jueves, 15 de abril de 2021

ESTÁ Y GOZA DE BUENA SALUD...CERRARLA NO ESTÁ EN LOS TERMOS KK..KK..


No siempre existió la grieta, pero eso no significa que no exista ahora

Sabrina Ajmechet

No siempre existió la grieta. Si bien no es un fenómeno nuevo, tampoco es una experiencia, como a veces se insinúa, que se inventó en tiempos de la Revolución de Mayo y viene marcando a la Argentina desde unitarios/federales hasta la actualidad.
Quienes encuentran allí un origen y lo proyectan al presente ignoran dos cuestiones. En primer lugar, que en tiempos de unitarios y federales no encontramos una división entre dos bloques monolíticos. En segundo lugar, que las divisiones políticas existentes en aquel momento no funcionaban como ordenadoras de las diversas experiencias cotidianas de los ciudadanos, ni en sus experiencias públicas ni mucho menos en sus ámbitos privados.
La existencia de unitarios y federales, más allá de los personajes más activos, no implicó alineamientos automáticos generalizados ni tampoco la producción de razonamientos comunes a partir de la posición partidaria. Sí existió un ejercicio de oposición: se enfrentaron diversos proyectos. Pero es erróneo considerar que toda oposición se constituye en forma de grieta. Por eso mismo también resulta inadecuado hablar de grieta en el mundo de realistas y patriotas o en el de roquistas y antirroquistas. Si bien en todos esos momentos existieron modelos divergentes que provocaron enfrentamientos, estos no funcionaron como ordenadores automáticos de gran parte de las experiencias cotidianas de la población.
Durante el siglo XX encontramos momentos en los que la idea de grieta mostró similitudes a nuestra experiencia actual. Hipólito Yrigoyen y sus seguidores se identificaron a sí mismos como la causa y se definieron en contra de todo lo malo, aquello que denominaron “el régimen”. Juan Perón hablaba de pueblo y antipueblo, Eva Perón prefería referirse a los descamisados y a la oligarquía. En ninguno de los dos casos estos apelativos respondían a una visión clasista, no importaba el dinero o la posición en la sociedad, lo que definía a los otros ser antipueblo u oligarquía era su rechazo al peronismo.
 Con sus diferencias y particularidades, tanto en el yrigoyenismo como en el peronismo, podemos identificar una creación identitaria que superó el ámbito específico de lo político y permeó otras dimensiones sociales de la población.
Con la llegada de 1983, todos nos volvimos democráticos. Después de décadas de inestabilidad política, proscripciones y golpes, los ciudadanos argentinos entendimos que todo debía ser por dentro de la democracia y nada por fuera. En tiempos tan agrietados como los actuales solemos perder de vista este gran acuerdo común al que hemos llegado como sociedad, posiblemente el aprendizaje más claro que la Argentina ha hecho en su vida política.
Con la restauración de la democracia, se sucedieron gobiernos en los que hubo oficialismo y oposición, pero lo cierto es que hasta el kirchnerismo –hasta la crisis del campo, para ser más precisos–, la sociedad no se pensó a sí misma como dividida en dos partes absolutas, autónomas e irreconciliables. Algunas personas votaban a un partido, otras preferían a otros.
Pero aquello que uno votaba no decía demasiado sobre lo que uno era. El mundo político y el mundo personal estaban mucho más separados que ahora y, para la mayor parte de la ciudadanía, el voto era una expresión en una decisión puntual, no una identidad.
Por otro lado, la moral no se confundía con la política y esto era así porque no dominaba el esquema amigo/enemigo. Cuando entramos dentro de este paradigma, todo lo que uno cree está bien y hay que defenderlo a muerte y todo lo que el otro representa hay que eliminarlo. Que la política no fuera pensada de modo agonal no significaba que no hubiera diferentes proyectos enfrentados y que cada cual hiciera todos los esfuerzos para imponer el propio.
La elección entre el esquema amigo/enemigo y el de adversarios tiene consecuencias prácticas sobre la sociedad que se construye. Estas materializaciones se explican, en primer término, de forma conceptual. Si dividimos el mundo en dos y de un lado está todo lo bueno y del otro todo lo malo, no hay ninguna razón por la que se justifique la existencia de quien piensa o desea algo diferente, ya que es la encarnación del mal. Si se consagra en el imaginario que existe un conductor que asegura el bien común, aquellos que están en contra del conductor no solo están en contra de él, sino también del bien común. Eso fue lo que se dijo de los opositores durante el primer peronismo y, a partir de aquella concepción, se justificó su exclusión de la comunidad política. En cambio, en un esquema de adversarios políticos, cada uno defiende su proyecto sin que eso lo lleve a considerarse el único legítimo ni tampoco el representante del todo.
Lo distintivo de nuestro presente es que es posible –con una chance alta de acertar– saber qué piensa sobre determinados temas una persona a partir de su ubicación en un lado u otro de la grieta.
 Si imaginamos a una persona que durante 2020 impulsó la vuelta a la presencialidad en las escuelas y este fin de semana se expresa a favor de mayor testeo y rastreo y en contra de los cierres con remembranza a cuarentena, ¿acaso tendremos dudas de que esta persona es antikirchnerista? Eso es vivir en una grieta: que las diferentes elecciones sociales estén definidas y se expresen de forma certera a partir de cómo votamos.
La grieta no estuvo siempre, pero eso no quiere decir, como algunos gustan imaginar, que no exista ahora. La forma particular que toma el orden político en estas circunstancias es sumamente complejo y no es sencillo de resolver, ni con la voluntad ni con recetas ingenuas. La idea de dejar de lado las diferencias y el pasado para afrontar unidos el futuro es insuficiente para trabajar sobre la realidad de un esquema como el que hoy vive la Argentina: puestos a imaginar el porvenir, la grieta continuará allí. No hay posibilidad de conversación entre quienes creen que la exportación de alimentos es una maldición y quienes entienden que es la base de un posible desarrollo sustentable. ¿El lawfare es una estrategia judicial diseñada para disciplinar a los políticos que lucharon por defender los intereses del pueblo o es un artilugio semántico inventado para defender a políticos corruptos en sus causas judiciales? ¿Se puede cuestionar la inviolabilidad de la propiedad privada? ¿Es virtuoso que, en determinadas circunstancias, dejemos de lado la división de poderes y uno de ellos se imponga sobre los otros? ¿El Estado debe ser la solución a todos los problemas? No es solo con amabilidad y buena predisposición que se van a saldar estas discusiones. En ellas hay dos miradas sobre el país que están, hace décadas, en una situación de empate. En el medio estamos los argentinos, que asistimos a un país que está cada vez peor y que no encontrará soluciones naturalizando la grieta ni tampoco negándola.

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