El declive argentino, un caso único en la historia contemporánea
Loris Zanatta
¿ Cuándo se jodió la Argentina? ¿Por qué perdió el rumbo? ¿Cuándo y por qué comenzó a caer por la pendiente de la decadencia? La pregunta, lo sé, no es nueva ni original. Es más bien vieja y rancia. También está mal planteada. ¿De qué decadencia estamos hablando? ¿Económica, civil, institucional? ¿Moral? Quizás sea inútil: no hay una respuesta única, ni habrá consenso. Sin embargo, no hay forma de evitarla, la realidad la impone: el declive de la Argentina es un caso único en la historia contemporánea.
Medida en términos económicos, la decadencia se volvió evidente en la década de 1970, pero tenía raíces bien plantadas en la época peronista. Con ella terminó un largo ciclo de crecimiento sostenido, equilibrio macroeconómico, estabilidad cambiaria y comenzó otro de inflación crónica, deuda pública y estancamiento. La confianza en el comercio dio paso al mito de la autarquía. En retrospectiva, salta a la vista: el peronismo construyó su gloria distribuyendo lo que habían acumulado las generaciones anteriores; al hacerlo, secó las fuentes de la prosperidad. Hace tiempo que estoy convencido de ello, más aún después de leer La economía de Perón, libro recientemente coordinado por Roberto Cortés Conde.
Se dirá que el Estado, el gran Moloch que hoy todos vuelven a invocar, movía entonces los hilos de la economía en todas partes, que la Argentina no fue la excepción. Claro. Pero hay Estado y Estado. Cuando lo veo a Perón comparado con Roosevelt, un deporte bastante difundido, se me va el alma a los pies. ¿Ignorancia? ¿Mala fe? Comercio exterior nacionalizado, servicios públicos estatizados, monopolio del crédito, sindicato único, proteccionismo, dirigismo, corporativismo, planificación, clientelismo. ¿Sigo? ¡Lo que no inventan para esquivar el espejo! Más que el New Deal, verían reflejado el fascismo.
Pero olvídelo, no es ese el punto, no es la razón más profunda del declive de la Argentina. De ser así, habría bastado con cambiar el paradigma económico. Pero nada, los pilares ideológicos e institucionales de la economía peronista se han resistido a la evidencia de sus fracasos. Más: son compartidos por muchos que peronistas no son ni nunca lo serán. Mutatis mutandis, están todavía allí y ¡ay de tocarlos! ¿Habrá una razón?
Para comprenderlo, habrá que recordar el significado histórico del advenimiento del peronismo, a menudo perdido en la bruma del pasado, distorsionado por los manuales de historia. No fue tanto la transición de la política de unos pocos a la política de todos, de la agricultura a la industria, de la “oligarquía” al “pueblo”. Hacía tiempo que las masas participaban, la industria progresaba, el Estado se expandía y entre el llamado pueblo y la llamada oligarquía crecían las clases medias. No, el peronismo fue sobre todo la revancha de la Argentina católica contra la Argentina liberal, del terruño contra el cosmopolitismo, de lo rural contra lo urbano, del interior contra el puerto, de la herencia hispánica contra las influencias ilustradas. De paso, fue también el triunfo del cristianismo integralista y antimoderno sobre la esperanza de un “catolicismo razonable” abierto a la modernidad. No lo digo yo, lo gritaban a todo pulmón los protagonistas de la revolución peronista.
¿Por qué es tan importante recordarlo? ¿Qué tiene que ver con la decadencia argentina? Veamos. Si la riqueza de las naciones debió tanto a la separación entre economía y teología, política y religión, ciencia y fe, es evidente que con el peronismo, brazo secular de la “nación católica”, la teología colonizó la economía, la religión absorbió la política, la fe se impuso a la ciencia. Mientras que en los países más desarrollados la teología se convirtió en conciencia ética de la economía, en la Argentina la economía se doblegó frente a la teología, se convirtió en instrumento del Estado ético para moralizar al “pueblo”. Precios y ganancias, impuestos e inversiones, libre comercio y propiedad privada fueron supeditados a la cruzada contra el “egoísmo” y el “individualismo”, doblegados al imperativo de la “justicia social”, el ave fénix siempre agitada y nunca encontrada por los gobiernos.
¿Resultado? Desde el nacional catolicismo de los 30 hasta la teología del pueblo de los 80, pasando por el tercermundismo de los 60, el pauperismo cristiano se convirtió en emblema de “argentinidad”, corazón del “ser nacional”, levadura de la “cultura” del “pueblo”. ¿Los mercaderes? ¡Jesús los había echado del templo! ¿La finanza? Estiércol del diablo. ¿La libre empresa? Sospechosa. La “nación católica”, habría dicho Antonio Gramsci, goza de una sólida hegemonía. Vender, comprar, ganar se han vuelto verbos inmundos, impulsos inmorales, actividades impropias. Los enemigos del comercio han triunfado, su hacha moralista ha cortado las raíces de la prosperidad, fuente primordial del pecado. Y mientras los “pobres” ascendían al arquetipo de pureza y nacionalidad, a buen salvaje que el buen revolucionario se comprometía a salvar de la civilización, el estigma recaía sobre los demás: clases coloniales, ajenas al “sentir del pueblo”.
Quien sufrió las consecuencias fue la burguesía, la que en otros lugares había sido el silencioso motor de las innovaciones científicas, los avances tecnológicos, las revoluciones comerciales. No tanto la burguesía como clase social, sino sus valores: la mentalidad secular, la autonomía individual, la confianza en el progreso, el espíritu innovador, la libertad de empresa, la aspiración al ascenso social, la inversión en el esfuerzo y en talento. ¿Podría la “nación católica” no ir a buscar su cabellera? ¡La burguesía era a sus ojos el vehículo de los “vicios” que desfiguraban la “identidad” de la nación y contaminaban la inocencia del “pueblo”! ¡Era el caballo de Troya de las “ideas extranjeras”! El peronismo la decapitó de raíz. En su lugar, protegida del progreso y de la competencia, de la historia y del pecado, la nueva clase dirigente alistó clientes del Estado, advenedizos del oportunismo político, rentistas de la lealtad al “pueblo”. Moraleja: peronistas, nacionalistas, marxistas, católicos, militares, ¡la historia argentina está llena de enemigos de la burguesía! La han derrotado una, diez, cien veces. Que disfruten el triunfo.
¿Por qué es tan importante recordarlo? ¿Qué tiene que ver con la decadencia argentina? Veamos. Si la riqueza de las naciones debió tanto a la separación entre economía y teología, política y religión, ciencia y fe, es evidente que con el peronismo, brazo secular de la “nación católica”, la teología colonizó la economía, la religión absorbió la política, la fe se impuso a la ciencia. Mientras que en los países más desarrollados la teología se convirtió en conciencia ética de la economía, en la Argentina la economía se doblegó frente a la teología, se convirtió en instrumento del Estado ético para moralizar al “pueblo”. Precios y ganancias, impuestos e inversiones, libre comercio y propiedad privada fueron supeditados a la cruzada contra el “egoísmo” y el “individualismo”, doblegados al imperativo de la “justicia social”, el ave fénix siempre agitada y nunca encontrada por los gobiernos.
¿Resultado? Desde el nacional catolicismo de los 30 hasta la teología del pueblo de los 80, pasando por el tercermundismo de los 60, el pauperismo cristiano se convirtió en emblema de “argentinidad”, corazón del “ser nacional”, levadura de la “cultura” del “pueblo”. ¿Los mercaderes? ¡Jesús los había echado del templo! ¿La finanza? Estiércol del diablo. ¿La libre empresa? Sospechosa. La “nación católica”, habría dicho Antonio Gramsci, goza de una sólida hegemonía. Vender, comprar, ganar se han vuelto verbos inmundos, impulsos inmorales, actividades impropias. Los enemigos del comercio han triunfado, su hacha moralista ha cortado las raíces de la prosperidad, fuente primordial del pecado. Y mientras los “pobres” ascendían al arquetipo de pureza y nacionalidad, a buen salvaje que el buen revolucionario se comprometía a salvar de la civilización, el estigma recaía sobre los demás: clases coloniales, ajenas al “sentir del pueblo”.
Quien sufrió las consecuencias fue la burguesía, la que en otros lugares había sido el silencioso motor de las innovaciones científicas, los avances tecnológicos, las revoluciones comerciales. No tanto la burguesía como clase social, sino sus valores: la mentalidad secular, la autonomía individual, la confianza en el progreso, el espíritu innovador, la libertad de empresa, la aspiración al ascenso social, la inversión en el esfuerzo y en talento. ¿Podría la “nación católica” no ir a buscar su cabellera? ¡La burguesía era a sus ojos el vehículo de los “vicios” que desfiguraban la “identidad” de la nación y contaminaban la inocencia del “pueblo”! ¡Era el caballo de Troya de las “ideas extranjeras”! El peronismo la decapitó de raíz. En su lugar, protegida del progreso y de la competencia, de la historia y del pecado, la nueva clase dirigente alistó clientes del Estado, advenedizos del oportunismo político, rentistas de la lealtad al “pueblo”. Moraleja: peronistas, nacionalistas, marxistas, católicos, militares, ¡la historia argentina está llena de enemigos de la burguesía! La han derrotado una, diez, cien veces. Que disfruten el triunfo.
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