La máquina de febrero, de Yamila Bêgné
Un mes llenos de premoniciones
En La máquina de febrero, novela de Yamila Bêgné (Buenos Aires, 1983), se dice que ese mes es “una mezcla de energía y desconsuelo, el mes después del apocalipsis”. Y es verdad que es volátil: es el único que no tiene una cantidad fija de días pero además, al menos en condiciones normales, constituye una difusa transición entre la anestesia veraniega y el comienzo verdadero del año.
La elección de febrero parece remitir entonces a la búsqueda de un escenario permeable a cierto extrañamiento o incluso una puerta de acceso a lo fantástico que, más que lo imposible, conjuga lo incierto. La vacilación impregna incluso el sistema de los protagonistas, dos parejas bastante simétricas: la de Mirna y Norberto, que se conocen en un viaje en micro de treinta horas y ven cómo fluye el vínculo hasta que llega un gran obstáculo, y la de Julia y Fernando, que deciden separarse en un viaje a las sierras, similar al del notable cuento “La tumba del famoso poeta” de Margaret Atwood.
En el medio, una serie de premoniciones circulares vinculadas a un sistema numérico que, como explica el epílogo, ha venido unificando disciplinas tan diversas como la matemática, la música y la pintura.
Sin embargo, lo más interesante de la novela radica en la búsqueda de su propia forma. Además de las obsesiones lúdicas al estilo Oulipo de algunos de los personajes por palabras con la letra “F”, La máquina de febrero es un dispositivo similar a una persiana que juega de manera inteligente con los intersticios, con lo que deja y no deja ver. En efecto, en el libro todo pasa por el filtro de la luz: no solo por la gama de colores que hace convivir el blanco de los hospitales y el gris de la muerte con violetas, amarillos y magentas. También por su configuración óptica de la realidad: caminos que solo se dejan ver por los contornos de las luces, certezas que son fulgurantes, un cielo anaranjado “como una membrana hecha de luz”, un llanto que se vuelve fucsia y una Santa Rita que se percibe por sus destellos.
El sentido del ritmo no solo es musical sino también visual; es decir, depende también de ese gran tablero general que brilla aun en ausencia. Porque a diferencia de otros relatos argentinos contemporáneos que parecen tener un exceso de confianza en la improvisación, La máquina de febrero es una novela pulida, bien trabajada, que despliega una a una las intermitencias de un mes que tiene mucho de espejismo.
La máquina de febrero
Por Yamila Bêgné
Leteo
244 páginas
$780
En el medio, una serie de premoniciones circulares vinculadas a un sistema numérico que, como explica el epílogo, ha venido unificando disciplinas tan diversas como la matemática, la música y la pintura.
Sin embargo, lo más interesante de la novela radica en la búsqueda de su propia forma. Además de las obsesiones lúdicas al estilo Oulipo de algunos de los personajes por palabras con la letra “F”, La máquina de febrero es un dispositivo similar a una persiana que juega de manera inteligente con los intersticios, con lo que deja y no deja ver. En efecto, en el libro todo pasa por el filtro de la luz: no solo por la gama de colores que hace convivir el blanco de los hospitales y el gris de la muerte con violetas, amarillos y magentas. También por su configuración óptica de la realidad: caminos que solo se dejan ver por los contornos de las luces, certezas que son fulgurantes, un cielo anaranjado “como una membrana hecha de luz”, un llanto que se vuelve fucsia y una Santa Rita que se percibe por sus destellos.
El sentido del ritmo no solo es musical sino también visual; es decir, depende también de ese gran tablero general que brilla aun en ausencia. Porque a diferencia de otros relatos argentinos contemporáneos que parecen tener un exceso de confianza en la improvisación, La máquina de febrero es una novela pulida, bien trabajada, que despliega una a una las intermitencias de un mes que tiene mucho de espejismo.
La máquina de febrero
Por Yamila Bêgné
Leteo
244 páginas
$780
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