sábado, 14 de diciembre de 2019

OPINA DANIEL SABSAY,


Alternancia y transición ordenada, pilares de la democracia

Daniel Sabsay
Estamos transcurriendo, luego de casi un siglo, una sucesión civilizada entre dos presidentes que no pertenecen al mismo partido, lo que asegura la continuidad constitucional
El Estado de Derecho es un edificio que se sostiene en principios y valores. Así, la periodicidad de los mandatos, la alternancia en el ejercicio del poder, el equilibrio en la composición de los órganos del Estado y el control judicial independiente e imparcial creemos que, entre otros, son los que con mayor vigor sustentan al sistema en su conjunto. Luego de un largo derrotero de debilitamiento y de seria fragilidad de la democracia, la nuestra pareciera ingresar en un círculo virtuoso. La lectura de nuestra realidad, desde la evolución que se estaría produciendo en el cumplimiento de los postulados a los que hemos hecho referencia y a su eventual progresión futura, nos permite abrigar esperanzas.
Toda Constitución democrática establece los plazos de los mandatos de sus autoridades elegidas a través del sufragio. En el presidencialismo, los mandatos son fijos pues su duración está prevista en el texto constitucional y por lo tanto no puede ser modificada. En el parlamentarismo esto no sucede, ya que si bien la ley fundamental contempla períodos acotados para el desempeño de sus autoridades, estos son flexibles, en la medida en que permite el acortamiento del plazo de duración de los períodos, ya que el Parlamento cuenta con la capacidad de remover a los ministros, comenzando por el premier, a través del voto de censura. De manera recíproca, el Ejecutivo posee la potestad de disolver al Poder Legislativo. Esta suerte de "guion institucional" permite prever la duración del tiempo en que los gobernantes ejercen el poder, que debe apoyarse en el principio de periodicidad que impide que los electos puedan gobernar sin límite temporal. Así las cosas, se plasma la continuidad constitucional, que ocurre cuando siempre se cumplen estas premisas que impiden que se violen las cláusulas que contemplan la duración de los mandatos. En las democracias consolidadas esto se logra sin solución de continuidad. Al respecto, el ejemplo más categórico es el de Estados Unidos, país en el que, desde la sanción de su Constitución en 1787, se han observado hasta el presente los plazos para la realización de las elecciones, incluyendo el día en que estas deben llevarse a cabo.
En la Argentina esta continuidad no fue observada desde 1930 hasta 1983, más de medio siglo en cuyo transcurso gobiernos de jure y gobiernos de facto se sucedieron de modo pendular, pasando de manera abrupta del gobierno de los "votos" al gobierno de las "botas".
Hace treinta y seis años que hemos logrado el primer requisito hacia la consolidación democrática, la periodicidad de las elecciones, sin que esto haya significado que las alternancias sean ordenadas. En efecto, hemos sufrido varios barquinazos cada vez que los nuevos gobernantes sucedieron a otros de diferente signo político.
Durante los cincuenta y tres años que antecedieron a la transición democrática la rotación se daba entre militares y civiles, vaya alternancia. Desde 1983 los primeros dos recambios de este tipo generaron serias crisis del sistema. En 1989 y en 1999 llevaron al acortamiento forzado del término de los mandatos presidenciales de Alfonsín y De la Rúa, que no eran peronistas y sufrieron la misma suerte de todos los titulares del Ejecutivo que desde 1928 los precedieron y que no pertenecían al peronismo. Solamente los herederos de Perón tuvieron asegurada la continuidad en el ejercicio del poder. Los dos presidentes mencionados sufrieron un mal de origen que podríamos denominar el síndrome de la "alternancia traumática".
La alternancia en el ejercicio del poder se basa en la necesidad de evitar todo continuismo al frente del gobierno que importe una personalización contraria al "gobierno de las leyes". Este requisito adquiere particular importancia cuando se hace referencia al Poder Ejecutivo. Es precisamente en el interior del órgano administrador donde la inobservancia de esta regla puede provocar situaciones reñidas con los principios republicanos. Aunque se celebren elecciones periódicas y teóricamente libres y puras se generan riesgos de personalización del poder que van debilitando la posibilidad de conseguir una democracia real.
En la Argentina, se asiste por primera vez a la reversión de esta suerte de destino que se creía manifiesto. Estamos transcurriendo, luego de casi un siglo, una sucesión civilizada entre dos presidentes que no pertenecen al mismo partido. En pocos días Mauricio Macri le entregará el bastón y la banda presidenciales a Alberto Fernández, un peronista habrá sucedido a un no peronista, asegurando la continuidad constitucional. Además, el primero deberá presidir la Nación en el marco de un equilibrio de poderes nunca visto desde que Juan Domingo Perón fue elegido por primera vez. Estos logros son hitos fundamentales en la dirección del fortalecimiento de nuestras instituciones y son el fruto de la voluntad del pueblo soberano expresada en las urnas.
Los argentinos hemos apostado a un voto pensado para que surgiera una realidad institucional en la que deberán predominar los controles recíprocos y desaparecer las hegemonías. Cuesta percibir estas transformaciones cuando se sufre una crisis económica profunda como la que otra vez experimentamos los argentinos. El edificio solo se completará con la construcción de un Poder Judicial imparcial e independiente. Una Justicia "tiempista" inclinada a dictar sus sentencias en función del color político del gobernante de turno impide que se lleve a cabo una función esencial para el Estado de Derecho, el control de los actos de los gobernantes y la transparencia de los mismos en el marco de una clara lucha contra la corrupción y de su peor sucedáneo, la impunidad. A su vez, ello conduce naturalmente al imperio de la ley, a su cumplimiento, que es una condición sine qua non para que gobiernen las instituciones y no los hombres, en alusión a los dichos de Hamilton cuando dejaba la convención constituyente estadounidense que acababa de sancionar la nueva ley fundamental de su país.
La Argentina se encontraba entre los diez países más ricos y desarrollados del planeta hasta que se produjo el trágico golpe militar de 1930, que inauguró el ciclo de la discontinuidad constitucional. Desde entonces la decadencia ha sido una constante. Los países más desarrollados del mundo en sentido amplio, tanto humano como económico, exhiben un panorama institucional robusto. Los cambios a los que estamos asistiendo eran muy difíciles de prever hasta que el 27 de octubre pasado se produjo un verdadero cataclismo institucional que se reflejará en las relaciones entre los poderes Legislativo y Ejecutivo. Aun a riesgo de ser tomados por ingenuos, nos ilusionamos con un país que gracias a este nuevo rumbo estaría retomando la curva ascendente de la que nunca se debió apartar.

Profesor titular y director de la carrera de posgrado de Derecho Constitucional de la UBA

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