El último Piglia: cuando el cuento es vida y la vida se convierte en cuento
La publicación de los “Cuentos completos”, cuya edición el escritor dejó preparada antes de su muerte, en 2017, mezcla la autobiografía y la ficción y muestra la voluntad de renovar la forma del relato
P.G.
Piglia tendía a intercambiar papeles con Emilio Renzi, su personaje mayor.
La decisión de reunir entre una tapa y una contratapa, esa lápida de dos lados, los cuentos (o los poemas, o las novelas) le da al escritor vivo (porque de los muertos se ocupan otros) la excusa de poner orden: se suprime esa prosa ya infamada, se añade otra recienvenida. Se hace un libro que deje satisfecho al autor que, desengañado de quien era y contento de quien es, se dispone previendo el final a poner sus papeles en orden. Pero Ricardo Piglia se ocupó de que sus papeles no estuvieran nunca en orden. Confundió deliberadamente relatos, dejó títulos aun cuando esos títulos no nombraban ya lo mismo que antes, nombres propios que eran unos y son después otros. La publicación de sus Cuentos completos (Anagrama) corona, por lo menos hasta nuevo aviso, esas maniobras de fingimiento, que fueron en realidad su obra entera. En quien lee, queda el raro efecto de buscar una cita en un libro, no encontrarla, y que aparezca en otro libro.
En la nota que Piglia, ya en la etapa última de la esclerosis que lo mataría, dictó el 10 de abril de 2016 está casi todo dicho: “Increíblemente me he pasado más de cincuenta años escribiendo cuentos, o mejor, ficciones breves. En varias de mis novelas he incorporado relatos y si los recojo en este libro es porque mi idea del cuento ha ido cambiando con los años”.
Pasado en limpio, esto quiere decir que Piglia, que tanto se dedicó a pensar la morfología del cuento, podía juzgar que cuento era cualquier cosa que él decidiera como tal. No es otro el origen de los tráficos de la novela al cuento, del cuento a la novela, y de la novela y el cuento al ensayo y la crítica.
Una de las teorías más poderosas de Piglia fue la de las “dos historias”; es decir que, como pasa por ejemplo en “La muerte y la brújula”, de Borges, leemos una cosa y resulta después que la historia que leíamos era diferente, iluminada desde el final. Esa teoría, tantas veces citada, rige sus cuentos, no cada uno, sino su reunión. Con Piglia, volvemos a encontrar las mismas palabras conocidas en lugares imprevistos y cuando buscamos algo allí donde creíamos que estaba, ya no está.
El volumen, de más de 800 páginas, comprende desde su primer libro hasta sus últimos escritos
En el prólogo a la reedición de 2006 de La invasión (1967), dejó Piglia el siguiente anuncio: “A la larga pensamos que escribimos distinto y siempre escribimos del mismo modo, con los mismos errores y los mismos –escasos y siempre sorpresivos− aciertos”. Esto no lo disuade de reescribir, porque reescribe para ser quien había sido y, en una paradoja aparente, ser él mismo otro. La matriz, lo dice también Piglia, fue “Homenaje a Roberto Arlt”, incluido en Nombre falso (1975); intentó allí “nuevas formas”, lo que en los hechos implica que el cuento se desbordó a regiones menos narrativas, o bien, lo que parece lo mismo aunque no lo es del todo, que fue desbordado por ellas. Recordemos esto: al reseñar Prisión perpetua (1988), cabecera de playa en España, el escritor español Ignacio Martínez de Pisón había observado que calificar de relatos esos textos constituía “una clamorosa inexactitud”.
En las teclas
La sección más inusitada de estos Cuentos completos, su auténtica novedad, aunque no haya una sola palabra nueva, y aquella que mejor podría alegarse como prueba del desborde, es la última, titulada “Historias personales (2015-2017)”. La novedad de la estamos hablando es la inclusión de toda la segunda parte (“Un día en la vida”) del tercer volumen de Los diarios de Emilio Renzi. Piglia decía en la película de Andrés Di Tella 327 cuadernos, que dudaba sobre si publicar sus diarios con su nombre o con el de su personaje Emilio Renzi. “Sería darle mi vida a Renzi.” Finalmente, le regaló a él la vida entera.
En una de las páginas de esa parte del diario está definido el programa de Piglia. “Lo que se fija en la memoria no es el contenido del recuerdo, sino su forma. No me interesa lo que puede esconder la imagen, me interesa solo la intensidad visual que persiste en el tiempo como cicatriz. Me gustaría contar mi vida siguiendo esas escenas…” La imagen es la anécdota, que a Piglia parece interesarle muy poco; le importa la configuración que la imagen encierra, la que necesita para ser entendida y la que, suponemos, le sobrevive.
Pasado en limpio, esto quiere decir que Piglia, que tanto se dedicó a pensar la morfología del cuento, podía juzgar que cuento era cualquier cosa que él decidiera como tal. No es otro el origen de los tráficos de la novela al cuento, del cuento a la novela, y de la novela y el cuento al ensayo y la crítica.
Una de las teorías más poderosas de Piglia fue la de las “dos historias”; es decir que, como pasa por ejemplo en “La muerte y la brújula”, de Borges, leemos una cosa y resulta después que la historia que leíamos era diferente, iluminada desde el final. Esa teoría, tantas veces citada, rige sus cuentos, no cada uno, sino su reunión. Con Piglia, volvemos a encontrar las mismas palabras conocidas en lugares imprevistos y cuando buscamos algo allí donde creíamos que estaba, ya no está.
El volumen, de más de 800 páginas, comprende desde su primer libro hasta sus últimos escritos
En el prólogo a la reedición de 2006 de La invasión (1967), dejó Piglia el siguiente anuncio: “A la larga pensamos que escribimos distinto y siempre escribimos del mismo modo, con los mismos errores y los mismos –escasos y siempre sorpresivos− aciertos”. Esto no lo disuade de reescribir, porque reescribe para ser quien había sido y, en una paradoja aparente, ser él mismo otro. La matriz, lo dice también Piglia, fue “Homenaje a Roberto Arlt”, incluido en Nombre falso (1975); intentó allí “nuevas formas”, lo que en los hechos implica que el cuento se desbordó a regiones menos narrativas, o bien, lo que parece lo mismo aunque no lo es del todo, que fue desbordado por ellas. Recordemos esto: al reseñar Prisión perpetua (1988), cabecera de playa en España, el escritor español Ignacio Martínez de Pisón había observado que calificar de relatos esos textos constituía “una clamorosa inexactitud”.
En las teclas
La sección más inusitada de estos Cuentos completos, su auténtica novedad, aunque no haya una sola palabra nueva, y aquella que mejor podría alegarse como prueba del desborde, es la última, titulada “Historias personales (2015-2017)”. La novedad de la estamos hablando es la inclusión de toda la segunda parte (“Un día en la vida”) del tercer volumen de Los diarios de Emilio Renzi. Piglia decía en la película de Andrés Di Tella 327 cuadernos, que dudaba sobre si publicar sus diarios con su nombre o con el de su personaje Emilio Renzi. “Sería darle mi vida a Renzi.” Finalmente, le regaló a él la vida entera.
En una de las páginas de esa parte del diario está definido el programa de Piglia. “Lo que se fija en la memoria no es el contenido del recuerdo, sino su forma. No me interesa lo que puede esconder la imagen, me interesa solo la intensidad visual que persiste en el tiempo como cicatriz. Me gustaría contar mi vida siguiendo esas escenas…” La imagen es la anécdota, que a Piglia parece interesarle muy poco; le importa la configuración que la imagen encierra, la que necesita para ser entendida y la que, suponemos, le sobrevive.
A Renzi lo encontramos en el cuento “La loca y el crimen” de Nombre falso (“Le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo”), y saltó después del cuento a la novela y de la novela a los diarios. Podría pensarse que la escritura del diario se alimenta de un recuerdo muy inmediato, que, para seguir la comparación de Piglia, tiene todavía más de herida que ya de cicatriz. Pero después de todo, la forma de la cicatriz no difiere demasiado de la de su herida.
En esa sección de Los diarios de Emilio Renzi que este volumen trafica como cuento, están sobre todo los amigos, antes que nadie el compositor Gerardo Gandini, los cafés de El Cervatillo y las comidas en el restaurante La Cátedra de Cerviño y Sinclair, donde servían precisamente fetuccini a la Gandini. Uno de los pasajes más extensos, más anómalos también, es esa carta de varias páginas que alguien (Renzi, Piglia) le escribe (ignoramos si manda) desde Princeton a otro (que es Gandini) sobre los planes para la composición de la ópera Lucía Nietzsche, una ilusión que no llegó a concluirse o que jamás empezó a escribirse, salvo de palabra en las sobremesas. Si esto puede juzgarse “cuento”, si llamarlo así no es también una “clamorosa inexactitud” es porque Piglia no cuenta la historia de la ópera sino la historia, que no existe, de la escritura de la historia. Se entiende por qué se llevaban tan bien con Gandini. Por eso, los amigos son la excusa para desplegar, de un modo prismático, incompleto, teorías sobre la literatura y sobre el arte en general. Comen pizza en Filo con el artista Roberto Jacoby y varios más, y de la mesa queda filtrada esta observación: “El uso de textos ya escrito como materia de nuevas obras es un camino”.
La anotación es tardía; la constatación venía de antes. En el prólogo de Formas breves, excluido de Cuentos completos aunque con ciudadanía bien ganada para que no se lo deportara, Piglia decía: “Los textos de este volumen no requieren mayor elucidación. Puede ser leídas como páginas perdidas en el diario de un escritor, y también como primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura”.
El cuento era para Piglia el diario del diario; la autobiografía multiplicada, elevada al cuadrado, que, en el colmo del testimonio confesional (lo último que hace Renzi en los diarios y este tomo de cuentos es confesarse), va a morir en la ficción.
En esa sección de Los diarios de Emilio Renzi que este volumen trafica como cuento, están sobre todo los amigos, antes que nadie el compositor Gerardo Gandini, los cafés de El Cervatillo y las comidas en el restaurante La Cátedra de Cerviño y Sinclair, donde servían precisamente fetuccini a la Gandini. Uno de los pasajes más extensos, más anómalos también, es esa carta de varias páginas que alguien (Renzi, Piglia) le escribe (ignoramos si manda) desde Princeton a otro (que es Gandini) sobre los planes para la composición de la ópera Lucía Nietzsche, una ilusión que no llegó a concluirse o que jamás empezó a escribirse, salvo de palabra en las sobremesas. Si esto puede juzgarse “cuento”, si llamarlo así no es también una “clamorosa inexactitud” es porque Piglia no cuenta la historia de la ópera sino la historia, que no existe, de la escritura de la historia. Se entiende por qué se llevaban tan bien con Gandini. Por eso, los amigos son la excusa para desplegar, de un modo prismático, incompleto, teorías sobre la literatura y sobre el arte en general. Comen pizza en Filo con el artista Roberto Jacoby y varios más, y de la mesa queda filtrada esta observación: “El uso de textos ya escrito como materia de nuevas obras es un camino”.
La anotación es tardía; la constatación venía de antes. En el prólogo de Formas breves, excluido de Cuentos completos aunque con ciudadanía bien ganada para que no se lo deportara, Piglia decía: “Los textos de este volumen no requieren mayor elucidación. Puede ser leídas como páginas perdidas en el diario de un escritor, y también como primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura”.
El cuento era para Piglia el diario del diario; la autobiografía multiplicada, elevada al cuadrado, que, en el colmo del testimonio confesional (lo último que hace Renzi en los diarios y este tomo de cuentos es confesarse), va a morir en la ficción.
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