Todos contra todos en el juego del poder
— por Héctor M. Guyot
En medio de una crisis profunda, cuando casi todo es incertidumbre, la escena política argentina es un páramo en ideas. Se escuchan, aquí y allá, conceptos vagos que no alcanzan para sacar al país del pozo ni para alentar un debate sobre el rumbo a seguir. La ausencia de discusiones de fondo y de proyectos que vayan más allá de la mera consigna ideológica profundiza la sensación de estancamiento. No hay horizonte. Estamos de viaje a ninguna parte o, peor, nos hundimos insensiblemente en las arenas movedizas de un presente astillado. Sin embargo, la dirigencia política se mira el ombligo, enfrascada en la lucha por las candidaturas. Limitada a la pelea por el poder, la política se vacía de contenido. Todo se reduce a una serie de hostilidades cruzadas sin ninguna sustancia, a una guerra de declaraciones que la prensa reproduce y que acaba por reflejar la concepción agonal de la política en la que estamos atrapados. Es un “todos contra todos”. En el juego del poder, el país queda relegado, y lo mismo esa mitad de la sociedad que necesita de la acción política para acceder a condiciones que le permitan salir de la pobreza. El espectáculo de las peleas por las candidaturas alimenta el descreimiento de la gente. Pierde la democracia, gana la antipolítica.
Los ataques cruzados dentro del oficialismo exhiben contradicciones cifradas en el origen de un acuerdo en el que los socios, en un alarde de cinismo, se tragaron lo que pensaban los unos de los otros para expresar exactamente lo contrario. Eso no podía durar. Los problemas de personalidad múltiple del Frente de Todos, trasladados al Gobierno, dan lugar a batallas entre miembros de una inverosímil coalición donde sobran los agravios (“mezquino”, “ingrato”, “irresponsable”) y los desplantes. Esos enfrentamientos, sin embargo, solo conducen a la impotencia. Alberto Fernández y Cristina Kirchner libran una sorda guerra de los Roses. Los contendientes se detestan, pero se necesitan. Están abrazados al borde del abismo. Si cae uno, se lleva consigo al otro. Lo raro en este matrimonio tóxico es la forma en que, imperceptiblemente, se fueron invirtiendo los términos de la relación. El débil pasó a ganar fuerza. La obtuvo recostándose en lo que mejor le sale: no hacer nada. Le alcanza con mantener vigente lo que al principio parecía una humorada o el recurso extremo de un presidente desahuciado: su aspiración a un segundo mandato.
De allí para abajo, el peronismo territorial está atravesado por pujas internas que reproducen el ensamble imposible de este cuarto gobierno kirdebería chnerista, que en dulce montón integra a La Cámpora, el cristinismo acérrimo, el massismo, los movimientos sociales, el sindicalismo y un albertismo reducido a (parte de) la Casa Rosada. Pablo Moyano, súbito agente de la concordia, dijo que la gente está “podrida” de peleas dentro del Gobierno. “Es un cambalache, no nos conduce ni el presidente del PJ nacional [Alberto Fernández] ni el del provincial [Máximo Kirchner]”. Ahora el Presidente se avino a conformar una “mesa de articulación política” para mantener una tregua. Primero articular su propia gestión. Es cierto, el peronismo no tiene candidato. Pero, signado por sus propias incoherencias, tampoco tiene un gobierno.
En lugar de ofrecer a la ciudadanía un contraste con el cuadro oficialista, la oposición reproduce a su manera el síndrome de las disputas internas. Y no por las ideas, sino por las candidaturas. Los viajes a La Meca de Cumelén para volver con la consabida foto hablan de una concepción vieja de la política y de una apuesta superficial al marketing, cuando se necesitan liderazgos que encarnen el anhelo de un proyecto colectivo basado, precisamente, en la convivencia democrática. Más allá de la natural competencia interna en un año electoral, Juntos por el Cambio ganaría credibilidad si demostrara cabalmente que hay otro modo de hacer política.
La combatividad debería quedar reservada para oponerse al kirchnerismo cada vez que intenta avanzar sobre las instituciones. Esto, al contrario de lo que se repite, no es polarizar. Al revés. Es estar a favor del diálogo, en tanto se sale en defensa de los presupuestos que lo hacen posible, como la ley y la Constitución, cuando son atacados.
En este sentido, el uso del término “grieta” para describir la distancia entre oficialismo y oposición juega a favor de la polarización que busca el kirchnerismo, en tanto se basa en la errada presunción de que de uno y otro lado hay dos contendientes simétricamente opuestos que se niegan mutuamente. Sin embargo, cuando se reacciona en defensa del Estado de Derecho ante un ataque del oficialismo, no necesariamente se va en contra de una idea o una persona, sino de una práctica destructiva del sistema que, aun con sus defectos, nos permite convivir y nos preserva de los abusos de poder. ¿Quién podría, por ejemplo, equiparar a Rusia y a Ucrania? No viene mal recordarlo ahora, cuando el kirchnerismo avanza con la mascarada del juicio político a los miembros de la Corte Suprema. Iniciativa que, por cierto, une a un gobierno desunido.
Cuando se reacciona en defensa del Estado de Derecho ante un ataque del oficialismo, no se va en contra de una idea, sino de una práctica destructiva
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