A todos nos asiste el derecho al malestar y al hartazgo
Miguel Espeche
Hartos ya de la cuarentena. El tiempo pasa en clave de quincenas que finalizan con discurso presidencial y alargamiento del período de aislamiento que, quince días después, volverá a prolongarse hasta no sabemos cuándo.
No abrimos juicio sobre la cuarentena en sí en sus aspectos médicos, económicos y demás. Para eso están los expertos y el devenir de la política. Eso sí, suponemos que el aislamiento tiene sentido y lo hacemos nuestro, pero. a esta altura el hartazgo se hace presente y muchos se sienten ya gastados de tanto encierro y de los problemas que se derivan de él.
Sabemos que no es lo mismo perder la fuente de vida económica, fundir la empresa, quedar sin trabajo o (ni hablar) contraer el virus maldito que estar aburrido, angustiado por la imposibilidad de salir, pero con resto para afrontar la situación. Sin embargo, debemos decir que a todos asiste el derecho al malestar y al hastío. La vivencia del hartazgo es, sin dudas, un derecho inalienable que no discrimina.
Se habla profusamente, y con razón, de lo mucho que se aprende en la cuarentena. Se pone énfasis en que ahora podemos detenernos a ver detalles de la vida que antes no veíamos, jugar con los hijos, leer, o pensar más allá de las urgencias reales o artificiales que la vida moderna nos impone. En esta columna hemos señalado la importancia de la aceptación, la resiliencia para vivir la incertidumbre, de los recursos emocionales. Pero esas verdades serían una banalidad edulcorada si no se le hace lugar, también, al hartazgo: esa sensación indescriptible de saturación que irrumpe tantas veces.
En términos de aprendizaje debemos decir que la lección más difícil es la que llega cuando ya no queremos aprender nada más. Tan solo se desea que se termine la cuestión y poder salir a abrazar a los seres queridos, besar a los abuelos, tomar cerveza con los amigos, andar en colectivos llenos sin temor y gritar en la popular del equipo favorito, abrazados a desconocidos que festejan el mismo gol.
Todo bien con el "aprendamos de la experiencia" sugerido por los más sabios, es absolutamente válido ese mensaje, pero ya no llama tanto la atención cuando le llega el turno al sentimiento de desgaste y lo único que se desea es salir a trabajar, pasear en la plaza, tomar café en un bar sintiendo ese olorcito indescriptible.
Ya se leyó, se jugó con los chicos, se profundizó en la tolerancia con los familiares con los que se comparte, se aprendió a usar Zoom, se logró que el abuelo se dé maña con el celular para enviar mensajes por WhatsApp. Ya está, ahora basta, llegó el hartazgo.
Pero no, la cuarentena sigue y llega entonces, como decíamos antes, la lección que falta: la de soportar y hacer frente a lo que en la calle se llama "bancársela". Es el momento en el que el límite llega y. no queda otra que pasarlo, ir más allá de él, despojado el asunto de todo romántico aprender o de épica espiritual.
Es el momento de maldecir en privado o en público (con cierto cuidado sobre todo si hay chicos, por supuesto), de mirar al cielo y preguntar "¿Hasta cuándo?" y sentir que se entró en un territorio desconocido en el que todo parece agobiante.
Lanzadas las maldiciones correspondientes, con el permiso para sentir ese hastío insufrible sin que vengan a decir que no hay que sentirlo porque blablablá, quizás aparezca una ventanita, un aire fresco que solamente se puede experimentar cuando las cosas son auténticas.
Llega entonces el nuevo día y, allí sí, puede que aparezcan energías renovadas impensadas. Pero no queremos spoilear el final. Todo llega en su momento. El hartazgo tiene su lugar: la cuarentena se vuelve insufrible en muchos momentos y no se debe negar ese hecho. Habrá que aprender a transitar los estados de ánimo sin tomar atajos para que esta prueba tenga la medida de nuestra humanidad, sin pretender "perfecciones asépticas" que niegan lo más genuino de nuestra condición.
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