Encuentro con la singular cofradía de los "antárticos"
Se visitó a los investigadores del Instituto Antártico Argentino, una hermandad enamorada del continente blanco. En la imagen, Lucas Lugones, vicecomodoro de la Fuerza Aérea argentina, en la Base Carlini
Mientras se acerca con cautela, como una gran plataforma flotante, la imagen que vemos desde el puente de mando del Canal Beagle, el buque que nos lleva hasta la Base Carlini, capital de la investigación científica argentina en la Antártida, nos deja sin palabras.
Sobre el fondo en blanco y negro, y con el marco de la majestuosa pared del glaciar Fourcade, una masa de hielo de tonos inmaculados, facetada por los siglos y que se eleva decenas de metros por sobre la superficie del mar, se recortan algunos témpanos dispersos a lo lejos. Más allá, sobre la costa de la caleta Potter, se advierte un puñado de construcciones rojas de madera, entre las cuales hay tres con forma semiesférica que los habitantes circunstanciales de la base llaman "tomatitos". La escena hace pensar en un paisaje extraterrestre, una solitaria colonia espacial en un mundo lejano.
Llegar a la Antártida es una experiencia alucinante. Resulta difícil verbalizar la emoción que producen el territorio solitario, casi virgen de pisadas humanas, la inmensidad de roca, los hielos acerados y la espuma blanca que se extiende hasta donde llega la mirada. Las olas mudas, la naturaleza áspera, el silencio y la belleza metafísica.
Todo eso nos envolvió cuando, con los fotógrafos Emiliano y Fernando desembarcamos en la Base Carlini para asomarnos a la tarea de los investigadores del Instituto Antártico Argentino, que trabajan en uno de los laboratorios más australes del planeta. En verano, durante los meses que dura la "campaña", se despiden de sus familias para estudiar la dinámica de los glaciares, tomarles el pulso a las comunidades de mamíferos marinos y aves, analizar las cadenas tróficas (la transferencia de alimento a través de las diferentes especies), identificar microorganismos de interés biotecnológico (por ejemplo, para su uso en biorremediación de vertidos contaminantes), y realizar estudios geológicos, oceánicos, atmosféricos y climáticos.
Protegidos por nuestros trajes de Goretek, guantes, gorras con orejeras y botas para sortear nevadas y temperaturas gélidas provistos por la Fuerza Aérea, durante algunos días formamos parte de esa hermandad de seres cautivados por este continente majestuoso, pero al mismo tiempo vulnerable.
Gracias a dos avezados comandantes de ese gigante de los cielos que es el Hércules, un turbohélice capaz de transportar 20 toneladas entre combustible y suministros, a dos horas y media de vuelo desde Rio Gallegos nos encontramos con este mundo misterioso, de gigantescas masas de hielo de miles de metros de espesor, barrido por vientos helados y donde se almacenan más de tres cuartas partes del agua dulce existente en la Tierra.
Estudios dados a conocer en estos días, sin embargo, sugieren que ésta podría ser una postal en vías de desaparición: glaciólogos de las universidades de California en Irvine y de Utrecht, en Holanda, y del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, descubrieron que la fusión de los hielos antárticos aumentó seis veces entre 1979 y 2017. Como consecuencia, los niveles globales del mar crecieron en ese tiempo más de 1,27 centímetros, una cifra aparentemente ínfima, pero que para los investigadores "es solo la punta del iceberg".
El último continente alcanzado por los seres humanos, carente de habitantes autóctonos, tiene una población formada casi exclusivamente por investigadores, técnicos y, en el caso de la Argentina (que mantiene 13 bases), por integrantes de las tres fuerzas armadas, que les brindan apoyo logístico y colaboran en sus estudios. Todos ellos comparten sus días con la fauna autóctona integrada por pingüinos, lobos y elefantes marinos, escúas (unas aves que profieren gritos y vuelan directamente hacia nuestras cabezas para proteger a sus pichones), diminutos petreles que, con apenas 50 o 60 gramos, increíblemente vuelan desde el sur de Francia para reproducirse en estos parajes, y todo un complejo y rico tesoro de biodiversidad adaptado a las bajas temperaturas.
Los "antárticos", modernos exploradores de los confines de la Tierra, son una cofradía dotada de un espíritu singular. No dudan en abandonar sus casas y sus familias, y soportar los rigores de este clima extremo durante meses y, en ocasiones, durante todo un año. Los que se animan a esta proeza son conocidos como "invernantes". Deben atravesar los días oscuros del invierno (y fantásticas tormentas de nieve y hielo). Un grupo de variadas capacidades que no supera los 20 individuos, se encarga de mantener todos los equipos de la base en funcionamiento, se ocupan de los experimentos que quedan en marcha y preparan todo para la llegada del nuevo contingente en diciembre. Es como quedar aislados en otro planeta, sin paseos de compras, ni "salidas sociales", y sin otra compañía que sus tareas cotidianas y alguna que otra comunicación por teléfono, radio o Internet. Además, sin vuelos ni barcos que les permitan trasladarse al continente hasta el siguiente verano. Por eso, una condición sine qua non para participar de esta aventura es someterse a un detallado examen médico y. carecer de apéndice.
Es imposible no enamorarse del agua y el aire prístinos, de los caminos montañosos y las playas de arenas plomizas de estos territorios fascinantes. Veterana de las campañas antárticas, Liliana Quartino, coordinadora de la colaboración argentino-alemana en el Laboratorio Dallman de la Base Carlini, confiesa que, a pesar de saber que regresa a su marido e hijos después de meses de distanciamiento, siempre le cuesta dejar la Antártida. "Este lugar tiene 'algo', un imán que nos hace volver", afirma.
Aunque solo fuera por el deslumbramiento que provocan sus tesoros naturales y sus soledades inabarcables en un planeta crecientemente urbano, valdría la pena preservar la Antártida. Pero hoy se sabe que este imperativo excede en mucho el impulso romántico y el asombro que atrae a los turistas. De múltiples formas, el futuro de todos nosotros está atado al de este continente maravilloso atisbado por primera vez en 1603 por el español Gabriel de Castilla cuando su barco se desvió por una tormenta.
N. B.
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