La carrera de la polenta
Albardilla. ¿Cuántos años hace que no usaba ni recordaba esa palabra? ¿Cómo llegué a conocerla? En primer año del Nacional Buenos Aires, el profesor Antonio Pagés Larraya nos hacía leer libros argentinos, españoles y también norteamericanos (Hemingway). Por cada libro, teníamos que hacer un vocabulario de, por lo menos, doscientas palabras. Mientras leía no sé qué autor español o argentino di con “albardilla”. Jamás oída ni leída. El diccionario decía; “loncha de tocino gordo que se pone por encima a las aves para asarlas”. Aún hoy, esa línea me hace agua la boca. Yo había comido aves en albardilla sin saber su nombre.
Tenía casi nueve años. Y, como ya conté en otras oportunidades, mis padres y yo pasamos en Italia parte de la primavera y del verano en Italia. Era 1950. Las huellas y las heridas de la guerra todavía eran muy visibles.
En Filottrano, la pequeña ciudad donde mi padre había nacido, sus parientes y amigos nos invitaban a almorzar todos los días para celebrar su temporario regreso. Una de las últimas invitaciones fue la de un matrimonio, Giacomo y Elena, más o menos de la misma edad de mis padres. Tenían una hija quizá un poco mayor que yo, Isabella, muy linda y simpática.
En Filottrano, la pequeña ciudad donde mi padre había nacido, sus parientes y amigos nos invitaban a almorzar todos los días para celebrar su temporario regreso. Una de las últimas invitaciones fue la de un matrimonio, Giacomo y Elena, más o menos de la misma edad de mis padres. Tenían una hija quizá un poco mayor que yo, Isabella, muy linda y simpática.
Elena, habló con mi madre para preguntarle qué quería que nos preparara para el almuerzo en la casa del matrimonio. Le encareció que fuera sincera, que pidiera lo que quisiera, pero que le gustaría cocinarle un plato italiano que nadie le hubiera servido hasta ese momento. Y mi madre fue sincera. Creyó que no pedía ninguna extravagancia: “Quisiera comer polenta. Mi esposo, en Argentina, me dice que la polenta de mi país es gruesa, tosca, que nosotros no sabemos cuál es el verdadero gusto ni la verdadera textura de la polenta. Hasta ahora, nunca nos ofrecieron polenta.” Elena abrió los ojos casi asustada, con angustia, como escandalizada: “¡Cómo les voy a hacer comer polenta! Es el plato más común, triste. Lo comimos durante toda la guerra”. Había un dicho que circulaba por entonces:
Maledetto chi ha inventato la polenta! La gran pobreza que existía en Italia en tiempos de paz se incrementó de un modo dramático durante la guerra. Muchos campesinos comían polenta tres veces al día. Era el único alimento al que tenían acceso. Muchos enfermaron de pelagra por la carencia de vitaminas y proteínas en la dieta. Elena comprendió que “l’americana” había pedido esa extravagancia, porque no había vivido la guerra. Se resignó: “Está bien, Aida, le haré la polenta”.
Maledetto chi ha inventato la polenta! La gran pobreza que existía en Italia en tiempos de paz se incrementó de un modo dramático durante la guerra. Muchos campesinos comían polenta tres veces al día. Era el único alimento al que tenían acceso. Muchos enfermaron de pelagra por la carencia de vitaminas y proteínas en la dieta. Elena comprendió que “l’americana” había pedido esa extravagancia, porque no había vivido la guerra. Se resignó: “Está bien, Aida, le haré la polenta”.
Un domingo de una llovizna muy suave fuimos a la casa de Giacomo y Elena. Él les sirvió de beber vino a mis padres. A mí, me dieron jugo de naranja. Después, Elena le dijo a Giacomo que preparara la mesa. Él se fue hacia la cocina, Cuando volvió, sostenía a duras penas entre sus manos un gran tablero de madera, una madera perfumada. Lo apoyó sobre la mesa. La cubría a la perfección. Había sido hecho a la medida de esa mesa. Mi padre se sonrió. Giacomo nos dijo a mi madre y a mí: “Vamos a comer polenta al modo tradicional. No la vamos a servir en platos sino sobre el tablero, que será nuestro plato común”. Elena trajo la polenta en la cacerola donde se había cocinado, de la que brotaba un vapor abundante. La fue derramando sobre el tablero y luego, con una especie de plancha de madera, la esparció de manera uniforme hasta convertirla en una lámina y de modo que cada uno de nosotros tuviera delante una buena superficie de polenta. Dijo: “Vamos a dejar que se enfríe para que tenga más consistencia. Cuando esté sólida, con el canto del tenedor, marquen los límites de lo que piensan comer. Giren la mano con fuerza y rapidez, siempre con el canto sobre la polenta, para cortar y levantar un bocado. El que corta más rápido, come más y puede invadir el territorio del vecino. ¡Es una carrera!”.
Giacomo y Elena volvieron a la cocina y regresaron con sendas cacerolas bien calientes. En una, había perdices bañadas en una salsa a la cazadora en la que se confundían las fragancias y los sabores de las hierbas del bosque Montepolesco; en la otra, también había una salsa, pero las aves estaban envueltas en lonchas de panceta gorda, es decir en aquello a lo que, años más tarde, iba a poder darle un nombre: la albardilla. Distribuyó las presas Las perdices eran las primeras del año porque días antes se había abierto la temporada de caza. El maíz de la polenta había sido cosechado hacía apenas diez días. Un lujo. Nunca más volví a comer una polenta con perdices de esa calidad y con ese protocolo. Nunca me divertí tanto en un almuerzo porque me gané la comida en carrera con los otros comensales. Nos azuzábamos a los gritos, entre risas. La trágica polenta se había convertido por el arte y la tradición de aquel matrimonio en una fiesta inolvidable.
Era el único alimento que tenían. Muchos enfermaron de pelagra por la carencia de vitaminas y proteínas
Giacomo y Elena volvieron a la cocina y regresaron con sendas cacerolas bien calientes. En una, había perdices bañadas en una salsa a la cazadora en la que se confundían las fragancias y los sabores de las hierbas del bosque Montepolesco; en la otra, también había una salsa, pero las aves estaban envueltas en lonchas de panceta gorda, es decir en aquello a lo que, años más tarde, iba a poder darle un nombre: la albardilla. Distribuyó las presas Las perdices eran las primeras del año porque días antes se había abierto la temporada de caza. El maíz de la polenta había sido cosechado hacía apenas diez días. Un lujo. Nunca más volví a comer una polenta con perdices de esa calidad y con ese protocolo. Nunca me divertí tanto en un almuerzo porque me gané la comida en carrera con los otros comensales. Nos azuzábamos a los gritos, entre risas. La trágica polenta se había convertido por el arte y la tradición de aquel matrimonio en una fiesta inolvidable.
Era el único alimento que tenían. Muchos enfermaron de pelagra por la carencia de vitaminas y proteínas
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