miércoles, 11 de marzo de 2020

PENSAMIENTOS ÍNTIMOS,


La paternidad, una condición que se ejerce sin título habilitante
Educamos a los hijos mientras nuestra propia educación sigue en curso, en una tarea que se ha vuelto más compleja en estos tiempos veloces de grandes cambios

Hace unos años, en medio de la cena, sorprendí a mi madre con una inquietud inesperada. Había pasado por su casa al final del día de trabajo y hablábamos de cualquier cosa cuando de pronto, sin que viniera a cuento, le pregunté si la solidez que mi padre y ella habían mostrado mientras mis hermanos y yo crecíamos era tan firme como la percibíamos sus hijos. ¿Qué dudas e incertidumbres tenían, si las había? ¿Qué inseguridades? ¿Por dónde podía agrietarse el universo que de chicos nos había dado seguridad y contención? Mi madre hizo un gesto vago, como si aquello careciera de importancia. Ante mi insistencia, puso en cuestión la imagen idealizada que yo le proponía.
-Habrán tenido sus temores e inseguridades, como todo el mundo -acepté-. Pero seguro que ustedes, cuando tenían mi edad, contaban con más certezas que las que yo puedo ofrecer hoy.
-Era otro mundo -concedió.

En realidad, yo estaba menos interesado en mis padres que en mis propias sensaciones como padre, una condición a la que se llega sin título habilitante y en una etapa de la vida en la que el sentido de la orientación no suele estar del todo desarrollado. Hubiera querido, lo confieso, una respuesta tranquilizadora. Por ejemplo, la admisión de que ese mundo familiar coherente que ellos habían sabido construir estaba montado sobre un fondo inestable y era en buena medida fruto de la improvisación, ya que a diario los hijos, sin proponérselo, plantean dilemas perentorios para cuya resolución no hay manual que valga. En suma, era otra la pregunta que subyacía: ¿sería capaz de ofrecer a mis hijas lo que mis padres me habían dado a mí? ¿Podría, aun sin las respuestas en la palma de la mano, ser la roca en la que ellas, inmersas en la corriente de la vida, pudieran aferrarse cada vez que lo necesitaran?

La condición de padre lo cambia todo. Así resultó para mí. De un día para el otro, había que dejar de ser hijo. Eso suponía renunciar a la cuota de irresponsabilidad o abandono que ese lugar concede. Ahora, una vida dependía directamente de mí. Una vida que había visto salir del vientre de mi mujer después de que me esterilizaran las manos y me enfundaran en un chaleco blanco, en un espectáculo tan cargado de violencia y dolor que a los pocos días, ante el mar de gente que fatigaba Retiro, me pareció inconcebible que todos hubiéramos llegado al mundo de esa misma forma.
A partir de aquel día empecé a ver todo desde un lugar diferente. También llegaron cambios más concretos que se irían transformando con los años. Muchos eran pura ganancia, pero hubo también pérdidas, desde la posibilidad de dormir tres horas seguidas por la noche, al principio, hasta el fin de los despertares dignos, cuando hubo que levantarse a horas inhóspitas para llegar al colegio a las siete y media. Sin embargo, la pérdida más grande de todas fue el adiós definitivo a la despreocupación gratuita y absoluta, incompatible con la condición de padre: desde el día en que un hijo nace, parte importante de la vida será preguntarse dónde está, si está bien, si es feliz. Todo lo sagrado reclama un sacrificio.

Generaciones
Aunque ejercía de padre a tiempo completo, o al menos lo intentaba, también seguía siendo hijo. Perdí en parte esta condición hace cuatro años, cuando murió mi padre. Pero tal vez eso sea algo que nunca se pierde. En sus últimos días, cuando ya estaba muy débil, mi padre parecía tranquilo y en paz. Desde la cama, me confirmó que así era y le pregunté de dónde nacía ese sentimiento. Me miró y, con un hilo de voz, me recordó que sus padres, mis abuelos, habían muerto cerca de los noventa años en medio de una gran tranquilidad. Ahora él esperaba poder imitarlos para irse de la misma manera. Y así se fue, como hijo y como padre, dejándonos la lección aprendida en la hora final.
Somos a un tiempo padres e hijos, y eso lo complica todo, pero es en el goteo de las generaciones donde se inscribe nuestro amor y cuidado por los que nos siguen. Tres años atrás, la menor de mis hijas me sorprendió con una pregunta inquietante que hizo con toda naturalidad mientras viajábamos en auto escuchando
"Chega de saudade" en la versión original de João Gilberto.
-¿Cómo voy a hacer para escuchar tu música cuando te mueras?
Aun hoy no alcanzo a medir cuánto de apego y cuánto de desapego había en esa simple consulta de interés bien concreto. Por supuesto, le di una respuesta de orden práctico: podía tomar de mis CD cuantos quisiera, y desde ahora mismo.
De cualquier modo, el tiempo se encarga. Durante muchos años guardé en un ropero los discos de mis padres y de mis abuelos paternos. Volví a escucharlos cuando mi hija mayor se compró un tocadiscos portátil. Ahora ella está por irse de viaje y me deja el aparato. En estos días escuché nuevamente, mientras trabajaba, el disco Afinado, de The Oscar Peterson Trio con The Singers Unlimited, en cuya tapa mi padre anotó "Enero de 1975", y el LP de Sinatra que sonaba en la casa de mis abuelos en Mar del Plata, durante mis veranos adolescentes. La música pasa de unos hijos a los siguientes. Como tantas otras cosas.
Todo esto, sin embargo, no quita el hecho de que debemos educar a los hijos mientras nuestra propia educación sigue en curso. Y en estos tiempos que, como decía mi madre, son otros. ¿Cómo mantener la coherencia y transmitirla en un mundo que va perdiendo coherencia?
Tiempos difíciles
Un hipercapitalismo global y desbocado rompió los diques de la economía y el mercado se derramó sobre todos los órdenes de la vida. La tradición, así como creencias y valores que habían servido de referencia (para acatarlos o cuestionarlos) han sido erosionados. El mundo pierde las jerarquías, pero no es un sentimiento de libertad el que prevalece. En medio del vértigo mediático, y a falta de algún tipo de vida interior que sirva de refugio, lo que queda es un vacío que ha de ser llenado por un consumo incesante que no llega a colmar el sentimiento de insatisfacción. En este páramo lleno de cosas tienen que educar a sus hijos los padres de hoy.

Tal el diagnóstico que traza Luc Ferry en su libro Familia y amor (Taurus). Sin embargo, el filósofo francés encuentra en la vida privada y la intimidad una reserva capaz de abrir nuevas perspectivas. "El único espacio social que en los dos últimos siglos ha ganado en profundidad, intensidad y riqueza es el que mantiene unidas a las generaciones en el seno de la familia -escribe-. Solo por los nuestros, por aquellos a los que amamos, y sin duda por extensión por los demás seres humanos, estamos dispuestos a olvidarnos espontáneamente de nosotros mismos, a reencontrarnos con la trascendencia y el sentido en una sociedad que fomenta sin cesar las tendencias contrarias".

En un fragmento de sus "Cartas para el hijo que vendrá", Leonardo L. Dobric, mi abuelo materno, médico y poeta en sus horas libres, condensó la expectativa del padre que espera. "No estás aquí y, sin embargo, te sentimos tan cerca que pensamos en ti cuando cruzamos las miradas. Ella está como un árbol con su fruto y parece que extendiendo la mano pudiera tomarte y acariciar tu cabeza como una poma./ Es tan grande el deseo que en mi corazón se gestan estas cartas, hermanas tuyas, como en su vientre tú. Me conocerás en lo que seré, pero tu bondad no me alcanzará en lo que he sido. Y en el instante en que seas, en mí habrán muerto muchos días que hubiera querido guardarlos, robárselos al tiempo para ti. Para ti, que aún duermes a la sombra de los días de ella". Este poema en prosa, que alude al misterio que para todo hijo es la vida de su padre en sus días de hijo, se publicó en el 20 de mayo de 1934.

No puedo saber si mis padres contaban con más certezas de las que tengo yo ahora. Mi madre no me ayudará a develar la incógnita. Pero sé que ese puñado de certezas es la ofrenda que podemos dar a los hijos. Acaso ellos las pongan en suspenso a la hora de vivir sus propias experiencias, pero quizá consigamos legarles el afán de búsqueda, la pregunta por el sentido, por más que la respuesta esté fuera de alcance o llegue como recompensa al final del viaje.

H. M. G

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