Una espantosa masacre oculta y olvidada durante décadas
Jorge Fernández Díaz comenzó leyendo un artículo de Alfredo Serra
que narra el trasfondo oculto de la Semana Trágica, cuando la ultraderecha antisemita arremetió contra la colectividad judía del barrio de Once. Una masacre oculta y olvidada.
Según la historia oficial, la Semana Trágica (Buenos Aires, del 7 al 14 de enero de 1919, primer gobierno de Hipólito Yrigoyen) fue una represión contra los obreros en huelga de la fábrica metalúrgica Talleres Vasena con el objetivo de talar de cuajo un presunto movimiento extremista de comunistas y anarquistas llegado desde Europa “para atentar contra el estilo de vida argentina”: lugar común que en el futuro serviría para justificar otros crímenes y vandalismos. Entre ellos, los golpes de Estado.
Pero ese episodio, investigado y publicado hasta la saciedad, ocultó deliberadamente la barbarie desatada contra la comunidad judía, camuflada durante las batallas campales de la policía y el ejército contra los huelguistas. Ni siquiera el periodismo y sus constantes prédicas a favor de la libertad, la democracia y el pluralismo, agitó sus banderas y se levantó contra el salvaje pogrom.
Fueron necesarios casi treinta años de silencio hipócrita antes de que un judío, Pablo Fishman, entregara una tarde de agosto, en la Fundación Socialista Juan B. Justo su trabajo “El grito olvidado”: la documentación clave de la barbarie lanzada en los barrios Once y Villa Crespo.
Terminado el conflicto obrero en los Talleres Vasena y con la ciudad casi en calma, en una reunión secreta en el Centro Naval se creó la Comisión Pro Defensores del Orden: un nombre de apariencia auspiciosa y tranquilizadora –piel de cordero– que reunió a curas, militares, empresarios, políticos y jóvenes de clase alta alineados en la extrema derecha, que pocos días después pasó a llamarse Liga Patriótica Argentina, y que desató el llamado “Terror Blanco”: atacar y matar a los judíos, los rusos, los bolcheviques, los anarquistas, inspirado en un odio visceral a todo lo extranjero.
En ese largo y revelador informe de Fishman figura, entre muchos testimonios, un memorándum del embajador francés a su cancillería, que dice: “La policía masacró de una manera salvaje a todo lo que era o pasaba por ruso”. Salvedad importante: entonces y hasta hoy, en la Argentina, ruso y judío son la misma cosa… Ridículo error que ignora la bestial persecución sufrida por los judíos en la Madre Rusia.
Pero no es todo. El embajador francés escribió también que “un delegado del Comité Capital del Partido Radical se ufanaba de haber matado, en un solo día, cuarenta rusos judíos”, mientras que su par de la embajada norteamericana informó a su gobierno que entre los 1.365 muertos en la Semana Trágica había encontrado en el Arsenal de Guerra “ciento setenta y nueve cadáveres de rusos judíos”.
Tristemente, la mayoría de los testimonios acusaba del pogrom a esbirros del mismo comité radical: un partido de esencia democrática que, contra el viento de la historia, habría coincidido con las peores lacras antisemitas de la ultraderecha nacionalista porteña.
Fishman no era investigador, historiador ni periodista. Era apenas un ciudadano argentino de religión judía que durante años oyó hablar en su casa de aquellos hechos; más que hablar, murmurar, por miedo…
Leyó cuanto había sobre el tema, pero los autores eludían, por sistema, referirse a la cuestión central: el judío como enemigo universal y chivo expiatorio; prejuicio criminal que llegaría a su diabólico desiderátum bajo Hitler y el Tercer Reich.
Recién hacia los años 50, en un texto del médico y político entrerriano Juan Carulla (1888-1968), nacionalista de pasado anarquista, Fishman halló una pista.
El autor, al saber que estaban incendiando el barrio judío, caminó hasta Viamonte, a la altura de la Facultad de Medicina, y vio que “en medio de la calle ardían pilas de libros y trastos viejos entre los cuales podían reconocerse sillas, mesas y otros enseres domésticos, y las llamas iluminaban, tétricas, la noche, destacando con rojizo resplandor los rostros de una multitud gesticulante y estremecida. Se luchaba dentro y fuera de los edificios. El cruel castigo se extendía a otros hogares hebreos.
El ruido de los muebles y cajones violentamente arrojados a la calle se mezclaba con gritos horrendos: ¡Mueran los judíos! Cada tanto pasaban a mi lado viejos barbudos y mujeres desgreñadas. Nunca olvidaré el rostro cárdeno y la mirada suplicante de uno de ellos, al que arrastraban un par de mozalbetes, así como el de un niño sollozante que se aferraba a la vieja levita negra, ya desgarrada…
El disturbio provocado por el ataque a los negocios y hogares hebreos se había propagado a varias manzanas a la redonda. El comité radical se había reunido el dos de enero. Siete días después, sus miembros tomaban como profesión la de vejar judíos….”.
Otro testimonio inapelable, el de José Mendelson –inmigrante que llegó a ser gran figura de su comunidad–, citado en la revista “Hechos de la historia judía”, arriesga que “las matanzas antijudías en Europa Oriental fueron un juego de niños.
Pamplinas son todos los pogroms al lado de lo que hicieron con ancianos judíos en las comisarías séptima y novena, y en el Departamento Central de Policía… Jinetes arrastraban por las calles a viejos judíos desnudos, les tiraban de las barbas, y cuando ya no podían correr, su piel se desgarraba contra los adoquines, mientras los golpeaban con sables y latigazos…”.
Años después, Arturo Cancela, en su libro “Tres relatos porteños”, escribió: “… jóvenes con brazaletes, armados de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevan barba. Los de la carabina les pinchan el vientre o se cuelgan de las barbas, y otros apedrean los vidrios de las casas de comercio, cuyos propietarios abundan en consonantes”.
El periodista Juan José de Soiza Reilly (estrella de su oficio en aquellos días) denunció en la revista “Popular”, número 45, tres de febrero de 1919, que vio “ancianos judíos cuyas barbas fueron arrancadas. Uno de ellos levantó su camiseta para mostrarnos dos sangrantes costillas que salían de la piel como dos agujas.
Dos niñas de catorce o quince años contaron llorando que habían perdido entre las fieras el tesoro santo –clara metáfora de violación–. A una que se había resistido le partieron la mano derecha de un hachazo. He visto obreros judíos con ambas piernas en astillas: rotas a patadas contra el cordón de la vereda… Todo esto hecho por pistoleros llevando la bandera argentina”.
Entretanto, a los vándalos y asesinos de la Liga Patriótica, liderada por el ultranacionalista Manuel Carlés, aumentaron sus huestes: se sumaron más oficiales del ejército y la marina, y los matones civiles de las bandas Orden Social y Guardia Blanca.
Y apenas unos días después de aquella orgía de sangre y odio, el pesado manto de la complicidad no ahorró munición: “La Época”, órgano oficial del partido radical, acusó de los disturbios de la Semana Trágica… ¡a los judíos!, y el diario católico “El Pueblo”, en sólo tres meses… ¡publicó doce editoriales antisemitas!
Pinie Wald, director del periódico Avantgard, detenido y torturado por la policía durante la Semana Trágica, esperó una década para publicar su libro “Pesadilla”. Este fragmento estremece: “Los niños bien de la Liga Patriótica marchaban pidiendo la muerte de los maximalistas, los judíos y demás extranjeros. Refinados, sádicos, torturaban y programaban orgías. Un judío fue detenido. Luego de los primeros golpes brotó de su boca un chorro de sangre. Entonces le ordenaron cantar el Himno Nacional, y como no lo sabía pues hacía poco que había llegado al país, lo liquidaron en el acto. No seleccionaban: pegaban y mataban a todos los barbudos que les parecían judíos”.
En la Morgue, según el periodista Soiza Reilly, “más de 700 cadáveres de judíos esperaban ser identificados para alcanzar su último lugar: un hoyo en la tierra”.
La simiente antisemita creció, pero su semilla no fue la Semana Trágica. Tiene un antecedente irreversible: la novela “La Bolsa”, de Julián Martel, seudónimo del periodista de La Nación José María Miró, publicada en 1890.
Basta citar un breve párrafo para mostrar claramente la quinta pata del gato: “Glow se volvió. El que hablaba, masticando las palabras francesas con dientes alemanes, y no de los más puros por cierto, era un hombre pálido, rubio, linfático, de mediana estatura, y en cuya cara antipática y afeminada se observaba la expresión de hipócrita humildad que la costumbre de un largo servilismo ha hecho el sello típico de la raza judía. Tenía los ojos pequeños, estriados de filamentos rojos, que denuncian a los descendientes de la tribu de Zabulón, y la nariz encorvada propia de la tribu de Ephraim. Vestía con el lujo charro del judío, el cual nunca puede llegar a adquirir la noble distinción que caracteriza al hombre de raza aria, su antagonista. Llamábase Filiberto Matksen y tenía el título de barón que había comprado en Alemania creyendo que daba importancia a su oscuro apellido”.
“La Bolsa”, por años, fue uno de los libros de lectura obligatorios en los colegios de enseñanza secundaria.
Según la historia oficial, la Semana Trágica (Buenos Aires, del 7 al 14 de enero de 1919, primer gobierno de Hipólito Yrigoyen) fue una represión contra los obreros en huelga de la fábrica metalúrgica Talleres Vasena con el objetivo de talar de cuajo un presunto movimiento extremista de comunistas y anarquistas llegado desde Europa “para atentar contra el estilo de vida argentina”: lugar común que en el futuro serviría para justificar otros crímenes y vandalismos. Entre ellos, los golpes de Estado.
Pero ese episodio, investigado y publicado hasta la saciedad, ocultó deliberadamente la barbarie desatada contra la comunidad judía, camuflada durante las batallas campales de la policía y el ejército contra los huelguistas. Ni siquiera el periodismo y sus constantes prédicas a favor de la libertad, la democracia y el pluralismo, agitó sus banderas y se levantó contra el salvaje pogrom.
Fueron necesarios casi treinta años de silencio hipócrita antes de que un judío, Pablo Fishman, entregara una tarde de agosto, en la Fundación Socialista Juan B. Justo su trabajo “El grito olvidado”: la documentación clave de la barbarie lanzada en los barrios Once y Villa Crespo.
Terminado el conflicto obrero en los Talleres Vasena y con la ciudad casi en calma, en una reunión secreta en el Centro Naval se creó la Comisión Pro Defensores del Orden: un nombre de apariencia auspiciosa y tranquilizadora –piel de cordero– que reunió a curas, militares, empresarios, políticos y jóvenes de clase alta alineados en la extrema derecha, que pocos días después pasó a llamarse Liga Patriótica Argentina, y que desató el llamado “Terror Blanco”: atacar y matar a los judíos, los rusos, los bolcheviques, los anarquistas, inspirado en un odio visceral a todo lo extranjero.
En ese largo y revelador informe de Fishman figura, entre muchos testimonios, un memorándum del embajador francés a su cancillería, que dice: “La policía masacró de una manera salvaje a todo lo que era o pasaba por ruso”. Salvedad importante: entonces y hasta hoy, en la Argentina, ruso y judío son la misma cosa… Ridículo error que ignora la bestial persecución sufrida por los judíos en la Madre Rusia.
Pero no es todo. El embajador francés escribió también que “un delegado del Comité Capital del Partido Radical se ufanaba de haber matado, en un solo día, cuarenta rusos judíos”, mientras que su par de la embajada norteamericana informó a su gobierno que entre los 1.365 muertos en la Semana Trágica había encontrado en el Arsenal de Guerra “ciento setenta y nueve cadáveres de rusos judíos”.
Tristemente, la mayoría de los testimonios acusaba del pogrom a esbirros del mismo comité radical: un partido de esencia democrática que, contra el viento de la historia, habría coincidido con las peores lacras antisemitas de la ultraderecha nacionalista porteña.
Fishman no era investigador, historiador ni periodista. Era apenas un ciudadano argentino de religión judía que durante años oyó hablar en su casa de aquellos hechos; más que hablar, murmurar, por miedo…
Leyó cuanto había sobre el tema, pero los autores eludían, por sistema, referirse a la cuestión central: el judío como enemigo universal y chivo expiatorio; prejuicio criminal que llegaría a su diabólico desiderátum bajo Hitler y el Tercer Reich.
Recién hacia los años 50, en un texto del médico y político entrerriano Juan Carulla (1888-1968), nacionalista de pasado anarquista, Fishman halló una pista.
El autor, al saber que estaban incendiando el barrio judío, caminó hasta Viamonte, a la altura de la Facultad de Medicina, y vio que “en medio de la calle ardían pilas de libros y trastos viejos entre los cuales podían reconocerse sillas, mesas y otros enseres domésticos, y las llamas iluminaban, tétricas, la noche, destacando con rojizo resplandor los rostros de una multitud gesticulante y estremecida. Se luchaba dentro y fuera de los edificios. El cruel castigo se extendía a otros hogares hebreos.
El ruido de los muebles y cajones violentamente arrojados a la calle se mezclaba con gritos horrendos: ¡Mueran los judíos! Cada tanto pasaban a mi lado viejos barbudos y mujeres desgreñadas. Nunca olvidaré el rostro cárdeno y la mirada suplicante de uno de ellos, al que arrastraban un par de mozalbetes, así como el de un niño sollozante que se aferraba a la vieja levita negra, ya desgarrada…
El disturbio provocado por el ataque a los negocios y hogares hebreos se había propagado a varias manzanas a la redonda. El comité radical se había reunido el dos de enero. Siete días después, sus miembros tomaban como profesión la de vejar judíos….”.
Otro testimonio inapelable, el de José Mendelson –inmigrante que llegó a ser gran figura de su comunidad–, citado en la revista “Hechos de la historia judía”, arriesga que “las matanzas antijudías en Europa Oriental fueron un juego de niños.
Pamplinas son todos los pogroms al lado de lo que hicieron con ancianos judíos en las comisarías séptima y novena, y en el Departamento Central de Policía… Jinetes arrastraban por las calles a viejos judíos desnudos, les tiraban de las barbas, y cuando ya no podían correr, su piel se desgarraba contra los adoquines, mientras los golpeaban con sables y latigazos…”.
Años después, Arturo Cancela, en su libro “Tres relatos porteños”, escribió: “… jóvenes con brazaletes, armados de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevan barba. Los de la carabina les pinchan el vientre o se cuelgan de las barbas, y otros apedrean los vidrios de las casas de comercio, cuyos propietarios abundan en consonantes”.
El periodista Juan José de Soiza Reilly (estrella de su oficio en aquellos días) denunció en la revista “Popular”, número 45, tres de febrero de 1919, que vio “ancianos judíos cuyas barbas fueron arrancadas. Uno de ellos levantó su camiseta para mostrarnos dos sangrantes costillas que salían de la piel como dos agujas.
Dos niñas de catorce o quince años contaron llorando que habían perdido entre las fieras el tesoro santo –clara metáfora de violación–. A una que se había resistido le partieron la mano derecha de un hachazo. He visto obreros judíos con ambas piernas en astillas: rotas a patadas contra el cordón de la vereda… Todo esto hecho por pistoleros llevando la bandera argentina”.
Entretanto, a los vándalos y asesinos de la Liga Patriótica, liderada por el ultranacionalista Manuel Carlés, aumentaron sus huestes: se sumaron más oficiales del ejército y la marina, y los matones civiles de las bandas Orden Social y Guardia Blanca.
Y apenas unos días después de aquella orgía de sangre y odio, el pesado manto de la complicidad no ahorró munición: “La Época”, órgano oficial del partido radical, acusó de los disturbios de la Semana Trágica… ¡a los judíos!, y el diario católico “El Pueblo”, en sólo tres meses… ¡publicó doce editoriales antisemitas!
Pinie Wald, director del periódico Avantgard, detenido y torturado por la policía durante la Semana Trágica, esperó una década para publicar su libro “Pesadilla”. Este fragmento estremece: “Los niños bien de la Liga Patriótica marchaban pidiendo la muerte de los maximalistas, los judíos y demás extranjeros. Refinados, sádicos, torturaban y programaban orgías. Un judío fue detenido. Luego de los primeros golpes brotó de su boca un chorro de sangre. Entonces le ordenaron cantar el Himno Nacional, y como no lo sabía pues hacía poco que había llegado al país, lo liquidaron en el acto. No seleccionaban: pegaban y mataban a todos los barbudos que les parecían judíos”.
En la Morgue, según el periodista Soiza Reilly, “más de 700 cadáveres de judíos esperaban ser identificados para alcanzar su último lugar: un hoyo en la tierra”.
La simiente antisemita creció, pero su semilla no fue la Semana Trágica. Tiene un antecedente irreversible: la novela “La Bolsa”, de Julián Martel, seudónimo del periodista de La Nación José María Miró, publicada en 1890.
Basta citar un breve párrafo para mostrar claramente la quinta pata del gato: “Glow se volvió. El que hablaba, masticando las palabras francesas con dientes alemanes, y no de los más puros por cierto, era un hombre pálido, rubio, linfático, de mediana estatura, y en cuya cara antipática y afeminada se observaba la expresión de hipócrita humildad que la costumbre de un largo servilismo ha hecho el sello típico de la raza judía. Tenía los ojos pequeños, estriados de filamentos rojos, que denuncian a los descendientes de la tribu de Zabulón, y la nariz encorvada propia de la tribu de Ephraim. Vestía con el lujo charro del judío, el cual nunca puede llegar a adquirir la noble distinción que caracteriza al hombre de raza aria, su antagonista. Llamábase Filiberto Matksen y tenía el título de barón que había comprado en Alemania creyendo que daba importancia a su oscuro apellido”.
“La Bolsa”, por años, fue uno de los libros de lectura obligatorios en los colegios de enseñanza secundaria.
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