sábado, 14 de marzo de 2020

AUTORA Y LECTURAS RECOMENDADAS,


Que una persona cuerda se psicoanalice en España no se entiende 
Almudena Grandes
La locura es el motor de La madre de Frankenstein, nueva novela en la saga de posguerra que la autora escribe sobre la huella de Benito Pérez Galdós, al que defiende en la polémica sobre su centenario

Cae aguanieve, pero adentro hay calor de hogar. A pocos metros de aquel departamento céntrico se encuentra la casa de su infancia. La distancia la ha recorrido con sus libros, con sus giras de presentación –Buenos Aires es la ciudad que más veces ha visitado fuera de España–, con sus premios, como el Nacional de Narrativa, y con esa máquina de tiempo en que traslada buena parte de sus ficciones. 
PÁG.780
PRECIO 950$

Almudena Grandes construye su hogar en una biblioteca. Después de atravesar esos largos y altos estantes que sostienen los pasillos, principalmente con libros de poesía, objeto de colección de su marido, el poeta y director del Instituto Cervantes Luis García Montero, abre la puerta que da a una sala cálida y al recuerdo de su propia niñez.

 La locura y la psiquiatría son los motores de su nueva novela, La madre de Frankenstein (Tusquets), otro capítulo en la saga llamada Episodio de una guerra interminable, ese monumental proyecto que se propuso realizar sobre le huella de Benito Pérez Galdós para retratar, a través de la ficción, la vida cotidiana de la posguerra.
 “Hija mía, yo no sé qué ha pasado que esta novela le gusta a la gente más insospechada”, dice sobre esta historia que, de modo súbito tras su publicación, trepó al podio de best sellers.

La madre de Frankestein es una novela polifónica en la que Grandes enhebra las voces de tres narradores en torno a un manicomio de mujeres: una tristemente célebre paciente, Aurora Rodríguez Carballeira; Germán Velázquez, un psiquiatra que acaba de regresar a España luego de formarse en Suiza, y María, una auxiliar de enfermería, una magnética Scherezade. 
Este episodio está ambientado en una oscura década que Grandes resume en una palabra: silencio. “El terror sistemático de los años cuarenta había hecho bien su trabajo. 
Ya habían fusilado a todos los que había que fusilar. En la España nacionalcatólica todo era pecado y todos los pecados eran delito. Pero quienes peor la tenían eran las mujeres”, dice Grandes, quien se inspira en un personaje real, Aurora Rodríguez Carballeira, la parricida más famosa de todos los tiempos, quien mata de cuatro disparos a su hija y a quien Fernando Fernán Gómez retrató en
Mi hija Hildegart (1977). En un instituto mental convergen distintas clases sociales, ideologías, abusos y secretos de una época, el microcosmos de aquel país: “España era por entonces un manicomio”.

–¿Cuán complejo fue escribir la voz de una paranoica como Aurora?

–A Aurora le llevo dando vueltas desde hace 31 años. En 1989, cuando iba mucho a las librerías a ver mi primera novela, dónde estaba colocada en los estantes, se publicó un libro en una editorial muy progre, muy de izquierdas: El manuscrito encontrado en Ciempozuelos, de un psiquiatra represaliado por el régimen, Guillermo Rendueles Olmedo.
 Este libro cambió radicalmente mi imagen de Aurora porque él tuvo acceso a su historia clínica. Ella era, ante todo, una enferma mental, una paranoica. Es un personaje irresistible. Me parecía más interesante el monólogo interior de Aurora con su puro delirio. No podían ser monólogos muy largos porque en esta novela hay muchos puntos de vista.
–¿Por qué te parece irresistible?

–Tenía todos los requisitos para ser la nueva mujer de la nueva España. Era inteligentísima, autodidacta, cultísima, rica –que parece una tontería, pero si no hubiese sido rica no hubiese podido ser independiente– y cultivaba mucho la vida pública. Su hija era superdotada, no le podría haber salido mejor. Fue una de las protofiguras del movimiento feminista español, del eugenisismo de izquierda, y una enferma mental. Nunca he podido odiar a Aurora.
–En la novela un psiquiatra le dice a otro: “¡Olvídese de Freud!”. ¿Estaba prohibido Freud?
–Tanto como prohibido, no. No se editaba. Estaba mal visto. Había
que guardar las apariencias.
–¿Por qué pensás que en España no está tan arraigada la terapia?
–No se puede decir que acá no haya triunfado la psicoterapia, porque hay muchísimos psicoterapeutas muy buenos y servicios desde los sesenta. Es cierto que no ha llegado a convertirse en una costumbre. La psicoterapia no te diré que es un estigma, pero se mira con muy poca naturalidad. Hay poca comprensión sobre la enfermedad mental en España, entonces, que una persona que está cuerda se psicoanalice no se entiende.
–¿Te psicoanalizaste?
–No, y me hubiese gustado, pero cuando conocí a mi marido, que había estudiado psicoanálisis de joven, me dijo: “No te puedes psicoanalizar porque te mueres como escritora”. La novela es un trabajo que te ahorra el psicoanálisis porque hay que excavar para adentro, porque lo único que tengo para traspasar a mis personajes es mi propia experiencia.

–Y al excavar en tu memoria aparece Ina, a quien le dedicás el libro e inspira el personaje de María.
–Era mi tata [forma cariñosa de llamar a persona que limpia y cuida a los niños de una familia]. Uno de los momentos culminantes de mi infancia era cuando nos llevaba a ver a su hermana en las afueras de Madrid, y yo, que era del puñetero centro, me parecía una aventura ir al pueblo. Era una vida que no tenía nada que ver con la mía. Ina, o María, representa a esas mujeres del franquismo que no tuvieron oportunidad de elegir.
–¿Es María una especie de Fortunata, del libro Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós?
–Sí. Pero no podemos contar sin hacer spoiler [risas]. Galdós nos enseñó que la vida privada de las personas normales sirve para contar la gran historia de las naciones. La historia de Fortunata es tan eterna y tan universal, y sobre todo tan característica del franquismo, que supuso para la sociedad en general, pero para las mujeres en particular, una vuelta al pasado vertiginoso. Las mujeres españolas no volvieron a 1931. Volvieron al siglo XIX.
–En este centenario de Galdós hubo una polémica a raíz de un artículo tuyo sobre las virtudes del autor, idea que Javier Cercas objetó, actitud que Antonio Muñoz Molina salió a criticar. Elegiste el silencio.
–No le respondí a Cercas. Me parece que tiene todo el derecho a que no le guste Galdós, pero a mí me parece que ese no es un argumento. Cercas dice que no se puede comparar a Galdós con Dickens. ¿Por qué? “Porque lo digo yo”. Y habla de Kafka y Joyce. No se puede comparar a ellos con Galdós porque no son de la misma época, para empezar. Pensaba contestarle con el “Díptico español”, de Luis Cernuda, pero entonces le respondió Antonio Muñoz Molina.

–¿Sos amiga de Muñoz Molina?
–No. Pero ya se desplazó la polémica a otro lado. A mí me ha llenado de satisfacción la repercusión que ha tenido el centenario. Llevo muchos años haciendo campaña por Galdós en solitario. Es verdad que Muñoz Molina, Rafael Chirbes y Antonio Orejudo estaban ahí. En general éramos muy pocos. Y de repente hacen un centenario, “le das una patada al bote”, como dicen aquí, y salen 17 galdosianos. Quien sale mal parado es Ramón del Valle-inclán, a quien se lo acusa de haber dicho algo que nunca dijo (“garbancero”). Eso es atacar a dos personas por el precio de uno.
–No te interesa entrar en polémicas.
–No. Sí hay una cosa que me molestó, y esto sí lo voy a decir, es el cainismo de los intelectuales españoles. Si le hacen un centenario a un escritor que no te interesa, bueno, pues, ¡te callas! A mí jamás se ocurriría decir “no es para tanto” o “ya está bien”. Apoyo los centenarios y los homenajes de quienes amo. Estas cosas solo se justifican por la admiración y la admiración es una forma de amor. Atacar una tradición que no te favorece me parece mezquino.

L. V.

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