Un viejo libro de lectura obligatoria que formó desde la infancia a toda una generación de argentinos aseveraba en su inefable capítulo 48: “El primer objetivo de un movimiento feminista que quiere hacer bien a la mujer… debe ser el hogar. Nacimos para construir hogares. No para la calle”.
La dama que dictaba estos principios sostenía la necesidad de que “el feminismo no se aparte de la naturaleza misma de la mujer. Y lo natural de la mujer es darse, entregarse por amor”.
A continuación, precisaba: “¿El mejor movimiento feminista no será tal vez entonces el que se entregue por amor a la causa y a la doctrina de un hombre?”. Estas directrices escolares de enorme influencia social pueden encontrarse en cualquier ejemplar de La razón de mi vida.
Eva Perón, convertida por los polígrafos del setentismo en ícono feminista y hasta revolucionario, demostraba allí un simple conservadurismo de época.
Es cierto que había acompañado el voto de la mujer, una tendencia internacional irresistible, y que no conviene juzgar el pasado con ojos del presente, pero aquellos conceptos de Evita que se recitaban obedientemente en todas las aulas públicas y que lavaron tantos cerebros confirman al mismo tiempo un axioma universal: nacionalismo y feminismo no hacen buena pareja.
Las corrientes nacionalistas (ese terreno mítico dominado por machos alfa) han concebido el igualitarismo de género como una irrelevancia, tal vez una inquietud burguesa, derechos individuales que conducen al individualismo y que, por lo tanto, se encuentran por debajo de las prioridades del pueblo de Dios y de la patria, de su caudillo providencial y de su épica emancipadora. La movida feminista, con perdón, es hija de la vilipendiada democracia liberal.
Y curiosamente las novedades que sacuden con fuerza este atribulado siglo XXI son feminismo y nacionalismo, acaso dos trenes en sentido contrario y a los que muchos pretenden subirse a la vez.
En la Argentina, resulta patético ver cómo camporistas y exkirchneristas de diverso pelaje, que hasta hace dos minutos buscaban refugiarse bajo la sotana de Francisco, que vienen de gobernar el país con poder absoluto durante doce años sin aplicar lo que reclaman con urgencia y que se han sometido al designio personal de su fálica jefa (una Evita rediviva), hacen ahora denodados esfuerzos por reconducir la rebelión de las indignadas.
Son especialistas en subirse a todos los trenes y en malversar las causas nobles: así como desprestigiaron la sagrada lucha de los derechos humanos con su utilitarismo partidario, pretenden repetir hoy esa misma “hazaña” con este flamante progresismo de género. Mancharon los pañuelos blancos y van por los verdes.
El peligroso nacionalismo que surge en el hemisferio norte está también en malas relaciones con el liberalismo político, porque le endilga las indeseadas secuelas de la globalización, proceso humano completamente irreductible donde las tecnologías reemplazan a las ideologías y los antiguos sistemas políticos resbalan por la recesión o se caen directamente a pedazos.
Este proceso de mundialización informática y mercantil está quemando las bibliotecas del siglo XX y se da la tremenda paradoja de que naciones atrasadas por culpa de populismos autocráticos se abrazan de pronto al republicanismo y salen a vender sus productos, y otrora potencias democráticas se cierran a mercaderías ajenas y a inmigrantes, y propenden al proteccionismo, al populismo, al militarismo y a la secesión.
La autopista era de doble vía, compañeros: no estaba construida maquiavélicamente para que los países ricos explotaran a los pobres, como el izquierdismo intelectual cacareó durante veinte años. Todavía estamos esperando un mea culpa.
Borradas las izquierdas y derechas tal y como las hemos concebido, quizá la gran batalla cultural nos haga regresar sorpresivamente a nuestra propia historia, que se jugó entre nacionalistas y liberales, con todas las gradaciones, mixturas y matices internos que estas dos concepciones representaron desde siempre.
Es una conjetura, claro está, pero a los argentinos nos resuena mucho esta discusión entre abrirnos o cerrarnos al comercio internacional, y los extremos y derivados geopolíticos y filosóficos que esta disputa produce. El asunto no es teórico y lejano, y de hecho atraviesa el otro gran tema de la semana: la conflagración entre el Gobierno y los empresarios vernáculos.
Macri pretende operar un cambio de régimen económico, recostado en el supuesto de que ya no podemos “vivir con lo nuestro”, de que nos fue muy mal siendo uno de los países más cerrados del planeta y de que, por lo tanto, seremos competitivos o no seremos nada.
La estrategia no carece de lógica, pero exige mucho dolor (toda mutación produce monstruos) y nadie sabe a ciencia cierta (los expertos balbucean) si nos llevará a buen puerto, dado que nadie entiende muy bien todavía qué dinámica adoptará una civilización cambiante y voraz, que se tragó las experiencias del neoliberalismo y la socialdemocracia (por no hablar de las ruinosas aventuras populistas), y que a veces coquetea en el barro de la desesperación pariendo cesarismos posmodernos que los salven de una nueva caída del Imperio romano.
Es claro que los argentinos precisamos inversiones y mercados que acepten nuestros aportes, y que paralelamente debemos contener y reconvertir a muchos sectores industriales.
Es difícil hacerlo con las arcas vacías, viento de frente y procesos crecientes y destructores del trabajo, como la robotización; también con la Estadolatría, ese fervoroso culto al Estado que muchos empresarios practicaron (el padre del Presidente entre ellos) y que implicó una cultura de la ortopedia: ayuda continua para una minusvalía crónica que nunca se cura ni se supera, y que en consecuencia exige del lobby perpetuo y la prebenda.
Quienes piensan, en la otra vereda, que un gobierno debe desentenderse de su obligación orientadora para dejar que el mercado decida con libertad absoluta no parecen ver la pulsión suicida que significaría abandonar el timón en medio de una tormenta de niebla y acechanzas, donde se está rediseñando Occidente.
Los cerrojos de Trump, por dar un ejemplo relevante, provocan represalias en toda la Unión Europea, y muy especialmente en Alemania y en Francia; también en China, Japón, Corea del Sur y Taiwán.
Aquí y ahora el estadista que se aferre a un dogma (aperturismo total, aislacionismo completo) o se entregue a vínculos perennes (relaciones carnales) puede tropezarse con una amarga sorpresa. La rabiosa interconexión hace inestable cualquier certeza y veloz cualquier metamorfosis.
Estados Unidos, Rusia y China son conducidos por nacionalistas imperiales, y cruzan el Viejo Continente populismos que se oponen a Bruselas.
Los republicanos cosmopolitas resisten esa marea endogámica y dan combate desde la memoria: hubo en la Europa abierta e integrada treinta años de oro bajo su tutela y la última vez que los nacionalistas ganaron la partida lo hicieron contra democracias debilitadas por la economía e imponiendo regímenes nefastos y pendencieros que condujeron a la Segunda Guerra Mundial.
En el Cono Sur, podríamos enseñarles además el efecto devastador de la colonización populista sostenida a lo largo de varias décadas. No nos servirá enfrentar los nuevos desafíos (el feminismo y el nacionalismo) con los antiguos manuales, ni con cristalizaciones ideológicas ni con nuestro ombliguismo argento. Miremos el mundo, allí lo más viejo tiene tres días.
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