martes, 19 de enero de 2021

LITERATURA RECOMENDADA


Infierno
Agustina Bazterrica

Autorretrato con chango y loro, de Frida Kahlo, de la Colección Malba
Tres ancianas caminan juntas. Tomadas del brazo enhebran una simbiosis ajena a cualquier temporalidad. Los huesos, entre los cuales acunan la precariedad de los cuerpos, se mineralizan en la piel. El líquido de las venas está bordado en encajes de nácar, y forma dibujos que las agrupan en el hastío. Se aman porque se repugnan.
Levitan contundentes en la trilogía que las nutre. Parecen inmóviles. El almidón de la sangre demora cualquier acción, pero caminan con una lentitud minúscula, demente.
Los segundos que las inmortalizan se deshacen en el silencio de la mañana que se quema.
Llevan un pájaro en una jaula. La carne hinchada del animal desafía la dureza de los barrotes negros. Inerte, contempla el pálido balanceo de las mujeres. Ellas acarician los bordes tiernos de las plumas. El contacto es sedoso, obsceno, y el pájaro quisiera aullar dentro de la quietud.
Indómitas, maniobran la inestabilidad para recorrer el trecho que las lleva a la plaza. Forman un muro compacto de fragilidad inquebrantable. Avanzan frescas, rapaces, traslúcidas. La respiración teje hilos invisibles, que las unen en el aburrimiento diario del afecto repetitivo, inservible, fragmentado. Se sientan, al unísono, en una danza incomprensible y arcaica. Despliegan aromas fingidos, y arrugas, y volados rancios que se conjugan en una expansión inútil.
Los minutos que las sostienen se fragmentan en el aire espeso del día que se incendia.
Apoyan, ceremoniosas, la jaula en el piso. El choque de la jaula con la piedra genera una vibración que deteriora la apatía del animal. La piedra está caliente, hierve, quema. Intenta mover el cuerpo y la jaula se desliza, apenas. Una pluma cae, y otra. Las ancianas se miran con ilustre consternación y, dóciles, sostienen la jaula con los zapatos, que lastiman la carne seca y las garras crispadas. El pájaro se encoge, quisiera contraerse hasta el borde de la inexistencia. Ellas lo tocan con un amor despiadado, auténtico.
Sacan una bolsa con pan. El sonido crujiente atrae palomas y gorriones. Sonríen cristalinas y arrojan el pan con una liviandad exasperante. El pájaro se convulsiona en la aberración de la imposibilidad. Ellas lo ignoran, extasiadas ante la multitud depredadora, pero no dejan de comprimir la jaula, de presionar el cuerpo del animal manchando las plumas blancas con la suciedad de los zapatos de punta filosa y taco bajo.
Las horas que las edifican se quiebran en la luz que arde.
El calor de las piedras altera los sentidos de las palomas y gorriones. Están aturdidos, pero no dejan de comer. Una violencia imperceptible se desliza entre las alas, y los picos, y las garras. Una paloma ataca a un gorrión. Lo mata. La sangre hierve en la piedra. Las ancianas oscilan dentro del pánico. No logran levantarse, suspendidas en la incomprensión del equilibrio quebrantado. Miran al gorrión muerto con bocas aturdidas, esmaltadas, rotas.
Los días que las moldean estallan en la tarde que se carboniza.
El pájaro siente la descompresión de la jaula. Los zapatos dejan de agobiarlo, y ahora puede mover las alas. El animal se agita porque el calor de las piedras se adhiere a los barrotes negros y le quema la piel. Por una convulsión, la jaula vuelca. Hay un ruido ahogado, seco del ala izquierda rompiéndose en tres partes. Hay un ruido metálico, preciso, de un tornillo corriéndose. El pájaro no siente dolor porque, con una lentitud sagrada, la puerta se abre. Las ancianas no reparan en él, atentas al gorrión muerto, al líquido rojo que sulfura.
El animal saca la cabeza por la puerta. Siente cómo los segundos, los minutos, las horas y los días caen, despedazados, sobre las plumas blancas. Tiembla, apenas. Las ancianas lo ven, levantan la jaula, lo aplastan contra los barrotes calientes y cierran la puerta.
De manera irracional, el pájaro sabe, entiende, que de las eventuales constelaciones, de todos los posibles universos, ese es el del primer atisbo del infierno.
Una pluma cae, y otra.


Este cuento integra la antología Diecinueve garras y un pájaro oscuro (Alfaguara), con relatos de Agustina Bazterrica, autora de Cadáver exquisito.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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