miércoles, 4 de marzo de 2020

OPINIONES,


No banalizar el grave concepto de “prisionero político”
Christian Alberto Cao
Christian Alberto Cao Catedrático de Derecho (Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires), abogado y doctor en Derecho (Universidad Complutense de Madrid)
Hace días que estamos presenciando una discusión sobre el concepto de presos políticos y cuál sería la forma institucional de proceder para el caso de que existieran en la Argentina. Lo primero que debemos decir es que el concepto de “preso político” no es del todo adecuado. La definición castellana correcta referiría a “prisionero político”. Pero no nos detengamos en la semántica y avancemos sobre las pocas definiciones en la materia.
La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa definió en 2010 la noción de preso político (political prisoner) como una persona que se encuentra privada de su libertad, pero cuya forma de detención reúne al menos una de las siguientes características: infringe alguna de las garantías constitucionales y esto guarda relación con motivos políticos; fue impuesta por motivos estrictamente políticos sin relación con delito alguno; la duración de esa detención no guarda relación con la pena imponible fijada en la ley, o la persona detenida es tratada de forma discriminatoria por motivos políticos.
Ese órgano europeo acuñó la definición al analizar casos sucedidos en Armenia, Azerbaiyán y la guerra civil en Namibia. En otras palabras, el concepto fue creado hace poco tiempo y en escenarios de extrema gravedad.en la Argentina este debate no es nuevo, sino que nos remonta al tiempo de la sanción de la Constitución nacional.
En 1853 la Asamblea Constituyente se hizo cargo de las consecuencias de las guerras civiles previas, donde no faltaron los encarcelamientos, represalias y fusilamientos a quien fuera considerado enemigo por motivos políticos. El texto supremo abolió “para siempre la pena de muerte por causas políticas”. Incluso fue más allá: eliminó la confiscación de bienes “para siempre del Código Penal argentino”, usada como moneda corriente para la sanción política. Más adelante en el tiempo, desde el año 1994 los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por la Argentina –por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos– garantizan la igualdad y la no discriminación por las opiniones políticas.
La protección constitucional argentina hace entonces que todo preso o prisionero político deba ser considerado una víctima de la más grave forma de discriminación por motivo u opinión política. De esta manera, quien hoy sostenga la existencia de presos o prisioneros políticos estará también acusando –lo diga o no lo diga– un ejercicio discriminatorio por parte del sistema judicial. Semejante injusticia –de existir– no debería ser nunca tolerada, a tal punto que la Constitución nacional atribuye al presidente de la República una amplia potestad para indultar o conmutar penas a quien hipotéticamente hubiera sido condenado discriminatoriamente por motivos políticos, es decir, a un prisionero político.
Ahora bien, el debate sobre la existencia o no de presos o prisioneros políticos hoy en la Argentina por momentos se enreda en posiciones partidarias que en poco contribuyen al abordaje sincero del tema. Veamos algunas consideraciones que tal vez ayuden a clarificar. Casi toda decisión de los poderes públicos, incluso de los jueces, es un acto político, una actividad de la cosa pública. Es una enseñanza que nos legaron los griegos hace siglos, y no pretendamos ahora desconocerla. Si la función judicial –principalmente en el plano penal– deviniera tendenciosa, partidaria o discriminatoria por motivos políticos, esta adquirirá un vicio que se deberá combatir siempre en el marco de la Constitución. En ella existen mecanismos institucionales suficientes para hacerlo.
Una condena penal a un funcionario o exfuncionario público por la comisión de un delito no implica indefectiblemente una persecución o discriminación política. En todo caso se estará ante un político condenado, que no es lo mismo. El Código Penal establece crímenes vinculados a la corrupción y el mal manejo del dinero público, y es justo que así lo haga. En esta línea, los países institucionalmente más sólidos hacen mayores esfuerzos para prevenir, combatir y condenar los delitos relacionados con la corrupción política. El mundo así avanza, y la Argentina no debe retroceder en la materia. Las organizaciones internacionales –Naciones Unidas y Estados Americanos– también hacen otro tanto. Ambas aprobaron convenciones que abordan ese problema y fueron ratificadas por países que seriamente también lo hacen.
El incumplimiento de toda garantía constitucional en el desarrollo de un juicio penal –por ejemplo, una condena o detención por motivos netamente políticos– por parte de jueces o fiscales generalmente es fulminado de nulidad. Esa sanción no cae muy simpática a quienes lo cometen, ya que incluso puede acarrear penalidades al funcionario. Las condenas penales privativas de libertad fijadas por los jueces tienen mecanismos de revisión. Son muchos. De hecho en la Argentina se cuestiona que la Corte Suprema de Justicia tenga la última palabra para definir cuándo existe sentencia firme. Posiblemente este sea uno de los motivos de la larga duración de los juicios, que debería ser discutido.
La detención preventiva mientras dure el proceso debe ser siempre excepcional, y exige la comprobación del riesgo procesal de fuga u obstaculización de la Justicia. Está en juego un derecho y principio fundamental irrenunciable del Estado constitucional: la presunción de inocencia. Habrá que analizar cada caso concreto para evaluar si al político preso preventivamente se le demostró tal riesgo procesal.
En conclusión, la eventual existencia de un preso o prisionero político exige la inmediata reparación por parte de los jueces revisores, o incluso del presidente de la República, por medio del mecanismo del indulto. En cambio, su inexistencia demanda un llamado a la reflexión a quienes utilizan un concepto que, por su gravedad y construcción histórica, debe ser tomado muy en serio.

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