miércoles, 14 de febrero de 2018

RODOLFO VALENTINO...LA PÁGINA DE ALFREDO SERRA


La breve, extraña y gloriosa vida del primer sex symbol de la historia del cine que enamoró a millones de mujeres Rodolfo Valentino fue un inmigrante italiano pobre y sin rumbo que solo necesitó siete películas mudas para alcanzar la eternidad. Una historia de amores, asesinatos y escándalos sexuales
En una de las memorables escenas del film Sunset Boulevard, 1950, escrita y dirigida por Billy Wilder –un guión modelo, insuperable–, Norma Desmond, una estrella olvidada del cine mudo encarnada por Gloria Swanson, le muestra su opulenta y opresiva mansión a Joe Gillis (William Holden), un guionista acosado por el fracaso y las deudas, y en el centro de un salón interminable, le dice: "En este piso bailó Valentino".

Esas palabras suenan a leyenda, a ídolo, a semidiós… pero ya carecen de sentido en 1950, año en que también sucede la acción, porque hace medio siglo que nadie pronuncia ese nombre…
De origen italiano, nació con el nombre
Rodolfo Alonso Guglielmi di Valentine
Y menos hoy, siglo XXI, cuando Valentino —seudónimo del lombardo de 85 años Clemente Ludovico Garavani— es todavía, aunque en cuarteles de invierno, sello dorado de la alta moda.
Sin embargo, ningún sosías ni decenas de almanaques ajados decretarán el ocaso, la muerte definitiva de Rodolfo Valentino, ni siquiera en estos años de efectos especiales y películas vertiginosas y atronadoras… con tanto ruido y tan pocas nueces.
Rodolfo Valentino, con solo 7 películas conquistó el mundo
Porque Rodolfo Valentino pasó brevemente por este mundo, pero su escudo heráldico de celuloide señala que fue —¡nada menos!— que el primer sex-symbol de ese maravilloso juguete que presentaron en París, en 1895, los hermanos Auguste y Louis Lumière…

Nació como Rodolfo Alonso Guglielmi di Valentine en Castellaneta, un casi ignoto punto en el golfo de Tarento, al sur de Italia, el 6 de mayo de 1895: curiosa sincronía; dos meses después de aquel asombro parisino que los hermanos llamaron cinematographe…
Familia pobre y con mezcla de remotas sangres: esa tierra fue arrasada por bárbaros, germanos, sarracenos, hordas bestiales, ávidas de oro, violadoras de cuerpos y almas, y acaso una gota le llegó a ese chico mimado, problemático, mal alumno, que apenas logró, por impulso de su madre, un título de agricultor…
“El Sheik”, la película que lo convirtió en una estrella
A sus 17 años —corría 1912— trepó a un barco y, cobijado en tercera clase, recaló en Marsella y no tardó en alcanzar París, ya en los estertores de la Belle Epoque, del Art Noveau, del refinamiento que demolerían los cañones, la metralla y los gases venenosos de la primera gran guerra.
Tarambana si los hubo, no tardó de dejar sus bolsillos a cero, llamar a su madre pidiendo socorro y retornar a la miserable aldea primigenia, que por entonces no llegaba al centenar de almas…
Pero así como el cartero llama dos veces, nuestro pequeño y perdedor antihéroe, incapaz de tarea alguna, un good for nothing a la italiana, logró que unos tíos lo mandaran a los Estados Unidos, el nuevo Eldorado, la Meca de las oportunidades…
Poco logró. Exhausto su último dólar, vivió y durmió en las estridentes calles pobladas de inmigrantes, trabajó como jardinero, mozo, etcétera… hasta que se atrevió al gran primer paso: bailarín y gigoló sin límites de sexo y condición…

Y el sexo fue su primera gran palanca. Un día entre los días —o mejor: una noche entre las noches— se lió con la aristócrata chilena Blanca Errázuriz, llamada también por el muy sonoro e imponente Bianca de Saulles, su apellido marital.
¿Hubo cama? ¿Avergonzaron al caballero Saulles? Nunca se supo. Pero poco después ella se divorció… ¡alegando infidelidad!, y respaldada en el pleito… por su amigo Guglielmi.
Todo parecía resuelto por muy civilizadas vías administrativas civiles… pero Satán metió la cola, y corrió sangre: Blanca le arrancó la vida a su ex marido de un certero balazo en el medio del pecho. Y por cierto, la prensa no omitió mencionar en su crónica roja la posible influencia de "ese joven aventurero de pasado desconocido que no parece ajeno al grave hecho de sangre": literatura periodística de aquellos tiempos…
Fue, para el hijo de Castellaneta, hora de poner los pies en Polvorosa. Arrumbó su Guglielmi, decidió llamarse Rodolfo Valentino, enfiló su proa a Hollywood (desde donde llegaban ecos de opulencia), se unió allí a la gira de una compañía de opereta como bailarín, y en la modesta escala de Utah hizo su escueta valija y se lanzó a San Francisco. Conoció a un actor, Norman Kerry, que le abrió los ojos:
—¿Por qué no probás con el cine?
Desde luego, cine todavía mudo…
Y allá fue, hacia las cámaras, hacia el mundo donde el galán, el ídolo, el espadachín imbatible, el amante de todas las mujeres de la tierra era Douglas Fairbanks, el de los irresistibles ojos azules…
Los pininos de Rodolfo, o Rudolf, como también firmaba, fueron obvios: indio del montón, gángster de los que siempre mueren, parroquiano en una pelea de bar…
Sin embargo, la Providencia, en la ropa y la sagacidad de la guionista June Mathis, tiró dos dados que sumaron siete: ganadores. Lo estudió de arriba abajo. Ojos verdes, cuerpo de bailarín ("piernas de tango", pensó), un cierto aire exótico indefinible… pero perfecto para una de las grandes películas de esa temporada de 1921: Los cuatro jinetes del Apocalipsis, dirigida por Rex Ingram y con guión del escritor español Vicente Blasco Ibáñez, gran perpetrador de melodramas arrasadores. Por caso, Sangre y arena, La barraca, Cañas y barro…, seguros gatillos de lágrimas y gargantas oprimidas.

Como era de imaginar, Los cuatro jinetes… fue un taquillazo, y Valentino, el nuevo semidiós de mirada matadora, desde luego potenciada por generosos baños de rimmel, y un aire de misterio que sería el botón de arranque del seductor por antonomasia…
Le bastaron siete películas —número cabalístico— para convertirlo no solo en el primer sex symbol del cine: también en su primer monstruo sagrado.
En ese 1921, además del tostón de Blasco Ibáñez, filmó Camille, El Sheik —su gran suceso: no hubo dama made in USA que no soñara con ser arrastrada a su carpa en ese desierto de papel maché—, Sangre y arena, Monsieur Beaucaire, Águila negra y (of course!) El hijo del Sheik.
Torero en “Sangre y arena”
Siete películas entre 1921 y 1926: una de las carreras más cortas y fulmíneas de la historia de la pantalla de plata, y pagada a precio sideral: dos mil dólares por semana… cuando el salario de un obrero rondaba los ciento veinte.
Pero a fama en oleadas, ataques ídem. Una nota del influyente diario Chicago Tribune intentó crucificarlo: "¿Por qué no ahogamos al señor Guglielmi, alias Valentino, cuando aún estamos a tiempo? Ese tipo endeble, desnudo de la cintura para arriba, con gesto afeminado y rostro pálido embadurnado de delicados maquillajes, que baila tangos, viste de torero con aires de modelo de alta costura, es un insulto a la virilidad americana…", etcétera.
Sin embargo, esas estocadas le llegaban como meros alfilerazos… lo mismo que los escándalos amorosos. En 1919 se casó con la actriz Jean Acker, supuesta amante de su colega Alla Nazimova, que la amenazó de muerte ante el súbito abandono… Pero ese matrimonio no llegó a cumplir un mes, porque apareció en la vida del gran seductor una mujer feroz: la bailarina Natacha Rambova, que intentó ser ama y señora de la carrera, el dinero, el vestuario y hasta las indicaciones de los directores de los filmes… Una piraña que le hizo ganar millones (en un tour de baile por todo el país llegaron a ganar, entre ambos, siete mil dólares semanales), pero puso en alerta rojo su carrera…
Influencia que llegó a su fin cuando Rudolf, ya el astro más famoso del cine de su tiempo, fue contratado por el sello United Artists, y sus jefazos le prohibieron a la Rambova acercarse siquiera a los muros que rodeaban los platós…

De a poco, mientras su fama llegaba al delirio, las costumbres del ídolo entraron en extraños territorios… Se enamoró de las ciencias ocultas, y llegó a jurar que mantenía un misterioso contacto con el espíritu de un jefe indio de nombre Pluma negra. Deliraba por las joyas, por los ropajes a la última moda, por las armas antiguas… y nunca dejó de deslizarse hacia los bares gay de Nueva York y de Hollywood. Su primera mujer lo acusó de impotente, y las insidiosas cronistas de la farándula denunciaron amoríos homosexuales… Uno, el más notorio, con el actor también latino Ramón Novarro, y su frustración por no haber logrado una cita con… ¡Carlos Gardel!
Pero, con el correr del tiempo y los filmes, dejó de ser un tótem de cera adorado por millones de mujeres solo con mirar al vacío en un gran primer plano… Según directores y actores, creció como comediante, manejó sus gestos y la tensión sexual con maestría, era altamente profesional, estudiaba los guiones en inglés e italiano para no cometer errores de comprensión, y escribió algunos libros de poemas –uno, From Days Dreams–, y grabó un disco, Valentino´s Renditions, que se agotó en pocas horas.
En 1925 fue declarado, por la prensa y los estudios, como El hombre más deseado de América.
Pero esa imparable bola de nieve, de gloria, de dólares, de futuro gigantesco… terminó al mediodía del 23 de agosto de 1926, en Nueva York. Después de almorzar en una trattoria, Valentino caminó unos pasos hasta su coche, y cayó fulminado por una peritonitis seguida de una úlcera sangrante, y murió antes de llegar al hospital.
Tenía apenas 31 años.
La celebridad falleció de manera sorpresiva a los 31 años
Su funeral fue una de las marchas más dolientes de aquella época. Entre ochenta y cien mil mujeres enlutadas y lacrimosas acompañaron el ataúd, llevado, entre otros, por Douglas Fairbanks y Samuel Goldwyn.
No hay registros exactos, pero es verdad casi indiscutible que algunas mujeres, como supremo sacrificio, se suicidaron. Y se dice que no solo en los Estados Unidos…
El 6 de octubre de 1927 se estrenó El cantor de jazz: la primera película sonora.
Pero Valentino ya no estaba. Su absoluto reinado en el cine del silencio, las miradas tiernas, o tristes, o iracundas, o desmesuradas, y los cuerpos y los gestos que debían explicarlo todo sin palabras posibles, quedó virgen.

Entre ochenta y cien mil mujeres enlutadas y lacrimosas acompañaron el ataúd
(Post scriptum. La soledad, la frustración, la mediocridad de sus vidas, la necesidad de sueños de millones de mujeres encontraron en ese inmigrante italiano, ese sheik, ese torero, ese valiente, ese vengador, ese amante, su pan de cada día. De algún modo, su religión pagana. Seis décadas después, en 1985, el genio perpetuo de Woody Allen les dedicó a esas mujeres y sus tristezas una obra maestra: La rosa púrpura del Cairo, con Mia Farrow como heroína. La diferencia no es menor. Aquellas adoratrices de Valentino lo esperaban en sus butacas. En cambio, Mia Farrow emprendía otro camino más audaz y fantástico: entraba en la pantalla, interrumpía la historia, y se lanzaba a vivirla en cuerpo y alma. Lo único que no cambió en la una y la otra es la eterna soledad humana y la necesidad de un mesías capaz de comprenderla y mitigarla. Aunque solo se trate de un actor, y suceda en un mundo de cartón pintado).

ALFREDO SERRA

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