Esa mujer
Jorge Fernández Díaz
lee el cuento “Esa mujer” de Rodolfo Walsh. El relato del gran escritor argentino es considerado uno de los mejores de la literatura argentina, y relata el hurto y ocultamiento del cadáver de Eva Perón.
El coronel elogia mi puntualidad:
—Es puntual como los alemanes —dice.
—O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
—He leído sus cosas —propone—. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
—Esos papeles —dice.
Lo miro.
—Esa mujer, coronel.
Sonríe.
—Todo se encadena —filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
—La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
—¿Mucho daño? —pregunto. Me importa un carajo.
—Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años —dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
—Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
—La pobre quedó muy afectada —explica el coronel—. Pero a usted no le importa esto.
—¡Cómo no me va a importar!… Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
—La fantasía popular —dice—. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
—Cuénteme cualquier chiste —dice.
Pienso. No se me ocurre.
—Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
—¿Y esto?
—La tumba de Tutankamón —dice el coronel—. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
—Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
—¿Qué más? —dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
—Le pegó un tiro una madrugada.
—La confundió con un ladrón —sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
—Pero el capitán N…
—Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
—¿Y usted, coronel?
—Lo mío es distinto —dice—. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
—Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
—Me gustaría.
—Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
—Ojalá dependa de mí, coronel.
—Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
—Mire.
A la pastora le falta un bracito.
—Derby —dice—. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
—¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
—Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
—Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
—¿Qué querían hacer?
—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
—Y orinarle encima.
—Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! —digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
El coronel elogia mi puntualidad:
—Es puntual como los alemanes —dice.
—O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
—He leído sus cosas —propone—. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
—Esos papeles —dice.
Lo miro.
—Esa mujer, coronel.
Sonríe.
—Todo se encadena —filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
—La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
—¿Mucho daño? —pregunto. Me importa un carajo.
—Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años —dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
—Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
—La pobre quedó muy afectada —explica el coronel—. Pero a usted no le importa esto.
—¡Cómo no me va a importar!… Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
—La fantasía popular —dice—. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
—Cuénteme cualquier chiste —dice.
Pienso. No se me ocurre.
—Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
—¿Y esto?
—La tumba de Tutankamón —dice el coronel—. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
—Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
—¿Qué más? —dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
—Le pegó un tiro una madrugada.
—La confundió con un ladrón —sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
—Pero el capitán N…
—Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
—¿Y usted, coronel?
—Lo mío es distinto —dice—. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
—Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
—Me gustaría.
—Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
—Ojalá dependa de mí, coronel.
—Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
—Mire.
A la pastora le falta un bracito.
—Derby —dice—. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
—¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
—Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
—Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
—¿Qué querían hacer?
—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
—Y orinarle encima.
—Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! —digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
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