jueves, 14 de mayo de 2020
LA PÁGINA DE LAURA DI MARCO,
El “manager” que amenaza a La Cámpora
Laura Di Marco
“No hay espacio para trabajar sobre la grieta, la situación es dramática”, sintetizaba ayer un albertista, que es una suerte de alter ego presidencial, admitiendo que Cristina Kirchner y La Cámpora retomaron, con fuerza, la construcción del kirchnerismo duro, con una lógica política opuesta a la del albertismo. Una lógica que petardea la costura de unidad, en medio de la pandemia, que Alberto Fernández venía tejiendo con la oposición. “Los que gobiernan son cuidadosos, los otros escriben en Twitter”, reprochó anteanoche el jefe del Estado sin advertir, tal vez –o, quizás, advirtiéndolo–, que la frase no solo podía aplicarse al macrismo duro, sino también a su vicepresidenta, que usa la plataforma del pajarito para edificar su imperio, distinto del suyo, en las sombras.
La nueva avanzada empezó con un ataque de Cristina Kirchner al jefe de los fiscales de la ciudad, Juan Bautista Mahiques; siguió con Hebe de Bonafini destrozando a Larreta, y se coronó con otro importante nombramiento camporista: el de María Fernanda Raverta al frente de la Anses, una caja poderosa y, a la vez, una apetecible plataforma de inserción territorial y lanzamiento político para intendentes y legisladores. La estrategia no es novedosa: durante su segunda presidencia, Cristina se cansó de nombrar a los jóvenes camporistas al frente de las oficinas regionales, tanto de la Anses como del PAMI, que ahora dirige su virtual nuera, Luana Volnovich, actual pareja de Máximo Kirchner. En la recargada estrategia de acumulación de poder, la familia es lo primero: al comienzo del actual gobierno había nombrado a la excuñada de su hijo Virginia García al frente de la DGI.
Foucault definía el ejercicio del poder como el “efecto de conjunto” de las posiciones estratégicas. Es poco probable que Cristina haya leído al filósofo francés; sin embargo, aumenta su influencia aplicando la definición foucaultiana. Conoce la estructura del Estado como pocos y es allí, en esas posiciones estratégicas, donde colocó a sus muchachos.
El albertismo habla de dos miradas en el seno del Gobierno, que en verdad parecen dos proyectos políticos muy diferentes. “Para Cristina y La Cámpora, lo importante es derrotar al enemigo; para nosotros, en democracia, no hay enemigos, sino adversarios”, explica otro albertista, también muy cercano a Fernández. El razonamiento podría traducirse así: La Cámpora, subordinada a Cristina, avanza con el credo del populismo intenso que, efectivamente, descree de los acuerdos genuinos y ubica a cualquier otro como un “enemigo”. El progresismo de Alberto, en cambio, autodefinido como un liberal de izquierda, ubica su proyecto dentro de la democracia. ¿Acaso estas diferencias de fondo, y no solo de miradas, pueden resolverse tomando un mate cocido, como sugirió el Presidente, o durante una reunión en Olivos?
Durante el segundo mandato de Cristina Kirchner, Alberto Fernández era rabiosamente odiado por La Cámpora, que lo acusaba de traidor. En el mismo nivel que Julio Cobos, o quizá más, porque Alberto había sido del palo. El odio político, hay que decirlo, era recíproco.
“Es una cosa insólita esa juventud, que es una especie de gendarme de cierta ideología, que se parece a la guardia de hierro”, disparaba fuerte el hoy presidente, antes de la reconciliación. El camporismo retrucaba ridiculizándolo desde sus medios afines. En el suplemento joven del periódico que dirigía Eduardo Anguita, Miradas al Sur, los hijos políticos de Cristina habían inventado una sección llamada “Whiskypedia”. Desde allí se ensañaban con Alberto acusándolo de poseer el síndrome de “AlberFer”, al que sugestivamente definían así: “El sujeto afectado por el síndrome de AlberFer tiene una tendencia irrefrenable e incontrolable a suponerse creador de los movimientos que él mismo ha abandonado. La explicación científica de dicho trastorno obedece a que el sujeto portante abandona un proceso determinado, bajo la suposición de que ha llegado a su fin, y luego, al ver que continúa con relativo éxito, se supone atado a él por algún tipo de vínculo fundante”.
¿El poder hace desaparecer, como por arte de magia, aquellos pensamientos y heridas profundas, que ambos sectores arrastran desde hace años? Son divergencias cruciales las que parecen reabrirse, a poco de compartir el gobierno, cuando aquel manager que se autopercibía como un “accionista minoritario” de la startup kirchnerista hoy cosecha imperdonables niveles de aceptación popular, amenazando, en el imaginario cristinista, el soñado regreso pleno al poder, en 2023.
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