miércoles, 13 de mayo de 2020

LA OPINIÓN DE PABLO SIRVÉN,


Un conflicto insoluble en plena pandemia por el coronavirus

Pablo Sirvén
¿Puede funcionar una alianza que esté constituida por un sector moderado y por uno que no lo es? Difícil, pero es posible siempre que los primeros moderen su moderación -valga la redundancia- cuando los segundos empiecen a imponer su propia impronta.
La moderación entendida como un comportamiento políticamente correcto que tiende al consenso y a equilibrar los contrastes suele alcanzarse cuando todo está tranquilo. La sociedad aprecia el sosiego porque le permite ocuparse de su propia vida en vez de estar siempre pendiente y preocupada por la próxima locura de sus gobernantes.
Las leyes de la inercia se aplican también a los comportamientos, pero con muy distintos efectos, porque cuando los moderados lo siguen siendo frente a una mayor actividad de los que no lo son, el discurso amable y de buena voluntad de los primeros es tapado por el avance impetuoso de los segundos, y aquellos, entonces, podrían ser percibidos como meros pusilánimes. Empieza a operar un fenómeno muy peculiar e inquietante: si los mansos mantienen imperturbable su discurso de siempre sin poner mayor énfasis para recuperar el equilibrio y ser contrapeso, el sistema se descompensa y toman, de hecho, el control los alterados. Con un serio agravante: la sociedad que mira desde afuera ese averiado mecanismo tiene sensaciones ambivalentes: no le queda claro si lo que ocurre es por falta de carácter de los calmos, que son sobrepasados por los otros; si en realidad son ingenuos "idiotas útiles" que se dejan utilizar o no saben cómo impedirlo, o algo muchísimo peor si están jugando hipócritamente, revestidos de piel de cordero, a favor de los segundos, con quienes, en ese caso, no antagonizarían, como aparentan, porque en el fondo son lo mismo.
La excarcelación de presos pone sobre la mesa ese dilema dramáticamente. No es algo nuevo, pero es el episodio que más ruido hizo (y no solo por los cacerolazos).
¿Qué sucedió en los tres primeros meses del cuarto gobierno kirchnerista? Manifestaciones de diverso tenor desnudaron la peculiar naturaleza de esa administración: una diarquía con un poder formal bien visible (el presidente Alberto Fernández) y un poder más difuso (la vicepresidenta Cristina Kirchner), quien fue ocupando con personas de su extrema confianza los lugares claves del tablero (el reciente ascenso de la camporista Fernanda Raverta a la cima de la Anses es la última prueba de ello).
Hay quienes creyeron que Cristina Fernández se mantendría en un efectivo segundo plano, tal como lo había hecho durante la gestión de Néstor Kirchner. La entonces primera dama, que era mucho más conocida por la sociedad que su ignoto marido, por su activa actuación legislativa y ser habitué de programas de radio y TV, eligió entonces un lugar de real discreción y de acompañamiento.
Hay una diferencia sustancial en el presente: entonces la actual vicepresidenta reconocía como jefe político a su marido y se encolumnaba. ¿Qué decir, en cambio, de la relación oscilante en el tiempo entre la viuda de Kirchner y Alberto Fernández? Terminado el conflicto con el campo, en 2008, dejó de ser jefe de Gabinete y durante la siguiente década fue el más implacable crítico del cristinismo. Pero ahora "le debe" la presidencia a la "solución creativa" que diseñó la doctora Fernández para reconquistar el poder. Claramente es otra relación de fuerzas. Como ambos dejan ver poco y nada en qué términos tramitan este nuevo capítulo, no sabemos si el vínculo anterior tan deteriorado efectivamente ya cicatrizó o es una herida que todavía supura por algún lado.
Esto nos lleva a otro problema: ¿qué es lo que realmente piensa Alberto Fernández? ¿Es solo el operador VIP de Cristina Kirchner en la Justicia y su jefe de Gabinete en las sombras, o lo alienta la secreta ambición de convertirse cabalmente en el exclusivo dueño del trono y pasar a la historia como el dirigente que intentó democratizar al peronismo?
Si esto último fuera su verdadero móvil, habrá que avisarle que no solamente no dio un paso en esa dirección, sino que, presionado por las fuerzas contradictorias de su propia coalición y en busca de una urgente válvula de escape que le sirva para evitar una confrontación interna que todavía no estaría en condiciones de dar, paradójicamente apela a uno de los recursos del peronismo más rancio de todas las épocas: enfrentarse una vez más con el periodismo. Como calificar a la prensa de "despreciable" hubiese sonado muy fascista, suavizó el insulto y la describió como "poco apreciable". Se trata de un enemigo fácil y vistoso al que, en tiempos de auge de las redes sociales, está de moda pegarle por derecha y por izquierda. De paso, calma a las fieras del otro extremo.
Todo esto sucede mientras quienes agitan la figura del lawfare , y que las causas penales contra Cristina Kirchner y varios de sus colaboradores fueron fogoneadas por el gobierno anterior, son los mismos que se presentan ahora como carmelitas descalzas que nada tienen que ver con la excarcelación de presos. Un escenario que se complica en medio de la pandemia.

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