Desesperada carrera contra el invierno
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Francisco Olivera
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Apenas terminada la reunión, Fernando Polack, el infectólogo que encabezó en la Argentina los ensayos de la vacuna de Pfizer, se detuvo cinco minutos más delante de Alberto Fernández para insistirle sobre el proyecto que, junto con Nicolás Vaquer, director general del laboratorio en la Argentina, acababan de presentarle. Era el 10 de julio, estaban en la quinta de Olivos, el temido “pico de la pandemia” no había llegado todavía y Polack tenía la sensación de que el Presidente no les estaba prestando la suficiente atención. Le habló entonces aparte y le insistió en la magnitud de aquella apuesta, en las ventajas inmunológicas que prometía la estructura de la vacuna y, lo más relevante, en las condiciones que incluía aquel pliego preliminar: si las pruebas tenían éxito, algo entonces incierto, el laboratorio podría ofrecerle al país entre 10 y 20 millones de dosis. Hasta cinco veces más de lo que el Gobierno ha podido aplicar hasta hoy, nueve meses después de aquel encuentro.


La Argentina está ahora obligada a remontar esos meses perdidos. Aunque el próximo invierno no vaya a ser, según las proyecciones de los infectólogos, el que el Gobierno esperaba. El año pasado tampoco había certezas, pero sí mayor optimismo en cuanto a los plazos y al modo de contener la pandemia. En septiembre, por ejemplo, todavía en plena cuarentena estricta en la provincia de Buenos Aires, Daniel Gollán, ministro de Salud de Kicillof, exhortaba a tener paciencia porque confiaba en que las condiciones de 2021 serían completamente distintas. “Uno no está planteando una situación que se va a repetir el año que viene, el otro, el otro, no –le dijo Gollán entonces al periodista Ignacio Girón, en CNN Radio–. Esto es algo que nos pasa en la humanidad cada cien años. Tenemos una vacuna a la vista..., es excepcional. También hay que tomar medidas excepcionales para situaciones extraordinarias que se dan cada tanto y tanto tiempo, ¿no? Ya vamos a tener, seguramente, el año que viene, va a ser otro invierno, va a ser otro verano, vamos a volver a hacer una vida mucho más normal seguro”.

La suerte argentina depende entonces de lo único que el Gobierno puede modificar al respecto, que es la adquisición de vacunas. Es entendible que Cristina Kirchner haya aprovechado la escasez para un gesto de geopolítica, agradecerles a sus aliados Rusia y China el envío de dosis que, sin embargo, no alcanzarán todavía a cubrir todas las necesidades sanitarias. La previsión es sin embargo recibir semanalmente nuevas Sputnik V y, también de manera gradual, otros tres millones de Sinopharm en tres aviones de Aerolíneas Argentinas en unos 15 días. “Esto es una carrera entre el invierno y la vacuna”, definió un funcionario de la ciudad de Buenos Aires que confía en acelerar las inmunizaciones para la población de riesgo.
El apuro obliga a la Casa Rosada a postergar preocupaciones de otro tipo. El precio de cada vacuna, por ejemplo. La única razón por la que las Sinopharm llegan de a poco y no en toda la dimensión de lo acordado inicialmente con la administración de Xi Jinping, 30 millones de dosis, es que cada una cuesta 39 dólares. Cuatro veces el valor de la que ofrece, también en lotes chicos, Vladimir Putin. O diez veces la de AstraZeneca, fabricada en Escobar por mAbxience, el laboratorio de Hugo Sigman, y envasada en las instalaciones de Liomont, en México, que debería empezar a llegar entre mediados y fines de este mes. Esos suministros, más baratos y todavía en un volumen no especificado, determinarán seguramente cuánto se le encarga finalmente a Sinopharm. Por ahora, como dijo Carla Vizzotti, la mayor parte de esas vacunas están en China.
Pero la urgencia también le quita relevancia a la ideología del proveedor. Lo sabe hasta la asesora Cecilia Nicolini, elogiada públicamente por Cristina Kirchner por haber encabezado las negociaciones con el Instituto Gamaleya en Moscú y abocada ahora a conversaciones con Johnson & Johnson. Un laboratorio tan norteamericano como Disney, donde “Néstor disfrutaba como un chico”. En el Gobierno confían en que comprar esa vacuna, todavía no aprobada por la Anmat, será menos arduo que en el caso Pfizer porque esta empresa no parece interponer condiciones tan estrictas.
A veces las exigencias dependen de cada cultura corporativa: incluso si hubiera convencido a Alberto Fernández en aquella reunión y ya estuvieran en el país 20 millones de dosis, el propio Polack debería esperar a que se vacunara el último argentino antes de aplicarse él mismo aquí la de Pfizer. Son reglas internacionales de compliance, es decir, respeto y cumplimiento de reglas y transparencia. En el país de los vacunados vip parece un dialecto extraño: el desencuentro estaba cantado.
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