domingo, 1 de mayo de 2016

PARTE IMPORTANTE DE NUESTRA HISTORIA; LOS GAUCHOS JUDÍOS....VISITÁ MOISÉS VILLE


En una fría madrugada de abril de 1897 -la fecha exacta permanece en la bruma de la historia-, cuando acababa de terminar la Pascua, mi tatarabuelo, el rabino Mordejai Reuben Hacohen Sinay, dejó la colonia de Moisés Ville para iniciar una misión larga y peligrosa. Junto a dos compañeros (Nute Gruer y Abraham Braunstein), con una carta firmada por varios colonos que certificaba la tarea, viajó primero hacia Buenos Aires y, desde ahí, hacia París. El objetivo: llegar a las oficinas centrales de la Jewish Colonization Association y entrevistarse con el director, Sigmund Sonnenfeld, para pedirle que el administrador de Moisés Ville fuera desplazado de su cargo. Los cultivos no rendían y los colonos no podían pagar las cuotas por la tierra, pero la administración no les daba respiro. Luego de la muerte del barón de Hirsch -el filántropo alemán que utilizó su incalculable fortuna para dirigir a miles de judíos rusos oprimidos por el zar hacia tierras americanas-, una silenciosa rebelión había crecido hasta cobrar forma.

Mi tatarabuelo, que había nacido en el pueblo de Augustów en 1850, había llegado a Moisés Ville en 1894 de la mano del barón para fundar una escuela e iniciar la vida cultural del sitio. Moisés Ville había sido fundada en 1889 por unos 800 inmigrantes "náufragos" del sistema de colonias que terminaron en esas tierras santafecinas sin proponérselo -sí: ésa es otra historia-, y los primeros años de vida de este pueblo mágico fueron como una odisea en la que se entremezclaban las pampas, los gringos, los gauchos y el sueño por un suelo nuevo, un suelo americano, fértil y libre llamado Argentina.
Con el correr del siglo, mi familia se fue despojando de la religiosidad a través de las generaciones: tataranieto de un rabino, yo mismo no sé demasiado sobre las celebraciones judías y su liturgia. Hoy, mientras estoy de viaje en otras tierras americanas, mi abuela Mañe, una mujer de 94 años que nos mira con la placidez de sus ojos ya grises, preside la celebración de la Pascua, y mi papá y mi tío, con sus esposas, la acompañan alrededor de -imagino- varios platos de comida. Es un rito sencillo: la reunión vale por sí misma.




Conocí Moisés Ville hace unos años, cuando encontré un artículo escrito por mi bisabuelo -el hijo del rabino: periodista- sobre 22 homicidios ocurridos en la colonia. Retomé la pista y los investigué largamente; luego escribí un libro, Los crímenes de Moisés Ville: Una historia de gauchos y judíos. La Moisés Ville en la que yo caminé no tiene nada que ver con la de la rebelión ni la de los asesinatos: está poblada por gente entrañable, que vive en paz y que honra su historia. Celebra, en octubre, la Fiesta Provincial de la Integración Cultural, con la que evoca la amistad entre paisanos y gringos, y no pierde oportunidad para contar cómo fue que un pueblito en el medio de la pampa se convirtió en la puerta de entrada al país para miles.
En esta Moisés Ville ya se olvidó que allá en París, en 1897, mi tatarabuelo y sus compañeros no lograron nada. "Cuando uno va a pedir algo, se arriesga a que le digan que no", les dijo el director de la Association. Y tuvieron que volver con las manos vacías, sin imaginar que algún tiempo después la policía de San Cristóbal llegaría a la colonia para arrestar a otros colonos y derrotar a la rebelión. Gruer fue echado de su chacra y se exilió en Hersilia. Braunstein, según crónicas de la época, debió cargar con un revólver por su seguridad personal.

 Y el rabino deambuló predicando contra la administración por otras colonias hasta que se asentó en Buenos Aires, donde murió en 1918. Su hijo, de 20 años, fundó aquí un diario escrito en ídish, Der Viderkol. Fue en 1898. El primer número salió en Pascua.
Autor de Los crímenes de Moisés Ville

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Moisés Ville: el Pésaj, en el rincón de los gauchos judíos
Fue la primera colonia agraria judía de América del Sur y lo proponen como Patrimonio Mundial; aún se conservan tradiciones
La entrada al pueblo forjado por inmigrantes en el siglo XIX. Foto: Marcelo Manera
MOISÉS VILLE.- Un coro de música hebrea irrumpe desde la sinagoga Barón Hirsch y quiebra el silencio de este pueblo de campo conocido como la pequeña Jerusalén de la Argentina. Ésta es la primera colonia judía agraria de América del Sur y es el último de los sitios nacionales propuestos como Patrimonio Mundial ante la Unesco.



Es Pésaj, o Pascua, una celebración que dura una semana y arrancó el viernes último; por eso hay música en este pueblo de 2400 habitantes perdido en la pampa húmeda, al oeste de Santa Fe, que conserva tres sinagogas; dos bibliotecas con libros en hebreo, ídish y ruso; una escuela y un seminario de maestros hebreos; un hospital judío, y el primer cementerio israelita de la Argentina. El cementerio está cerrado en los días de fiesta. También lo está el museo, que lleva el nombre del primer rabino que llegó a estas tierras, Aarón Goldman.



En los hogares las mujeres preparan la cena del Séder, una de las celebraciones de Pésaj. Y los paisanos buscan su kipá para ir a la sinagoga. Por la noche todas las familias se reunirán para celebrar la libertad del pueblo judío de la esclavitud, una costumbre milenaria que aún se conserva.
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En la puerta de la sinagoga, construida en 1890, el maestro Luis Liebenbuk saluda a los paisanos que llegan: "Shabat Shalom". Las maestras -o morot- del pueblo y los paisanos, descendientes de los primeros colonos judíos que llegaron desde Ucrania en 1889, dialogan en hebreo. Los judíos practicantes son hoy minoría en el pueblo. Pero sus costumbres y sus tradiciones aún signan la vida de toda la colonia. Hasta las calles dan cuenta de esta historia: Estado de Israel y Teodoro Herzl es el nombre de una esquina pueblerina.



Cerca de allí, a un paso de las primeras viviendas comunitarias, está la casa de Alberto Lind. "Beto", como lo conocen todos, no va a la sinagoga. Pero su educación judía le sirve para ganarse la vida: en su bicicletería esculpe con paciencia de artesano las lápidas grabadas en hebreo. Aprendió el antiguo idioma en la escuela Iahadut.
Eva, Judit y Ester son maestras. O morot. Ellas forman parte de la comunidad que conserva el patrimonio postulado en 2015 ante la Unesco por el Centro Simon Wiesenthal. Las tres fueron a la escuela Iahadut y al seminario hebreo. Ester tiene llaves de la biblioteca, que alberga libros en ídish, ruso y hebreo consultados por visitantes del mundo entero, y del teatro Kadima, una sala para 500 personas que fue parte del proyecto cultural de los primeros colonos.



Abraham Kanzepolsky vive justo frente a la sinagoga Barón Hirsch, donde se canta y se reza en hebreo. Abraham, o Ingue ("pibe"), tiene 85 años. Su padre y su abuelo llegaron a principios del siglo XIX. Él se crió en el campo, allá donde las 136 familias originales provenientes de Ucrania en 1889 tuvieron las primeras tierras a través de la Jewish Colonization Association. "Todos hablábamos en ídish", dice Abraham, sentado junto al samovar que sus padres trajeron desde Europa del Este.
Hábitos heredados

Los vínculos con los antepasados son fuertes. Y están presentes en cada casa judía. Eva, la directora del museo, tiene en su casa un samovar que trajo su abuela rusa, Jashe Migdalevich. "Primero tomaban té con un terrón de azúcar en la boca. Luego lo usaron para tomar mate con los gauchos. Fue la primera manera de comunicarse, ya que no compartían el idioma", relata la mujer que hizo un inmenso trabajo para preservar documentos históricos.



Eva no sólo conserva el samovar. También, las tradiciones de sus abuelos. El día de Pésaj preparó una cena de Séder que consta de sopa con kneidalaj, un plato con verduras amargas -para recordar la amargura de la esclavitud-; papa, que simboliza la rudeza del trato recibido en el cautiverio; huevo, que recuerda la tristeza por la salida del templo; lechuga, que representa el paso de la esclavitud a la libertad, y carne. La ceremonia, relata Eva, se completa con el relato del Hagadá, narración de la esclavitud y la liberación del pueblo hebreo en Egipto.



Luis Liebenbuk, el maestro hebreo, recrea el Hagadá con su familia. Los hijos varones preguntan por qué esta noche es distinta. Y el padre cuenta la larga historia, que incluye las 10 plagas que sufrió el pueblo de Egipto, y luego se alaba a Dios por la salida de la esclavitud. Es un rito que se vive con intensidad aquí, en la ciudad de Moisés, en el medio del campo argentino.

M. J. L. 

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