Después de la pandemia, el vaso medio lleno a partir del cual recomenzar
Es hora de desacralizar la política, de emanciparla de la teología, de secularizarla; que la inteligencia colectiva prime de una vez sobre el capricho del caudillo “popular”
Loris Zanatta
¿Qué futuro nos espera? La pregunta está en boca de todos: ingenieros y profetas, economistas y adivinos, filósofos y quirománticos. Los creyentes escudriñan el plan de Dios; los escépticos, el horizonte: no hay certeza sobre el porvenir. La pregunta es imprescindible y obvia la premisa: la pandemia es un hito, un clivaje entre el ayer y el mañana. Tengo dudas, pero está bien: imaginar el futuro ya es una forma de aprender del pasado. Un ejercicio útil, un deber sacrosanto.
Las bolas de cristal no me atraen. Como historiador, estoy más familiarizado con el pasado que con el futuro. No importa: nada como el pasado ayuda a intuir el futuro. Al menos la gama de futuros posibles. O probables. Puede ayudar a sortear las trampas en las que caímos, a aprovechar las oportunidades perdidas. No hay futuro que no se construya con los materiales del pasado. ¡Cuánta continuidad histórica en las revoluciones! ¡Cuánta repetición en las religiones!
Mirando el futuro a través del pasado, parecería que la pandemia fuera la cocina ideal para un plato tradicional, un plato llamado populismo. Quienes lo aman ya lo saborean; quienes no se lo tragan harán bien en cambiar de menú. En esencia, el populismo es una nostalgia de unanimidad, de absoluto, de armonía. Es el impulso de formar una comunidad homogénea, una grey unida por cultura e identidad, historia y destino. Un “pueblo puro” frente al cual, enemiga eterna, se levanta una “elite corrupta”: cosmopolita y laica, sin Dios y sin patria, amenaza con contagiarlo, metafóricamente y no. La pandemia es, por lo tanto, una potencial fábrica populista. Una fábrica prodigiosa: el miedo estimula el cierre; la vulnerabilidad, la autarquía; la inseguridad, la homogeneidad. Más: el desempleo fomenta el proteccionismo; la recesión, el estatismo; la crisis, el nacionalismo. Si la vida es peligrosa y el mundo asusta, la tentación es encerrarse en casa, quedarse en familia, buscar protección.
De ahí que broten como hongos los aspirantes a próceres, los redentores in pectore, los dioses en la Tierra. Pocos tienen el physique du rôle: para bien o para mal, ya no existen los líderes de antaño. Se esfuerzan, pero se nota que todo les queda grande. Los más jóvenes son los más fanfarrones: “Mi fe en Dios es mayor que mi miedo”, tronó Nayib Bukele, como si partiera para las cruzadas. Los más maduros no se quedan atrás: “Deus não escolhe o mais capacitado, mas capacita os escolhidos”, o sea él, según Jair Bolsonaro. “En el Pueblo”, añade Daniel Ortega, “está presente Dios”, él es su emisario. Nada comparado con Nicolás Maduro: “Nunca nos faltará Dios, Dios proveerá”. Amén. No se sorprendan de que Andrés Manuel López Obrador invoque la Sagrada Escritura, que prometa “vencer el mal con el bien”. ¿Podría Alberto Fernández no unirse al coro? “Dios nos dio una oportunidad” fue su bienvenida al Covid-19. ¿Oportunidad de qué? ¡De redimirnos, claro! Paternalista más que paternal, advirtió: quédense en casa, “soy como el papá que le dice al nene ‘no te asomes por la ventana’”. ¿Acaso Dios no es el Padre?
Qué ejemplos, ¿verdad? Creen que su reino viene de Dios, que ante Dios son responsables. ¿La Constitución? Un estorbo. ¿La ley? Un oropel. ¿La división de poderes? Un bizantinismo. ¿El pueblo? Un eterno menor de edad, un niño al que regañar para que obedezca, al que proteger a cambio del voto. Aquí está el mayor riesgo, el talón de Aquiles de las democracias latinoamericanas. Porque si la historia está llena de aspirantes redentores, ninguno tendría éxito si no hubiera una multitud que los invoca. Si logran pasar por reyes católicos redivivos, es porque a menudo el pueblo es súbdito más que ciudadano: confunde los derechos que tiene con favores que le hace el poder; los servicios públicos, con meras concesiones; la libertad, con un gesto de generosidad del rey, del Estado, de Dios. Es un legado antiguo, el fruto más amargo de una historia poco fértil para la planta del autogobierno, de la ciudadanía responsable, de la autonomía individual.
¿Entonces? ¿El destino está sellado? ¿La pandemia alimentará otra ola populista? El peligro es real, inútil negarlo: los ingredientes están servidos. Si algo enseña la historia, es lo que estamos tentados a repetir. Pero nada es para siempre. En las encrucijadas, nunca hay un solo camino por delante. Si se ve el riesgo, se puede combatirlo. Y precisamente la pandemia, con su estela de muerte, su herencia de pobreza, las ganas de volver a vivir que deja en dote, podría ser propicia para sacudir el árbol, para quebrar el aura sagrada de la que se envuelven los redentores. Tal es la tragedia, tan tangibles son los problemas, que exigen soluciones: propuestas no promesas, saberes no fe, organización no consignas. Quién sabe si no se acaba el tiempo de los ineptos, de los profesores de todo y conocedores de nada; si del rebaño no florecerá una sociedad civil más fuerte; del “pueblo”, una ciudadanía más consciente.
Es hora de desacralizar la política, de emanciparla de la teología, de secularizarla; de bajar del empíreo del relato al taller de las cosas, de la galería de los símbolos al reino de los hechos, de los mitos a la realidad, de la retórica del pueblo a la primacía de la competencia. Esta es la tarea más urgente y concreta. ¿Qué quiere decir? Simple: no se trata de salvación o condena, de virtud o pecado, sino de buen o mal gobierno, capacidad o ineptitud, transparencia u opacidad, honestidad o corrupción. Que la inteligencia colectiva prime de una vez sobre el capricho del caudillo “popular”, que las capas dirigentes asuman su responsabilidad. No se trata de poseer la vacuna argentina o mexicana, de plantar banderillas nacionalistas en el primer toro que pasa, sino de vacunar a argentinos y mexicanos, de cooperar en un esfuerzo colectivo, de conectar con el mundo para abordar problemas comunes. Ninguna “soberanía” salvará jamás a nadie de las inclemencias de la historia, ninguna autosuficiencia desembocará en desarrollo y prosperidad.
Cuando la polvareda de la pandemia se asiente y las sirenas apocalípticas se aplaquen, además del vaso medio vacío de los muchos errores y horrores cometidos, veremos también el vaso medio lleno desde el que recomenzar. Lograr la vacuna en un año fue una hazaña. Como lo fue haber tenido comida en los mercados y energía en casa. En cualquier momento del pasado habría sido peor. Tal vez apreciaremos la globalización del conocimiento, la protección de la propiedad intelectual, el libre comercio, incluso los robots y las computadoras. No seremos mejores, quizás más adultos, libres de padres no requeridos.
De ahí que broten como hongos los aspirantes a próceres, los redentores in pectore, los dioses en la Tierra. Pocos tienen el physique du rôle: para bien o para mal, ya no existen los líderes de antaño. Se esfuerzan, pero se nota que todo les queda grande. Los más jóvenes son los más fanfarrones: “Mi fe en Dios es mayor que mi miedo”, tronó Nayib Bukele, como si partiera para las cruzadas. Los más maduros no se quedan atrás: “Deus não escolhe o mais capacitado, mas capacita os escolhidos”, o sea él, según Jair Bolsonaro. “En el Pueblo”, añade Daniel Ortega, “está presente Dios”, él es su emisario. Nada comparado con Nicolás Maduro: “Nunca nos faltará Dios, Dios proveerá”. Amén. No se sorprendan de que Andrés Manuel López Obrador invoque la Sagrada Escritura, que prometa “vencer el mal con el bien”. ¿Podría Alberto Fernández no unirse al coro? “Dios nos dio una oportunidad” fue su bienvenida al Covid-19. ¿Oportunidad de qué? ¡De redimirnos, claro! Paternalista más que paternal, advirtió: quédense en casa, “soy como el papá que le dice al nene ‘no te asomes por la ventana’”. ¿Acaso Dios no es el Padre?
Qué ejemplos, ¿verdad? Creen que su reino viene de Dios, que ante Dios son responsables. ¿La Constitución? Un estorbo. ¿La ley? Un oropel. ¿La división de poderes? Un bizantinismo. ¿El pueblo? Un eterno menor de edad, un niño al que regañar para que obedezca, al que proteger a cambio del voto. Aquí está el mayor riesgo, el talón de Aquiles de las democracias latinoamericanas. Porque si la historia está llena de aspirantes redentores, ninguno tendría éxito si no hubiera una multitud que los invoca. Si logran pasar por reyes católicos redivivos, es porque a menudo el pueblo es súbdito más que ciudadano: confunde los derechos que tiene con favores que le hace el poder; los servicios públicos, con meras concesiones; la libertad, con un gesto de generosidad del rey, del Estado, de Dios. Es un legado antiguo, el fruto más amargo de una historia poco fértil para la planta del autogobierno, de la ciudadanía responsable, de la autonomía individual.
¿Entonces? ¿El destino está sellado? ¿La pandemia alimentará otra ola populista? El peligro es real, inútil negarlo: los ingredientes están servidos. Si algo enseña la historia, es lo que estamos tentados a repetir. Pero nada es para siempre. En las encrucijadas, nunca hay un solo camino por delante. Si se ve el riesgo, se puede combatirlo. Y precisamente la pandemia, con su estela de muerte, su herencia de pobreza, las ganas de volver a vivir que deja en dote, podría ser propicia para sacudir el árbol, para quebrar el aura sagrada de la que se envuelven los redentores. Tal es la tragedia, tan tangibles son los problemas, que exigen soluciones: propuestas no promesas, saberes no fe, organización no consignas. Quién sabe si no se acaba el tiempo de los ineptos, de los profesores de todo y conocedores de nada; si del rebaño no florecerá una sociedad civil más fuerte; del “pueblo”, una ciudadanía más consciente.
Es hora de desacralizar la política, de emanciparla de la teología, de secularizarla; de bajar del empíreo del relato al taller de las cosas, de la galería de los símbolos al reino de los hechos, de los mitos a la realidad, de la retórica del pueblo a la primacía de la competencia. Esta es la tarea más urgente y concreta. ¿Qué quiere decir? Simple: no se trata de salvación o condena, de virtud o pecado, sino de buen o mal gobierno, capacidad o ineptitud, transparencia u opacidad, honestidad o corrupción. Que la inteligencia colectiva prime de una vez sobre el capricho del caudillo “popular”, que las capas dirigentes asuman su responsabilidad. No se trata de poseer la vacuna argentina o mexicana, de plantar banderillas nacionalistas en el primer toro que pasa, sino de vacunar a argentinos y mexicanos, de cooperar en un esfuerzo colectivo, de conectar con el mundo para abordar problemas comunes. Ninguna “soberanía” salvará jamás a nadie de las inclemencias de la historia, ninguna autosuficiencia desembocará en desarrollo y prosperidad.
Cuando la polvareda de la pandemia se asiente y las sirenas apocalípticas se aplaquen, además del vaso medio vacío de los muchos errores y horrores cometidos, veremos también el vaso medio lleno desde el que recomenzar. Lograr la vacuna en un año fue una hazaña. Como lo fue haber tenido comida en los mercados y energía en casa. En cualquier momento del pasado habría sido peor. Tal vez apreciaremos la globalización del conocimiento, la protección de la propiedad intelectual, el libre comercio, incluso los robots y las computadoras. No seremos mejores, quizás más adultos, libres de padres no requeridos.
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