miércoles, 21 de marzo de 2018

MANJARES RITUALES PARA EL ALMA Y EL PLACER



No estoy seguro de si, en festejos familiares como los que se avecinan, las Pascuas judías y las cristianas, la nostalgia de las voces de los mayores que ya no están es excluyente o viene acompañada por resonancias de sabores que no volverán. Es que en el rito de juntarse alrededor de una mesa hay algo más que satisfacer apetitos, sean refinados o voraces. Siempre intuí que en esas cenas palpita un temblor como de volcán asordinado, como en los banquetes fúnebres, tan apreciados en muchas culturas, como ritos de pasaje para sobrellevar el duelo que deja el ser querido que acaba de irse.
Es menos frecuente, ahora, pero el banquete ritual solía reavivarse en el espacio fervoroso que le dan la literatura y el cine; así, las celebraciones gastronómicas de ficción me dieron momentos exultantes, como lector o espectador. No olvido las codornices rellenas de trufa negra y foie gras que Stéphane Audran incluyó en el vasto menú con el que, en una conmovedora apoteosis comunitaria, culminaba La fiesta de Babette. Otra cena de invierno que alcanza un ápice emocional y catártico memorable es la propuesta por James Joyce en "Los muertos", el relato con el que cierra su canónica compilación Dublineses (1914); con su adaptación fílmica del cuento, John Huston entonó su canto del cisne: la filmó en silla de ruedas, canalizado y asistido por una enfermera.
Estas instancias gastronómicas tientan al cinéfilo porque confrontan valores en apariencia antagónicos: deleite de los sentidos, espiritualidad, congregación tribal; la cena del Día de Acción de Gracias (con delicias de la cocina judía) que Woody Allen dramatizó en Hannah y sus hermanas es central en la configuración de la trama del film. Y están los menús en los que lo sensorial conecta con la destrucción, como en la demoledora La gran comilona (Marco Ferreri, 1973), mix del paladar gourmet con el sexo y la muerte.
En la literatura impresiona el culto del exceso en festicholas clásicas, no tan autodestructivas como las de Ferreri, pero que dejan de cama, como el banquete de Trimalción en el Satiricón, atribuido a Petronio (siglo I), y que Fellini reconstruyó a su manera; allí, un gong suena cada tanto para recordar que el tiempo pasa: ¡Ay! ¡Qué poquita cosa es el hombre! ¡A vivir pues, mientras tengamos salud! ¿Cómo quedaría la salud después de esa orgía? En tiempos recientes, más esotérica es la que convoca el inescrupuloso anfitrión de El banquete de Severo Arcángelo, pieza clásica de la narrativa argentina (Leopoldo Marechal, 1965).






En mi infancia, en estos banquetes abundaban los muy peninsulares cottecchini, unos chacinados que preparaban mi papá y mi abuelo materno (uno de Parma, el otro de Milán). Después, ya de grande, mis festividades familiares conciliaban la cucina italianacon la de cuño ruso-judío, resultante de este formidable crisol de culturas que, en la Argentina, generó la inmigración. Esos menús de culturas cruzadas se me actualizaron con una página muy rusa de El absoluto, la demoledora novela argentina que el penúltimo año nos sacudió como lectores. Es el agasajo de Vladimir al hijo pródigo:
 "Sobre la mesa de pino de Eslavonia había toda clase de manjares, nacionales y extranjeros -escribe Daniel Guebel-. Entre las delicias locales, schmaltz, pepinos agridulces, kimmel broit, lisa ahumada; pastrom caliente y jugoso, de bordes ribeteados con pimienta roja; ácido chucrut recién extraído de barriles de madera, plétzalaj, bolitas de queso blanco con cebollitas de verdeo o con páprika, salchichón de pato, salchichas de brecziner,
 sprätn ahumadas del Báltico, leberwürst caliente y apenas amargo, relleno con aceitunas negras y nueces. Y del resto del mundo: jalvá griego, vodka polaca, bacalao noruego, slivovitz checa, guindado uruguayo, sardinas dinamarquesas...". ¿Habrá algún banquete, hoy, que pueda recrear este menú?

N. T.

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