domingo, 1 de mayo de 2016
MARCAS SOSLAYADAS QUE DICEN MUCHO
Es común que en los negocios de libros usados el ejemplar con huellas de lectores anteriores tienda a valer menos. "¡Ojo! Con marcas." Así se lee a veces en la primera página, arriba o debajo del precio. La advertencia es sensata: muy pocos tienen ganas de hacer el esfuerzo de que su lectura trabaje para torcer aquella que sugieren las marcas dejadas por la ajena. Sin embargo, esas marcas nos pueden obligar, involuntariamente respecto de nuestro propio control, a una lectura menos personalmente interesada: a leer lo que otro quiso leer y nosotros pasaríamos por alto. Nos obligan a leer con otros ojos.
Revisaba hace no más de cinco días la obra de un poeta menor alemán. La edición es del siglo XIX, fue reencuadernada, pero no tiene Ex Libris alguno, y no sé por lo tanto quién (quiénes) la poseyó antes que yo. Lo único que conozco de él son sus marcas, aunque debería aquí corregirme enseguida: su marca, su única marca. En las casi 3000 páginas repartidas en seis volúmenes de lírica sentimental no encontré más que una rayita (casi un guión) tímida pero enérgica, en un lápiz de trazo duro, diría que de 2H para arriba, suficiente para marcar el papel como una aguja.
El verso señalado dice: "Desiertos y yermos parecen ahora los planes vanos de la juventud". La señalización de ese verso era casi una variedad de la autobiografía, la autobiografía de alguien de quien nunca conoceré siquiera su nombre, pero que, sin saberlo y posiblemente sin quererlo, puso su corazón al desnudo. La autobiografía de nadie. Me sentí por un momento el único depositario de su secreto, pero ¿qué hacer con él? ¿De qué sirve conocer un secreto si no sabemos a quién revela? Y, además, lo que el fracaso de ese verso dejaba entrever, ¿era algo propio o ajeno? Más todavía: ¿era realmente un fracaso?
No sé cuál será el destino de mi biblioteca de acá a cien, ciento cincuenta años, pero sospecho que esa marca anónima se confundirá finalmente con mis marcas, y se me terminará atribuyendo ese fracaso ajeno, como si ya no tuviera suficiente con el propio, que, como modestísima contraprestación del malentendido, quede tal vez disimulado detrás del otro.
Más que en lo leído, el lector se revela en estos usos caprichosos o instrumentales que hace de los libros. Nada lo delata más íntimamente que los subrayados, la marginalia, las citas que entresaca.
El lector compulsivo que subraya y copia frases para sí mismo en las portadas, guardas y portadillas prefiere que nadie más descubra esos rastros, que, además, delatan una voluntad de escritura.
Si se presta el libro, el pudor obliga a borrar las huellas de la lectura para no quedar intelectualmente desnudo delante de terceros. ¿Quién querría alentar especulaciones sobre las causas que llevaron a insistir en esa determinada frase o en ese determinado verso? Suelo usar el lápiz, pero ocasionalmente recurro a la tinta, y entonces el libro se convierte en un libro tatuado.
El subrayado y la cita no son solamente estrategias de lectura; son también una variedad mínima, y muy privada, de la autobiografía. Las señales que dejamos en los libros son nuestras señas de identidad.
Por eso, las dos o tres veces que me invitaron generosamente a mostrar en público las marcas de mis libros, me resultó difícil poder decir algo. Salí del paso como pude, pero en el fondo el individuo que se me revelaba era demasiado conocido y demasiado lejano. Tan lejano como podía serlo aquel que marcó el verso sobre los planes perdidos de la juventud: no era yo entonces, pero terminó pareciéndose a mí.
Pocas veces el pasado recibió tan poca atención, y no hablo del vintage ni del que algunos encuentran políticamente servil. Nadie quiere acordarse de lo que se hizo bien -quien lo hiciera se expondría acaso al peligro de darse cuenta de cuánto atrasa a veces- ni buscar en ese pasado cómo, a partir de él, deberían seguir haciéndose las cosas. Daniel Guebel me dijo una vez que Ian McEwan había dicho que sólo leía a los amigos y a los muertos.
A esta altura, yo no hago algo muy distinto. Tengo todo el pasado por delante, lo que no deja de ser un gran futuro. Entre todos los muertos del pasado está también el muerto que marcó el libro del muerto al que leo.
P. G.
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