miércoles, 26 de junio de 2019

LA CASA DEL TEATRO EN LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


A 80 años de la apertura de la Casa del Teatro, Jorge Fernández Díaz contó la historia de tres leyendas del cine y la televisión argentina que pasaron sus últimos años en el histórico refugio para actores.
Todos los días,
Liana Lombard se despierta sola a las cinco de la mañana y enciende el televisor de su cuarto de la Casa del Teatro para verse en una novela de amor de hace 25 años.
Su imagen lejana y rejuvenecida, enfundada en el uniforme de un ama de llaves, surge como un fantasma de la pantalla del canal Volver y cruza diálogos con Alicia Bruzzo y con una diva de los años cincuenta que se llama Nélida Romero y que también anda por los pasillos de este refugio de artistas retirados, ubicado en Santa Fe y Libertad.

Recién cuando termina el capítulo y el pasado se vuelve a apagar, Liana gira en la cama y sigue durmiendo. Tiene 76 años, es diabética y no le quedó un peso partido por la mitad después de haber gozado durante décadas de lujos y fortuna.
Cuando tenía tres años, su madre soñó una noche que la abuela de Liana se acercaba a un pizarrón y escribía una cifra. Y debajo de la cifra había una dirección del centro de Buenos Aires.
Al despertar, la madre se dio cuenta de que en esa esquina señalada por la madre muerta había una agencia de lotería y debía jugarle, inexorablemente, a ese número. Se sacó la grande (el premio mayor) y cambió la historia de toda la familia.
Por insólito que parezca, la suerte se repitió unos años después, cuando la abuela y su increíble pizarrón volvieron a aparecer en sueños, y cuando la anciana volvió a cantar desde el más allá una cifra y una esquina determinada del barrio de Flores: San Pedrito y Rivadavia.
Después de haber ganado una vez, la madre de Liana Lombard hizo lo imperdonable: volvió a ganar. En esta ocasión, la jugada de Reyes.
Abrieron una fábrica de alimentos e hicieron inversiones inmobiliarias. Liana fue criada en cuna de oro, con una nurse para ella sola y un chofer negro que la llevaba y traía de todos lados.
A los 10 años ganó un concurso de chicos que organizaba Jaime Yankelevich, e hizo su primera radionovela con Berta Singerman, un folletín leído que emitían a las diez de la noche para todos los hogares argentinos y que la obligaba a Liana a subirse a una silla para decir la letra porque no llegaba al micrófono.
Hizo a partir de ese momento mucho radioteatro, y luego pasó a la televisión, donde se lució en personajes secundarios dentro de las grandes novelas románticas de Celia Alcántara. Era uno de aquellos rostros infaltables que, desde los márgenes, ennoblecían la historia central.
Pero la fortuna familiar y los sueldos de la televisión se fueron gastando en los avatares del tiempo, en la larga enfermedad de su padre y en nuevos emprendimientos comerciales que no funcionaron.
Mientras Liana trabajaba de actriz no le importaba el dinero, pero cuando los achaques la retiraron se dio cuenta de que nada quedaba del patrimonio familiar y que debía valerse, enferma y todo, con una jubilación paupérrima. “A veces no tenía ni para el colectivo”, confiesa con los ojos bien abiertos.
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Está sentada en un silloncito y tiene apoyados los dos brazos en un bastón con el que se ayuda para caminar. La distingue una vivacidad deslumbrante en los ojos: el cuerpo es viejo pero la mirada es adolescente, casi virginal.
Me está contando todo esto con alegría, como si no pudiera tomarse en serio ni las penurias, como si fueran parte de una radionovela de antaño y su protagonista sintiera que, a pesar de las peripecias y pesadumbres que el Gran Libretista escribió para ella, al final la función terminará y podrá regresar feliz e indemne a su mundo.
“Soy muy feliz -me aclara-. Anduve pésimo de plata, me fue mal en los negocios y tengo diabetes, pero hace ocho años me encontré con la madre de Ricardo Darín y ella me sugirió que viniera a esta casa”.
Le dio una carta de recomendación y Liana se dio cuenta de que podía ser salvada. Le pidieron un currículum y le dijeron que debía esperar la decisión. Esperar, cuando no se tiene nada, es muy difícil.
Liana sabía lo que se jugaba: cuarto, comida, medicina, cuidados, amigos. Un nuevo lugar en el mundo. Alberto Vacarezza dijo alguna vez: “La Casa del Teatro es la hostería donde hospedan su vejez y su cansancio los peregrinos del arte”.
En esa casa “recobran su hogar aquellos que lo perdieron y lo alcanzan los que nunca lo han tenido, Y así, en dulce comunión, pasa la vida como pasa la fortuna”.
Tardaron 30 días en evaluar su solicitud. Y aunque Liana es judía, iba a la iglesia de San Nicolás de Bari a rogar para que el milagro se produjera. “Soy judía, pero creo que Dios es uno solo”, me explica, mientras me la imagino hincada en ese templo que no era el suyo, pero donde la actriz se jugaba el resto.
Los ruegos fueron escuchados, y ahora se siente en la gloria. Tiene muchos amigos entre esas paredes, y aunque sigue corta de dinero y las cintitas para medir la glucemia son caras, alguien siempre le pasa un billete de cincuenta pesos por debajo de la puerta o la ayuda para que pueda hacerse el testeo.
Ni siquiera dramatiza el accidente que tuvo hace poco en la esquina, cuando un imberbe que iba a toda velocidad se la llevó por delante con su auto y le produjo rotura de pelvis, cadera y sacro.
Lo cuenta sin rencores, como si estuviera explicando los dramas inventados de un personaje de ficción. Ese automovilista no sabrá nunca que estuvo a punto de matar a esta dama legendaria que hacía números vivos entre película y película, y que atravesó cincuenta años de actuación.
Me despido de Liana en el corredor y espero en silencio. Hay un clima teatral en la Casa del Teatro. No parece un geriátrico melancólico, sino una fábrica de ilusiones llena de movimientos y apuros.
Me da la mano un hombre bien plantado que ha envejecido con elegancia. Se llama
Samuel Zarember, pero todo el mundo lo conoce como Samy. Al revés que su compañera, la mirada de Samy trasunta una lucidez escéptica.

Es alguien que ha vivido mucho y conoce los pecados y renuncios de la sociedad. Podría decirse, en cierta medida, que se trata de un hombre que ha hecho su opción por la pobreza: dedicó su vida al teatro independiente.
Hace medio siglo, Samy era un hijo de inmigrantes al que le gustaban mucho las mujeres, los cafetines y el fútbol. Tímidamente se asomó al hall de una sala porque un cartel decía: “El teatro será pueblo o no será nada”.
La vocación le abrió la cabeza y lo tomó para siempre. También su ideología: el teatro no puede cambiar el mundo, pero puede ayudar un poco, me dirá a lo largo de la conversación.
Es un hombre de izquierda que hizo de todo: atender la boletería, acomodar al público, abrir y cerrar el telón, y luego actuar, dirigir, escribir y adaptar. Formó el elenco estable del IFT y en mayo de 1976 puso en cartel “Yo, Bertolt Brecht, digo”.
Comenzaron las amenazas y le pusieron una bomba, que no llegó a explotar. Tuvieron que guardarse un tiempo, y hacer teatro en las catacumbas del régimen militar, luchando en soledad para evadir la censura.
Samy interpretó en pequeñas salas y luego en grandes teatros oficiales obras de Dostoievski, Gorky, Chejov y Arthur Miller, Lope de Vega, Calderón de la Barca y González Tuñón. Mientras lo hacía, al principio trabajaba en Villalonga Furlong para parar la olla.
“Al que pretendía ganar algo con el teatro lo echábamos por fascista”, se ríe ahora recordando los viejos tiempos. ¿Cómo se iba a ganar plata con algo tan noble? Esa militancia estoica lo ponía lejos de la actuación comercial y de la fama, en una larga y sorda guerra contra la lógica burguesa.
Tomó, por lo tanto, con bastante naturalidad el hecho de quedarse sin plata en el otoño de la vida y tener que pedir alojamiento en la Casa del Teatro. Pero Samy se siente más fuerte que nunca y tan activo como siempre.
Volverá en breve con Brecht a una sala importante y tiene preparado una versión del Quijote para dar en las escuelas. Quiero saber si, al igual que un espíritu sencillo como Liana Lombard, Samuel es feliz.
“La felicidad no existe -me responde-. Hay tantos problemas en la vida. Pero te admito algo: yo estoy bien porque hago lo que más me gusta”. ¿Actuar?, pregunto por rutina.
“Aprender -me sorprende-. Para ser actor tenés que leer a los filósofos, a los narradores, a los sociólogos. Aprender es lo que lo hace feliz a un verdadero actor”. Es curioso lo poco que necesitan los hombres sabios para vivir.
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Cuando
Nélida Romero ocupa el silloncito no puedo dejar de pensar en que esta desconocida era una diva popular en la época de los teléfonos blancos. Ha firmado miles y miles de autógrafos, y la recuerdo ahora con Angel Magaña en “Cosas de mujer”.
Me cuenta enseguida su breve participación en el film “Madame Bovary”, donde encarnaba a una vecina chismosa que pronunciaba una frase única y solitaria: “¿Es casado el nuevo médico?”. Nélida nació en Lanús, y después de estudiar baile y actuación, pisó las tablas por primera vez con Enrique Santos Discépolo.
A los 18 años conoció a Carlos Schlieper, acaso el mejor director de comedias que produjo la cinematografía nacional. Alguien la había recomendado, y ella lo visitó en el set.
Cuando lo vio de cerca, Nélida pensó: “Qué guapo es”. Y se presentó de un modo desconcertante: “¿Usted es el director? Yo vivo en Lanús, soy obrera”. Carlos la miró intensamente. Luego le dijo en voz baja: “Creo que estoy perdido”.
Le llevaba 24 años. Le dio un pequeñísimo papel en una película con Mecha Ortiz y Amelia Bence, la invitó a comer y a pasear, y después se casó con ella.
Ese amor entre ambos fue tan intenso y absorbente que cuando Carlos murió a los 54 años, de una enfermedad cardíaca, Nélida guardó luto largo rato. Y a pesar de que era muy joven no quiso rehacer su vida sentimental: nunca más tuvo novios ni volvió a enamorarse. Hay mujeres de un solo hombre.
Lo curioso es que esta diva de belleza deslumbrante fue, a partir de entonces, perseguida por muchos. Perseguida, pero jamás alcanzada. “Estuve muerta un tiempo -me confirma-. Y después seguí adelante.”
Le compró una casa a su padre en Lanús, hizo 17 películas, actuó en 70 obras de teatro, viajo y actuó en Europa, frecuentó a Rafael Alberti y a Guillén, y se dedicó a la principal actividad que debería cultivar un buen actor: leer libros. Esquilo, Shakespeare, Lorca.
De repente se transforma, y surge de su garganta una voz grave y distinta: “Voces de muerte sonaron/ cerca del Guadalquivir./ Voces antiguas que cercan voz de clavel varonil./ Les clavó sobre las botas mordiscos de jabalí./ En la lucha daba saltos jabonados de delfín”.
La poesía y el amor pararán las guerras, me asegura, y su candidez me hace quererla de inmediato. La ingenuidad en los ancianos es siempre conmovedora. Tal vez sea ingenuo pensar que eso es ingenuidad.
Luego, Nélida agrega: leer y sentir; el arte de actuar está en esas coordenadas. Desdeñar la fama y el dinero, evolucionar desde adentro. Sabe de lo que habla la Romero.
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Tuvo fama y dinero y lo perdió todo; lo fue regalando, lo venteó en amigos que lo necesitaban. Y aún así, no cayó ni en la depresión ni en el resentimiento.
“Odio el dinero, es una perdición -me aclara, y me da escalofríos-. Y sabés una cosa: nunca me la creí. Nunca, nunca”. A veces recuerda a una vecina dotada que cantaba en Lanús fragmentos de La Traviata. Y en seguida pronuncia, como si rezara: “Se te mueren todos, pero la vida continúa. La vida es tan maravillosa”.
Son las siete y nadie puede faltar a la cena. Liana, Samy, Nélida y otros treinta y siete peregrinos del arte, que alguna vez lo tuvieron todo y que ahora sólo se tienen a sí mismos, convergen en el comedor de la casa. El horario es muy estricto.
Salgo a la avenida Santa Fe, y al ruido, y pienso en George Clemenceau: “No hay propiamente edad para la vejez; se es viejo cuando se comienza a actuar como viejo”.
Pero resulta que estos peregrinos de la Casa del Teatro son actores. Actúan sus sueños. Y sus sueños son, increíblemente, más jóvenes y puros que los míos.

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