“El regreso”: un desembarco literal en la presidencia
Un capítulo de la extensa biografía de Sarmiento lo perfila tanto como viajero apasionado por el mar como por sus rasgos de político, escritor, amante y estadista
Sarmiento fue a Washington a despedirse oficialmente del presidente Johnson, dejó la legación en manos de su secretario, Mitre y Vedia, y se embarcó en el vapor Merrimac rumbo a Buenos Aires. Volvía con la íntima certeza de que había triunfado en las elecciones pero mantenía la calma. Regresaba con muchos libros valiosos, entre los que se contaban los relacionados con la historia y la práctica de la Constitución norteamericana, con cuestiones jurídico-políticas y literarias. Llevaba ejemplares de Ambas Américas, de la Vida de Lincoln y de las dos ediciones del Facundo, además de algunos objetos con los que pensaba adornar su casa. Los recuerdos poblaban su mente. Había viajado mucho, se había vinculado con gente importante y también había oído con atención a los que se postulaban para viajar a la Argentina con el fin de ejercer la docencia y otras actividades.
El grafómano Sarmiento se había provisto de un grueso cuaderno en el que quiso registrar las incidencias del viaje y tuvo una destinataria: Aurelia Vélez. A través de las páginas escritas a lápiz le iría mostrando las vicisitudes y sorpresas que le deparase su marcha hacia la consumación de sus desvelos de treinta años.
Las primeras hojas están dedicadas al recuerdo de lo que él llamó «las mujeres de Sarmiento». A aquellas que habían marcado otrora su vida pero estaban siempre presentes, comenzando por su madre, sumaba a quienes habían signado su existencia en los Estados Unidos: Mary Mann, Ida Wickersham, Kate Dodget, a la que había tratado y admirado en Chicago, y Lucy L. Smith, la «niña feliz, libre, rica», a quien Bartolito Mitre había festejado en Ann Arbor y a la que Sarmiento atribuía un papel providencial en la recepción de su título de Michigan, porque él había ido a aquella ciudad para acompañar a su secretario.
El mar ejercía en aquel hombre, nacido al pie de la áspera montaña, una atracción irresistible. Amaba la inmensidad azul y los barcos. Era uno de los políticos que más habían viajado. Entre sus predecesores, ni Urquiza ni Derqui ni Mitre habían contado con el tiempo, las posibilidades o los recursos para surcar una y otra vez el océano. A Sarmiento le fascinaba la inmensidad: “¡Oh! el mar; ¡cómo se dilatan los pulmones respirando sus saludables brisas! Me siento vivir. Cómo se agranda el horizonte. En el buque, sobre mar sin límites, deja uno de ser grey, pueblo, especie humana. En mi casa, en tierra, estoy sobre un planeta. Aquí; Dios, el mar, el pensamiento”... Lo atraían las tempestades y los días en que el agua era “¡mar azul de leche! Llanura inmensa, serena.”
Todo lo registraba: las reacciones de los pasajeros, los movimientos de la nave, la fauna marina. Gozaba con la visión de las gaviotas y los delfines, pensaba en la indigestión de «zapotes y zapotillos, ahuacates y naranjas verdes de Jamaica que preveo», retrataba a los pasajeros, observaba que «parado al sol, no tengo sombras», al pasar el astro de modo perpendicular sobre el meridiano de St. Thomas...
El capitán del Merrimac organizó una fiesta en su honor el 4 de agosto, día de Santo Domingo. Dos días después Sarmiento volvió a cruzar como otras veces la línea del Ecuador.
La navegación se tornaba monótona pero ya el buque enfilaba hacia el primer puerto de América del Sur: Pernambuco. El 14, cuando se hacían las primeras maniobras, desde un bote se oyó una voz que anunciaba: «Humaitá tomado». Se refería a la ocupación de la inexpugnable fortaleza paraguaya cuya guarnición había logrado escurrirse en la noche del 5 de agosto de 1868. Los brasileños, una vez que Mitre le entregó el mando al marqués de Caxias para reasumir el Poder Ejecutivo, comenzaron a apurar las acciones que en buena medida se hallaban demoradas por su responsabilidad.
Para Sarmiento era una excelente noticia. Si le tocaba asumir la presidencia, asistiría a la etapa final de una guerra ya tan prolongada como cruel. Pocos minutos más tarde supo que sí sería el primer mandatario de los argentinos. En la ciudad que denominó «la Venecia del trópico», el cónsul argentino y las autoridades locales le dieron sus plácemes por la ocupación de Humaitá en su condición de presidente electo de la nación aliada. Y al regresar a bordo dispuesto a dar cuenta con su apetito insaciable de las naranjas y ananás que portaba, el comandante de un buque de guerra norteamericano que lo esperaba le confirmó su triunfo según noticias llegadas desde Río de Janeiro.
Tres días después el Merrimac amarró en Bahía, “la más vieja coqueta ciudad del Brasil”. Sarmiento fue recibido por el comandante militar de la ciudad mientras una banda de música ejecutaba sones marciales y las baterías de tierra disparaban una salva de veintiún cañonazos. En el palacio del presidente del Estado recibió los plácemes de este y de otras autoridades. Visitó la magnífica iglesia del Señor Milagroso de Bomfin, recorrió el bello parque y visitó a una cuñada del ministro Elizalde que residía en la urbe. Tuvo el disgusto de que le mostrasen un artículo de El Siglo, de Montevideo, en el que se le atribuía el deseo de hacer la paz unilateralmente con el presidente paraguayo Francisco Solano López. Camino al puerto, le rindió honores un batallón de guardias nacionales.
Lo esperaba en el Merrimac el comandante de la escuadra norteamericana estacionada en América del Sur, quien le presentó sus cumplidos. Paralelamente, la fragata Guerrior desfiló frente a la nave con sus gavieros en la arboladura, mientras disparaba una salva y la tripulación cantaba el Hail Columbia: “Es, pues, en estas latitudes hecho consumado, incuestionable, reconocido por todas las naciones –anotó– que soy presidente de la República Argentina”.
Río de Janeiro era el último punto que tocaba el Merrimac. En la noche del 19 el capitán de la nave ofreció un banquete a Sarmiento, quien al día siguiente se dispuso a desembarcar en la capital carioca. Muy fatigado, no dejó sin embargo de trazar en su cuaderno una bella pintura de la bahía de Corcovado, que se avistaba desde la nave como preludio de una visita inolvidable. Al día siguiente se produjo el desembarco. Lo condujo a la costa una galera del arsenal seguida por un vaporcito para el equipaje. En la escalinata de la dependencia naval lo esperaba un comandante que al darle la mano le produjo un momento de emoción: “Su excelencia no me conoce”. Era el comandante del vapor Affonso a bordo del cual Sarmiento con Mitre había asistido dieciséis años atrás, durante la campaña contra Rosas, al combate del Tonelero. «¡Los dos estamos viejos!», exclamó con nostalgia el presidente electo.
Exhausto, se alojó esa noche en el Club Fluminense y ordenó que lo despertaran a la madrugada para pasar unas horas en el Jardín Botánico, que había conocido en 1846, antes de entrevistarse con el emperador Pedro II. Fue un encuentro de viejos amigos en que Sarmiento le garantizó que los dichos de El Siglo eran infundados y que continuaría siendo aliado en la Guerra del Paraguay. El monarca acarició el ego del sanjuanino diciéndole que sus hijas las princesas Isabel y Leopoldina leían sus libros para sus estudios de español.
El 23 de agosto Sarmiento embarcó en el Aunis rumbo a Buenos Aires, donde llegó el 29 para ser recibido por muchos de sus partidarios, que ocuparon las proximidades del muelle. A las 9 de la mañana desembarcó. Las tropas le rendían honores mientras escuchaba los ¡vivas! de quienes lo habían llevado a la primera magistratura. Lo acompañaba nítido, en su marcha hasta la carroza que lo llevaría a su casa en la calle Belgrano entre Bolívar y Defensa, el recuerdo de doña Paula y de Dominguito. Y lo cercaba el temor de dos enemigos potenciales: su execrado Urquiza –que pronto sin embargo le mostraría sus patrióticos anhelos– y Benita, ahora privada de su hijo héroe [...].
Luego de unos minutos de respiro, Sarmiento se dirigió a la casa de Mitre en la calle San Martín. Este le escribió enseguida a su ministro de Guerra y Marina y comandante del Ejército Argentino en el Paraguay, general Gelly y Obes: “Tenemos ya en Buenos Aires al nuevo presidente, llegado hoy en el paquete francés. Estuvo a visitarme esta mañana y hemos hablado largamente de nuestras cosas”.
Más allá de las fórmulas de la buena educación, la amistad entre ambos había quedado resentida por los rigores de la lucha electoral.
M. A. D. M.
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