Una larga década de estafas ideológicas y de camelos domésticos explica el gran interés que despiertan ahora estas escuchas telefónicas en las que se lucen la arquitecta egipcia y su maestro mayor de obras. Los diálogos difundidos por la insolente Radio Berlín no se parecen precisamente a las discusiones de Churchill y Jorge VI de Inglaterra, pero si uno escarba entre tantos insultos y escatologías descubre el sabor de la verdad sin maquillajes y confirma un asunto nodal del fracaso argentino: la obsesión peronista por romper el acuerdo republicano y, en ocasiones, su apuesta sibilina por la conjura destituyente. El primer pecado mortal es asumido por la Pasionaria del Calafate, cuando reconoce su decidida admiración por Carlos Menem: él venía a romper el "sistema" que Cafiero había acordado con Alfonsín. ¿De qué sistema habla? De un bipartidismo institucionalista, en el que a una idea socialdemócrata le seguía una socialcristiana, y en el que se buscaba no solo una alternancia virtuosa, sino pactos políticos y medidas conjuntas de largo aliento, un solidario baile de a dos, un capitalismo razonable que propendía a un Estado de bienestar. Cafiero buscaba recrear desde la identidad peronista un partido moderno, y por lo tanto era visto como una versión pasteurizada: Menem restauraría el movimientismo y rompería esa entente; por eso ganó las elecciones internas y hundió la oportunidad histórica. El segundo pecado que Cristina revela se resume en una palabra del lunfardo político que parecía en desuso: fragote. Expone la gran dama un plan secreto del justicialismo para que Macri abdique y para que Gioja asuma la presidencia a la manera de Duhalde. A pesar de que apostó desde el comienzo por el helicóptero, de esta conspiración específica ella toma distancia, pero al hacerlo de todos modos la desnuda: pasado y presente de la metodología del fragote, del espíritu golpista de su fuerza, quedan de repente probados bajo su valioso testimonio verbal.
El "sistema", como se ve, tiene múltiples enemigos en la Argentina. De hecho, al sistema lo llamamos discretamente "país normal", y jamás se logró desarrollar en estas latitudes. Súbitos y torrenciales militantes del nacionalismo católico ("aquel trueno vestido de Nazareno") lo confunden directamente con el capitalismo en sus vastas acepciones, y se reivindican por lo tanto como alfiles del antisistema. Confundir el liberalismo político con el neoliberalismo extremo y todo esto con un sistema republicano es como creer que todas las religiones postulan lo mismo o que todos los gatos son pardos. Algunas de estas figuras sostienen al Perón Mítico como el numen adorado. Esa idealización les evita hacerse cargo de los fallos de las sucesivas reencarnaciones justicialistas, incluso las que protagonizó el propio General durante sus incontables volteretas. Desde ese amor legítimo e indisimulado por el peronismo, "salvador de la nación católica y vehículo secular del catolicismo antiliberal" (Loris Zanatta dixit) ciertos idólatras de Bergoglio han planteado un diagnóstico controversial: "En 1974 la Argentina tenía un 4% de pobres y hoy tenemos un 30%. Evidentemente, esta situación no es fruto de las decisiones que tomaron los más pobres, sino los más preparados". La frase pertenece al flamante obispo Gustavo Carrara, un valioso e indiscutido héroe social de las villas, y un lector fervoroso de Rodolfo Kusch, pensador peronista de los años 60. La alusión temporal de Carrara acerca de la decadencia nacional es justa y exacta, pero durante estos cuarenta años no gobernaron los intelectuales del capitalismo, sino mayormente los barones del partido del Perón Mítico, que colonizó la lengua, impuso el reglamento, bloqueó a los adversarios y administró con gran poder y espíritu clientelar a izquierda y a derecha, transformando a muchos de sus dirigentes en potentados y a su movimiento en una hegemonía. Hubo interregnos de fascismo de mercado (la dictadura) y de torpeza radical, pero es imposible indultar al peronismo en ese verdadero descenso a los infiernos. La fórmula para salir del pozo tampoco podría, por lo tanto, encontrarse en las economías populistas, que han producido gran parte de este desaguisado y que en épocas de vacas gordas han repartido riqueza insustentable, han boicoteado con su negligencia la prosperidad y han dejado herencias tremendas o declives abismales: en Venezuela, la pobreza hoy supera el 86%. Algunos denunciantes píos de la crueldad esperan íntimamente que en la Patria Grande regrese el lobo para salvar a las ovejas. Si esas plegarias son atendidas, recen de paso por los pobres, porque lo van a necesitar.
Tal vez a estos devotos del Papa les convenga leer a fondo a Jeffrey Sachs, un socialdemócrata que Francisco escucha en el Vaticano, y que apoya el gradualismo, el centrismo y los consensos capitalistas. Y que, naturalmente, critica la corrupción. Estos valores no condicen mucho con el pensamiento de algunos agentes locales del nuevo nacionalismo católico, que se sienten revolucionarios y que participaron activamente en la multitudinaria marcha del miércoles, en la que se hablaba del apocalipsis económico y social, y se arropaba en público a mafiosos de toda laya y a corruptos de nota. Tal vez no mienta Grabois al decir que Bergoglio "reagrupa" e "inspira", pero admitamos que corear al Papa en ese corral del desprestigio parece un tanto imprudente. También colocar a Roma en el centro de la escena, desbaratando la mismísima recomendación de Aparecida: "Si la Iglesia comenzara a transformarse directamente en sujeto político, no haría más por los pobres y por la justicia, sino que haría menos, porque perdería su independencia y su autoridad moral, identificándose con una única vía política y con posiciones parciales opinables".
Gánsteres estrafalarios, piantavotos célebres, progres transversales y huérfanos del chavismo han corrido últimamente a refugiarse bajo las sotanas, y el gran riesgo es que terminen manchándolas con su insensatez o su notoria venalidad, en esta rara dinámica llena de malentendidos en la que la Iglesia corre el albur de que las cosas se le vayan de las manos. El debate por la despenalización del aborto, sorpresivo y galvanizador, no hará más que elevar el protagonismo eclesiástico y llevar todas estas contradicciones al límite. Los integrantes de la imaginaria Asociación Alegres Progresistas con Bergoglio se verán bruscamente enfrentados con el rostro más reaccionario de su nuevo líder, y ese extraño colectivo llamado Cambiemos (desarrollistas, socialdemócratas, agnósticos y católicos liberales) tendrá que vérselas con sus propias tensiones internas, con una buena porción de su electorado y, sobre todo, con el sucesor de Pedro, a quien nadie podrá convencer de que esto no es parte de una represalia. Sobre todo, después de las irresponsables declaraciones de Durán Barba, que realizó hace poco una suerte de declaración de guerra a los ideales del Vaticano; todavía ronda en Balcarce 50 la equivocada idea de que sus diatribas pueden interpretarse como los jugueteos de un pensador independiente, siendo que se trata del gran asesor presidencial. Pero más allá de estas polémicas coyunturales y vistosas, el problema de fondo seguirá siendo si son compatibles Kusch y Sachs. Y si "la nación católica" y su anhelada "hegemonía peronista" seguirán torpedeando un "país normal" donde no solo cunda el progreso económico, sino donde también se sepulten los últimos tabúes de la modernidad.
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