sábado, 21 de marzo de 2020

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


La creciente locura de un hombre obsesionado con su vecina

Jorge Fernández Díaz leyó un relato del 
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escritor y jurista alemán Ferdinand von Schirach que narra la historia de Brinkmann, un hombre que desciende al terreno de la locura al obsesionarse con su vecina.
Por la mañana buscaba a tientas la mano de su esposa. Durante veinticuatro años, el día había comenzado así, solo llevaban separados unas pocas noches. Medio dormida, ella siempre había agarrado la mano de él, un reflejo como el de un bebé.
A su lado, la cama está ahora vacía, ha vuelto a olvidarlo mientras dormía. Brinkmann se sienta y enciende la luz. Emily tenía cincuenta y tres años cuando se descubrió las manchas en la pierna: melanoma maligno.
El tumor se había «extendido», según dijeron los médicos, metástasis en los ganglios linfáticos, en los pulmones, en el hígado, «tumores secundarios» los llamaron. Operar no serviría de nada. Un mes después ingresó en el hospital.
Su rostro sobre la almohada blanca era más pequeño cada semana. Antes de morir se despertó de nuevo. Él se inclinó sobre la cama, ella le cogió la cabeza con las manos. No podía hablar, él percibió el miedo de su esposa.
Hora y media más tarde, en una máquina sonó la alarma, dos enfermeras sacaron la cama con ruedas de la habitación golpeando con los bordes el marco de la puerta. Le dijeron que no podía acompañarla. Y durante un buen rato no sucedió nada.
Por la mañana, un doctor joven entró en la habitación.
—Su esposa ha fallecido —dijo.
No había sentido ningún dolor, añadió. Pero era mentira.
Brinkmann sacó las cosas del armario del hospital y las metió en la maleta a cuadros rojos y blancos de ella; los pijamas, las cremas, los cepillos. Los libros que no había podido leer.
Le habría gustado comentarlo todo con ella. En su primer apartamento habían compartido escritorio: una mitad para él, una mitad para ella. Nunca habían dejado de comunicarse el uno con el otro.
Una vez en casa, recogió el correo del buzón. Esperó con la maleta y las cartas en la entrada del apartamento, justo donde estaba escrito el nombre de su esposa. Esperó a que pasase algo, pero no ocurrió nada. Se sentó en la silla, junto al paragüero, y llamó a sus hijas. Querían ir enseguida.
Les dijo que no era necesario, que estaba bien. Se quedó despierto hasta que amaneció, quería mantenerse despierto y esperar a Emily.
Dos días más tarde volvió a verla en el hospital. Su rostro no era serio ni hermoso.
Habían desaparecido el dolor, la alegría, la bondad. Mandó que la incineraran tal como ella quería. La muerte no es un misterio ante el cual haya que postrarse, pensó en el funeral. En las semanas y meses que siguieron a su muerte, soñaba con su voz. Ya no había nada que valiese la pena.
Esto sucedió hace cuatro años. Vestido con un albornoz, Brinkmann se prepara un café en la cocina y sale con la taza al jardín. Todavía está oscuro. Contempla las luces evanescentes de los portacontenedores y las embarcaciones deportivas.
Más tarde, bajo la ducha, se marea, se apoya contra la pared y cierra los ojos hasta que se le pasa. Se afeita, se viste y saca brillo a los zapatos. Tiene miedo de quedarse al margen del tiempo.
Se pone el abrigo, coge la llave y se marcha de casa. La vieja propietaria del kiosco está sentada tras el mostrador haciendo punto. Emily siempre había bromeado acerca de la anciana, se habían imaginado a hijos, nietos y biznietos con unos armarios llenos de prendas de lana rústica tejidas a mano.
Compra un diario y cigarrillos. En la calle pasa lentamente por su lado un descapotable; una joven apoya la cabeza contra una de las ventanillas laterales, está dormida. El conductor es prudente, no quiere despertarla, piensa Brinkmann.
A lo mejor vienen de una fiesta en el campo, han salido al amanecer, después se acostará con ella. Siente una contracción en el estómago. Desciende la larga escalera hasta la orilla y camina junto a las casas de dos plantas y los bonitos jardines delanteros hasta llegar al café.
Pide un «desayuno pequeño». Pasa dos horas leyendo el diario. A veces observa a la pareja de la mesa de al lado; el hombre teclea en el móvil y la mujer mira el río. Brinkmann ya había estado ahí de niño, entonces era su padre quien lo llevaba.
Prácticos y navegantes solían comer y beber en la playa. Paga y regresa a casa. Cuenta como siempre los ciento treinta y seis escalones que hay desde la calle. Cuando llega arriba está sin aliento. Aún tiene todo el día por delante, solitario y vacío. Como cada uno de los días desde la muerte de Emily.
Sus hijas le regalan para su cumpleaños un crucero por el Caribe. No sabe qué hacer en el barco: los animadores, los toboganes acuáticos y las cenas en esas salas inmensas, todo eso le repugna. Se queda casi siempre en el camarote.
El día de su cumpleaños, el personal del barco le prepara una mesa con flores y regalos, le resulta penoso. Algunas mujeres se dirigen a él, pero rechaza establecer cualquier contacto.
Cuando regresa del crucero, los vecinos han vendido la casa. Delante del garaje hay un coche verde oscuro, un Jaguar descapotable de los años sesenta. Unos días más tarde, la nueva vecina llama a su puerta.
Se presenta solo por su nombre de pila: Antonia. Le lleva un bizcocho, «casero», dice. Brinkmann la invita a entrar. Prepara café, se sientan en el jardín. Están tan contentos de haber encontrado por fin una casa en ese barrio…
Ahí, en la Elbchaussee, casi nunca se vende nada.
—Llevábamos ya una eternidad buscando —le cuenta.
En dos ocasiones toca el antebrazo, la mano de Brinkmann. Él intenta prestar atención a sus palabras, pero no puede concentrarse. Al cabo de media hora la vecina se marcha, con ese vestido y el gran escote en la espalda. Delante de la puerta del jardín, ella se vuelve otra vez. Se parece a Emily, piensa él, los mismos pómulos altos, la misma risa, el porte.
—Me alegraría que se pasara alguna vez a vernos —dice.
Luego comienza el verano. Los vecinos renuevan la piscina, instalan reflectores y ponen unas baldosas claras. Ahora, por las noches, Brinkmann ve desde su terraza el agua verdeazulada.
El primer día de calor compra en una tienda de delicatessen dos botellas del vino blanco que le gustaba a Emily. Pulsa el timbre de los vecinos. Antonia le abre ataviada con unos shorts claros y camiseta blanca. No lleva sujetador, tiene las piernas tersas y bronceadas.
Brinkmann nunca había estado en esa casa, un bungalow de los años veinte en forma de U, cuyo patio interior se abre al río. Ella le enseña la casa y la nueva piscina. Luego va a la cocina a buscar dos copas con cubitos de hielo y beben el vino.
Está rebosante de vida, piensa. Él, sentado en semisombra, le habla del crucero. Ella ríe mucho, tiene una risa luminosa y alegre. Le pregunta si tiene ganas de nadar, es muy refrescante y le sentará bien. Él no quiere que vea su cuerpo, el pelo blanco del pectoral, las manchas de la edad.
—No soporto el cloro —dice.
El sudor se le acumula en las cejas. Tiene que ir un momento al baño. Ella le indica el camino: la tercera puerta a la izquierda, siguiendo el pasillo.
Sobre la repisa del lavabo hay frascos de perfume, jabón de glicerina de Sicilia y una gran concha. Acaricia con los dedos la cara interior; es rosa, lisa, cálida.
Brinkmann inclina la cabeza sobre la pila y deja que el agua fría le corra por la nuca, hasta que se recupera. Cuando regresa, ella está sentada al borde de la piscina, con los pies en el agua. El sol es insoportable.
—Va a ser un verano bonito —dice ella echando la cabeza hacia atrás.
—Ahora, lamentablemente, tengo que marcharme —anuncia él.
Más tarde la ve desde la terraza, tendida sobre una colchoneta amarilla en la piscina, una mano en el agua, los ojos cerrados. El cuerpo reluciente a causa del aceite bronceador.
Brinkmann va a visitar a Antonia casi cada día. Por las mañanas desayuna en el café, al mediodía va a verla. Siempre lleva algún pequeño obsequio, dulces, revistas, libros. Pasan el día junto a la piscina. Antonia dice que está contenta de que esté ahí, sabe escuchar tan bien…
Le cuenta su vida. Sus padres son profesores universitarios, es hija única. Habla con frecuencia de su padre, que es más joven que Brinkmann. Es un hombre reservado, como Brinkmann; dice que es autor de una obra de referencia sobre el Renacimiento en Florencia.
De niña lo acompañó a menudo a esa ciudad, pasaban horas deambulando por museos e iglesias. Conoció a su marido durante la carrera. Casarse, dice, fue un alivio.
Ya no soportaba a los hombres, la alianza la protegió de ellos. Está desnuda sobre las baldosas al lado de la piscina y él hace como si eso no significara nada. Es el acuerdo tácito, piensa él.
El marido suele llegar tarde de la agencia, llama antes de volver a casa. Brinkmann nunca se cruza con él. Los fines de semana a veces ve que el vecino repara el coche; ha montado un taller en el garaje. Eso lo relaja, responde Antonia cuando él le pregunta al respecto.
En pleno verano ella se marcha a casa de sus padres una semana. Tres días después de su partida, un domingo, el Jaguar está en el camino de entrada del vecino, levantado sobre dos gatos.
En el asfalto y el césped descansan unas herramientas, y las ruedas delanteras están desmontadas y apoyadas en la pared de la casa. El vecino está tumbado debajo del motor, Brinkmann solo le ve las piernas y las alpargatas.
—Buenos días —dice el hombre. Sale rodando sobre la tabla que hay debajo del coche y se pone de pie. Tiene el rostro y las manos embadurnados de aceite—. Mejor no le doy la mano.
Parece un piloto de avión, piensa Brinkmann.
—He oído hablar mucho de usted, Antonia no deja de mencionarlo —dice el hombre—. Me alegro de haberlo conocido por fin. —Señala el vehículo—. Este condenado coche… El cárter tiene una grieta.
—Es un coche muy elegante —señala Brinkmann—, que lo disfrute.
—Que pase un buen domingo —dice el hombre—, y espero que volvamos a vernos pronto.
Vuelve a tenderse en la tabla y se desliza de nuevo debajo del motor.
Brinkmann pone el pie sobre el parachoques. El reflejo del sol en el cromo lo deslumbra. Deja caer sobre él todo su peso. Los dos gatos se doblan, el coche resbala sobre el hombre.
Una muerte fea, dirá posteriormente el médico forense a los agentes, algo que ocurre con frecuencia. La enorme presión sobre la caja torácica comprime la sangre en la cabeza y los pies.
Miles de pequeños vasos sanguíneos revientan; parecen picaduras de un insecto diminuto. El rostro se hincha y adquiere un tono violeta rojizo. Tornillos, abrazaderas y piezas de hierro se dibujan en la piel. La víctima se ahoga.
Brinkmann se da media vuelta y regresa a su casa. Acaricia los rododendros de su jardín. Los plantó Emily; para eso lo mejor es el otoño, le dijo entonces.
Dos semanas más tarde se celebra el funeral. Es la misma iglesia en la que Brinkmann asistió a la misa de difuntos de Emily, lleva el mismo traje que entonces. Está sentado detrás de Antonia, ella se vuelve varias veces hacia él.
Durante las semanas siguientes cuida de ella, la ayuda con las tareas administrativas, la lleva en coche a la ciudad, la consuela. Ahora cenan juntos con frecuencia; ella todavía habla mucho de su marido. En primavera, Brinkmann le propone que lo acompañe a Cerdeña, ha alquilado una casa junto al mar.
—Vale más que ahora no se quede sola —dice.
Nunca se lleva a cabo una investigación contra Brinkmann, ya que según el informe de la policía se trató de un accidente. Solo en una ocasión, al cabo de unos años, una tarde de verano, le hablará a su abogado de ello.
Dirá que no siente ni arrepentimiento ni culpa, que no duerme mal y que no hay nada que lo inquiete. Y entonces se abrirá la puerta de la terraza y Antonia le preguntará si no tiene ganas de ir a la piscina, que el agua está estupenda.
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El texto pertenece al libro de cuentos Castigo de Ferdinand von Schirach

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