domingo, 1 de diciembre de 2019
MANUSCRITOS,
Leer jeroglíficos
Todo arte, aun el que en sus figuras no se parece a nada, imita alguna cosa. Con toda probabilidad, suele pasar que imite algo que no existe y, en el mismo acto en que lo inventa, lo convierte en modelo para la imitación de sí mismo. Dicho de otra manera: una marca del arte que vale la pena es un arte que inventa todo pero disimula por pudor esa invención y la presenta como imitación.
Quien mire los óleos sobre papel que el artista Kirin muestra hasta fin de año en la Galería Jorge Mara/La Ruche no podrá eludir el sortilegio de que lo visto es una escritura; una escritura que dice algo, algo que no podemos traducir y mucho menos leer. No podemos hacerlo porque no refiere a nada más allá de sí mismo. Incluso cierto monocromatismo (cada trabajo es o bien negro, o bien rojo, Le Rouge et le Noir, diríamos) hace pensar en una escritura: una escritura robusta, con apariencia de runa y enigma de jeroglífico.
La escritura puede ser objeto de la pintura, aunque más no sea por el simple hecho -no hay novedad- la pintura misma es una variedad de la escritura. "El tema es siempre la escritura", me dice Kirin, con una modestia infinita. "Hay una idea de renglón. El trazo grueso tiene ya unos años, y empezó a repetirse y a armarse. Aparte del renglón, a mí me suena también el horizonte del pentagrama. Pero ¿cómo separar la escritura verbal de la escritura musical".
El compositor Gerardo Gandini solía decir que había compositores de las alturas (que es como decir de la melodía) y compositores del material (que sería como hablar del sonido crudo). Para ponerle nombres propios del siglo XX, habría dos extremos: Arnold Schönberg y Edgar Varèse. Podríamos extender la presunción a la pintura: hay pintores de la línea y pintores del material, y esto es del todo independiente de la cuestión de la figuración. Kirin parecería corresponder a los segundos, aunque con la salvedad de que no existe escritura sin línea. A veces, mundos distintos se encuentran.
"Yo siento que es una escritura interior de una idea. Pero más de eso no puedo explicar". Tampoco hace falta. Finalmente, ningún artista -ni Kirin ni ningún otro- está obligado a explicarse a sí mismo.
No debería sorprendernos que Kirin diera el salto de la pintura al sonido, del plano -que es espacio- al tiempo. Después de todo, la escritura (toda escritura) necesita el espacio para liberar un tiempo encerrado.
En colaboración con el músico Imaska, Kirin grabó nueve piezas (nueve tracks) con sonidos cuya fuente son instrumentos inventados por el propio artista. Esto no es raro: en el caso de Kirin, el artista y el inventor tienden a confundirse felizmente. Como sea, la superficie de su arte sonoro parece diferir, por lo menos en primera instancia, de las pinturas. La trama de sonidos es apretada, pero no tanto para que cada sonido no respire por sí mismo, y salte al oído una estratificación en capas. Es un caso de arte sonoro por derecho propio. Un caso experimental, además, porque Kirin diseña sus instrumentos sin poder calcular exactamente cuál será su comportamiento musical.
Esta última pintura suya, en cambio, se revela engañosamente simple: el trazo grueso, una mancha enigmática... Pero en los artistas en serio lo simple es máscara de lo que no lo es; del mismo modo que lo complejo suele ser la complejidad de la nada. Las patrias de Kirin son el romanticismo y el surrealismo (que no es más que una estribación de los románticos). El poeta Novalis -extremo de los románticos y una de las figuras tutelares del surrealismo- solía hablar de la poesía como un jeroglífico.
Cada día que pasa nos convencemos más de que todo arte participa de esa condición. Y aunque no lo parezca, más bien sucede al revés: el arte que quiere parecerse a un jeroglífico es el que menos enigmas encierra. Pero el que se nos dona en su sencillez, ¡ah!, ese está colmado de enigmas. Kirin es un ejemplo de lo que pasa cuando no hay hiato entre artista y arte.
P. G.
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