con el “Argot técnico de los cómics”, que venía de regalo con el primer fascículo de una enciclopedia que le dio un marco teórico a esa pasión incipiente. Los últimos números de la primera época de Fierro
En mi cuarto había colgado un póster gigante con el “Argot técnico de los cómics”, que venía de regalo con el primer fascículo de una enciclopedia que le dio un marco teórico a esa pasión incipiente. Los últimos números de la primera época de Fierro
coincidieron con la salida de Cómic Magazine, que editaba Javier Doeyo
, y que fue la entrada a muchos universos distintos, desde Batman hasta Las Tortugas Ninja,
desde el Cabo Savino
hasta Inodoro Pereyra.
Y recuerdo especialmente los Microcómics y las aventuras de Mauricio, el ratón sincero, que publicaba allí El Niño Rodríguez.
Atesoro la colección de esa revista que me enseñó a entender lo que eran las revistas de culto. Por esa época, un sábado a la tarde, fuimos al Centro Cultural Recoleta a una presentación de Shotaro va a la guerra, un cómic de Pablo Fayó, que me regaló un póster autografiado que todavía conservo, enmarcado, en el cuarto de mi infancia.
Del Lápiz Japonés
a la revista ¡Suélteme!, de El Loro Sebastián de Esteban Podetti
hasta los primeros números de Falsa Alarma que Gustavo Sala hacía en Mar del Plata, esa fascinación por las viñetas explica por qué no puedo negarle esos cinco minutos más de lectura a mi hija Lulú en una noche de cuarentena.
El regalo semanal podía ser un libro de tapa dura de Superman o un fanzine mínimo
H. I.
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