martes, 1 de mayo de 2018

HABÍA UNA VEZ....

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Ella se inclina sobre el libro de azuladas tapas duras, se demora en una letra, solo una letra del alfabeto que ha aprendido cuando apenas era una niña, palpa con la yema de los dedos la superficie del papel y observa la arquitectura de ese símbolo con ojos de orfebre, el grueso trazo de acentos rústicos, los detalles invisibles a otra mirada de esa letra delineada según los dictados de los maestros del gótico. Dentro de la letra, en el interior de la amplia panza de la letra O, una niña de pelo rizado toca una lira, y esa breve escena ornamental viene a decirnos con exquisitez que el texto que estamos leyendo refiere el mundo de la música. Abstraída de los trajines de la Redacción, como si estuviese descubriendo las maravillas de un códice en la penumbra de una abadía medieval, mi compañera de trabajo en el área de diseño, María Helena, levanta la vista cuando disipo el hechizo consultándole de qué libro se trata.
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-Era de mi bisabuelo -dice, y cierra el libro con un crujir de papeles viejos y tapas resecadas-. Llevátelo, si querés -agrega. Me lo da con cierta despreocupación junto a una bolsa de tela en la que me recomienda guardarlo para protegerlo. Cuando lo tengo conmigo siento una súbita conmoción, semejante a la que me ha arrebatado cuando hace algunos años apoyé la palma de una mano en los muros de una catedral europea, o como si tuviese ahora conmigo el Santo Grial.
En la portada se lee El gráfico moderno, por José Fontana, una edición de 1930. Es una pieza extraordinaria consagrada hace casi un siglo a divulgar los secretos del arte de la impresión, un manual del oficio destinado a tipógrafos, maquinistas y encuadernadores de la época, que hunde la mirada en el fondo de la historia. Hemos pasado una vida entera leyendo, atendiendo las noticias en los diarios o aventurándonos en mundos fantásticos de cuentos y novelas, hemos incluso procurado entender los avances de la lengua según los saberes de la filología, y sin embargo tan pocas veces posamos nuestro interés en los alfabetos y en la arquitectura de sus letras, con su diversidad estética y su enorme valor expresivo, con el desdén de quien degusta un plato fabuloso sin importarle siquiera qué especias le dan a ese bocado un sabor tan singular y extraordinario.
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El libro comienza rastreando los orígenes remotos de la impresión. Dedica el autor el primer capítulo al grabado, y en especial a la xilografía, que engendró los tipos móviles y al cabo del tiempo los sistemas de impresión. Gutenberg inventa la prensa de imprenta con tipos móviles hacia 1440, al parecer inspirándose en el principio de la impresión de libros seguido por Lorenzo Jansoon, un sacristán de la catedral de Harlem que en planchas de madera grababa con buriles y punzones sobre madera los rostros de santos y escenas religiosas. 
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Su obra insignia es la Biblia de 42 líneas, considerado el primer libro impreso con tipografía móvil, y entre sus discípulos o apóstoles aparecen tipógrafos eximios cuyos nombres llegan hasta nuestros días en la denominación de los tipos de letras: Bodoni, Didot, Fournier, Garamond. La letra Bodoni es el pilar de la arquitectura gráfica del ejemplar que, si tenemos suerte, el lector tiene entre manos.
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Cierta noche conversé con el padre de María Helena para que me contase la historia del libro. Me dijo entonces que perteneció a Urbano García, su abuelo, autodidacta en las artes del diseño gráfico y dueño de una imprenta que funcionaba en la casa familiar y estaba vinculada con el diario La Liga del Sur, que impulsaba las ideas conservadoras en la zona de Juárez. Todavía recuerda el ruido ensordecedor de las máquinas instaladas en un espacio contiguo a su dormitorio y a su padre vestido con un mameluco al pie de esos ruidosos mastodontes. El libro fue heredado primero por su hijo, que conservó el oficio de la impresión, y después fue a parar a las manos de su nieto, que pese a haberse dedicado a la arquitectura nunca quiso desprenderse de él.
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Casi un siglo después, mientras el mundo mira obnubilado las pantallas de los teléfonos celulares y las computadoras, la bisnieta de Urbano García se esmera en las artes del diseño gráfico y, como el franciscano Guillermo de Baskerville, que sigue las pistas de una serie de muertes inconcebibles y los misterios de un libro envenenado en El nombre de la rosa, continúa buscando desentrañar en esas páginas frágiles los misterios de la composición tipográfica. O quizá la emocione abrazar así a sus ancestros, tan solo eso.


V. H. G.

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