Las raíces históricas de la permanente deuda argentina
Jorge Ossona
Mal crónico de la economía, solucionarlo requerirá de una delicada obra de ingeniería política
La deuda pública es un problema crónico de la economía argentina desde fines de los 70. Uno de los legados envenenados de la última dictadura militar a la democracia. Tan cierto como que desde 1983 ningún gobierno constitucional lo pudo resolver de manera terminante y definitiva. La vertiginosidad de una macroeconomía desquiciada por la inflación impide ver sus raíces, ancladas en el entramado original del país. La historia puede ofrecer alguna contribución a ese esclarecimiento básico.
La Argentina fue un país en cuya partida de nacimiento está inscripta una notable asimetría regional en el contexto de los circuitos económicos mundiales de la etapa de la revolución industrial comenzada a mediados del siglo XIX. Por un lado, las llanuras húmedas del este, con epicentro en la provincia de Buenos Aires, aptas, en cuanto se poblaran, para satisfacer en gran escala las demandas alimentarias de la Europa manufacturera. Por el otro, el interior seco; hinterland durante la etapa colonial de los grandes yacimientos argentíferos del Alto y el Bajo Perú cuya producción era demandada por la Europa de los imperios absolutos.
Fue la decadencia del Alto Perú desde la emancipación, agravada por la fractura política que supuso la Revolución de Mayo respecto de lo que con los años habría de devenir Bolivia, lo que convirtió a nuestro interior, más poblado que el Litoral, en un callejón sin salida para sus producciones regionales. Problema apenas compensado más por los puertos chilenos que por Buenos Aires, por una obvia razón de distancia. Mientras tanto, desde 1820, el crecimiento vertiginoso de la ganadería porteña la fue transformando en una nueva Potosí pecuaria, con su enorme gravitación demográfica respecto de las provincias mediterráneas. Cuestión que se acentuó no bien la producción primaria litoraleña emprendió desde mediados del siglo XIX su diversificación agrícola de Santa Fe y Córdoba.
Este proceso denota las dificultades de nuestra organización como Estado nacional, cuyos arquitectos se empecinaron en abarcar en un mismo territorio el Litoral cada vez más rico, el interior cada vez más pobre y las zonas de dominio solo virtual, en manos de poblaciones indígenas, como el Chaco y la Patagonia y una buena parte del territorio de nuestras provincias actuales. Fue una verdadera tarea de ingeniería política e institucional que comenzó con el Pacto Federal de 1831 y que culminó con la federalización de la ciudad de Buenos Aires, en 1880. El resultado fue un Estado enorme y poderosísimo cuya soberanía se extendió homogéneamente sobre todo su territorio, un proceso inconcluso en varios países de América Latina hasta nuestros días.
Resultó de un fino tejido de acuerdos orientados a compensar la pobreza regional a través de la política, cuestión que ingresó en una etapa definitiva entre 1874 y 1880. Una razón no menor de su galvanización fue que la república de notables primigenia estuvo regida por algunas oligarquías estratégicas del interior -particularmente Tucumán y Córdoba, con Mendoza y Salta como socias menores- que durante 40 años desplazaron a los porteños a un lugar secundario. Así, no solo el rico se hizo cargo del pobre, sino que también el pobre se enriqueció en los circuitos de la política como trampolín para los buenos negocios litoraleños, conformando una sólida clase dirigente de contornos nacionales.
La estabilidad jurídica concomitante, que acabó con los últimos vestigios de guerras interregionales del siglo XIX, convirtió a la nueva república sudamericana en la meca de los capitales y contingentes inmigratorios requeridos por las llanuras del este. Pero la crisis financiera de 1890 supuso una severa advertencia a la clase dirigente sobre el costo de una administración pública tan vasta y de la necesidad imperiosa de una rigurosa disciplina en la política fiscal y monetaria. Fue una lección que quedó grabada a fuego pese al estrepitoso crecimiento entre fines del siglo XIX y la Gran Guerra de 1914, que luego de su posguerra retomó su curso final. Los gravámenes a las importaciones, principal fuente de ingresos fiscales, se conjugaron armoniosamente con la deuda pública para financiar el aparato estatal federal.
La Gran Depresión de 1930 y el cierre consiguiente de Europa a las importaciones de nuestros alimentos impactaron duramente en las economías de Buenos Aires y el Litoral. Con pocos recursos financieros e ingresos decrecientes por el cierre autárquico, el Estado fue modificando su estructura fiscal, sustituyéndola por impuestos directos e internos que volvieron a complicar la relación entre la Nación y las provincias.
Sin embargo, para las economías regionales significó una oportunidad de crecimiento plasmada en nuevas actividades especializadas en satisfacer las necesidades de un Litoral demográficamente estancado, pero que sustituía importaciones europeas por bienes industriales confeccionados mayormente en Buenos Aires y sus alrededores.
Las funciones estatales, numerosas desde sus orígenes, experimentaron una torsión cuantitativa y cualitativa al diversificarse hacia la protección de las sucesivas etapas de la industrialización sustitutiva de importaciones, de los intereses financieros concomitantes, de los agricultores quebrados y de los servicios públicos estatizados, desplegando, asimismo, sucesivos y onerosos programas de obras públicas siempre insuficientes. Su sustentabilidad fiscal empezó a exhibir vulnerabilidades desde la segunda posguerra, que se financiaron hasta fines de los 60 mediante el impuesto inflacionario. Es cierto que, pese a todo, los subsidios permitieron mantener el crecimiento y el carácter vertebrado de nuestra sociedad, pero este empezó a sufrir amenazas al compás del agravamiento del déficit fiscal y la inflación.
El expediente de la deuda, una tentación acariciada desde el post-Rodrigazo y concretada a partir de la reforma inducida desde el BCRA en 1977, se ajustó a la alta valorización financiera de los mercados internacionales durante aquella década. El estancamiento y el déficit la conjugaron en una trampa mortal para nuestro crecimiento plasmándose en la dolarización fáctica de la economía, altísimos niveles de informalidad y de pobreza social. La administración del corto plazo se devoró cualquier proyección a futuro. Fue entonces cuando comenzó esta historia que nos aflige como en los 80; a principios y fines de los 90, y desde los 2000 hasta hoy. Desde entonces, hubo experiencias de renegociaciones relativamente exitosas en los 90 y los 2000. Pero su productividad fue transitoria, dada la inmadurez de la nueva economía exportadora agroindustrial, con la consiguiente pulsión hacia el déficit fiscal descontrolado y su financiamiento inflacionario, como desde mediados de los 2000, o deuda desde 2015.
Esta nueva etapa, que se insinúa desde hace 40 años, pero que tarda en nacer, requerirá de un pacto fiscal semejante -aunque de contornos obviamente diferentes- al de fines del siglo XIX que restaure la confianza tan penosamente perdida por nuestra recurrente morosidad. Solo así se podrá recomponer el desarrollo, una macroeconomía equilibrada sin grandes sobresaltos e inflación civilizada solo posible en el marco de un sistema político exento de hegemonismo. La deuda podría entonces equilibrarse con el crecimiento apuntalándolo contribuyendo a reintegrar social y productivamente al gran saldo del agotamiento de la etapa anterior y de la inmadurez y complejidad de esta en curso: la pobreza endémica de los grandes conurbanos. Una nueva obra de ingeniería política que requerirá de una imaginación y patriotismo indiscernible de aquel de los hombres del siglo XIX.
Miembro del Club Político Argentino
Las funciones estatales, numerosas desde sus orígenes, experimentaron una torsión cuantitativa y cualitativa al diversificarse hacia la protección de las sucesivas etapas de la industrialización sustitutiva de importaciones, de los intereses financieros concomitantes, de los agricultores quebrados y de los servicios públicos estatizados, desplegando, asimismo, sucesivos y onerosos programas de obras públicas siempre insuficientes. Su sustentabilidad fiscal empezó a exhibir vulnerabilidades desde la segunda posguerra, que se financiaron hasta fines de los 60 mediante el impuesto inflacionario. Es cierto que, pese a todo, los subsidios permitieron mantener el crecimiento y el carácter vertebrado de nuestra sociedad, pero este empezó a sufrir amenazas al compás del agravamiento del déficit fiscal y la inflación.
El expediente de la deuda, una tentación acariciada desde el post-Rodrigazo y concretada a partir de la reforma inducida desde el BCRA en 1977, se ajustó a la alta valorización financiera de los mercados internacionales durante aquella década. El estancamiento y el déficit la conjugaron en una trampa mortal para nuestro crecimiento plasmándose en la dolarización fáctica de la economía, altísimos niveles de informalidad y de pobreza social. La administración del corto plazo se devoró cualquier proyección a futuro. Fue entonces cuando comenzó esta historia que nos aflige como en los 80; a principios y fines de los 90, y desde los 2000 hasta hoy. Desde entonces, hubo experiencias de renegociaciones relativamente exitosas en los 90 y los 2000. Pero su productividad fue transitoria, dada la inmadurez de la nueva economía exportadora agroindustrial, con la consiguiente pulsión hacia el déficit fiscal descontrolado y su financiamiento inflacionario, como desde mediados de los 2000, o deuda desde 2015.
Esta nueva etapa, que se insinúa desde hace 40 años, pero que tarda en nacer, requerirá de un pacto fiscal semejante -aunque de contornos obviamente diferentes- al de fines del siglo XIX que restaure la confianza tan penosamente perdida por nuestra recurrente morosidad. Solo así se podrá recomponer el desarrollo, una macroeconomía equilibrada sin grandes sobresaltos e inflación civilizada solo posible en el marco de un sistema político exento de hegemonismo. La deuda podría entonces equilibrarse con el crecimiento apuntalándolo contribuyendo a reintegrar social y productivamente al gran saldo del agotamiento de la etapa anterior y de la inmadurez y complejidad de esta en curso: la pobreza endémica de los grandes conurbanos. Una nueva obra de ingeniería política que requerirá de una imaginación y patriotismo indiscernible de aquel de los hombres del siglo XIX.
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