jueves, 27 de junio de 2019

HABÍA UNA VEZ...,


Mejores conversaciones: la comida y la bebida incitan a la inteligencia
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Es inevitable, a veces, la pretensión. Todos hemos pecado por ello, pero siento que como pasan los años debemos abrazarnos más a aquella sencillez natural a la que nos invita la edad. Podemos, desde nuestra silla, hacer más elecciones basadas en la pureza de la vida, sin el apuro de conquistar el mundo cada mañana.
¿Dónde quedó la espera, la ilusión de comprar un vino joven que descansará años mientras se añeja en bodega? Hoy, los vinos se hacen para tomar casi inmediatamente.
Sí, son agradables y frutados, y los críticos usan un lenguaje para describirlos; hacen de su lectura un espacio florido y ornamental más cercano a la oratoria promiscua que al respeto por el vino, que a través de la historia ha sido un homenaje al hombre, la cultura, el arte, el refinamiento, la espera y el silencio.
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Hay una enorme diferencia entre saber de cocina y saber cocinar: lo último se logra únicamente parado frente a la sartén y repitiendo cocciones que parecen tediosas. Esa repetición va creando, en la conciencia del cocinero, un lenguaje de silencios que le permiten medir con precisión los procesos de cocina que realiza. No hay forma en la carrera de un cocinero de acortar este período de aprendizaje; es un sendero de una sola mano, tan bonito, tan profundo que quedará marcado para siempre en la estampa del alma, en la palma de sus manos.
Los días, en ocasiones, nos van pasando por encima, casi sin verlos. Extender los brazos para abrazar algunos sueños olvidados puede formar parte de recuperar una identidad que, a veces, se funde entre rasgos equívocos, que nos va marcando el mundo apresurado en que vivimos.
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Si me siento a una mesa con gente que admiro y respeto, y que deseo escuchar, espero tener en el plato y en la copa mensajes honestos; si me sirven un vino flaco y descuidado, si mi carne está más decorada que sazonada, es difícil que todos lleguemos a una sobremesa extendida, aquellas sobremesas deliciosas, de servilletas arrugadas, de manteles manchados, de migas de pan y alegrías.
Aquellas sobremesas en las que todos nos envolvemos con las miradas, ya que bebimos y comimos bien, no necesariamente en lujos, una papa aplastada dorada en amores lentamente en una plancha de hierro con sal, pimienta y perejil y un churrasco de cuadril vuelta y vuelta a las brasas. ¿Qué más podemos pedir?
Lo que vale es el contenido de esa comida, la compañía, la conversación y, sobre todo, lo verdadero y real de lo que comemos y bebemos.
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Sostengo hace años que la única razón para comer y beber bien es tener mejores conversaciones en la mesa. La comida y la bebida incitan a la inteligencia, y frente a un grupo humano el compartir esto nos hace exaltar nuestra creatividad y poder extender nuestras ideas de una forma más elocuente, vivaz y, por qué no, inteligente.
Entonces, ¿no será mañana un buen día para comenzar? ¿No debemos todos desandar los caminos del sillón y de la tibieza para sumergirnos de a poco en algo más bestial y verdadero? ¿No debiéramos seguir siempre intentando colorear nuestros días con los rasgos de la niñez, de la ilusión, de la espera?
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Hay algo ancestral cuando nos paramos de noche frente a un fuego bajo las estrellas con un largo palo y cocinamos en silencio algún manjar simplemente con sal. ¿Estamos suficiente tiempo afuera? ¿Gozamos del aire fresco y de las adversidades del clima? ¿Conocemos en profundidad el rigor de la nieve, de la lluvia, del mar? ¿O vivimos en la comodidad de nuestros sillones y camas?
La vida es, para mí, la que abraza incertidumbre con contrastes y opuestos.

F. M.

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