El legado de la dictadura y las metáforas del poder
Tiempo de revancha (1981)
El cine de los años 80 empieza recién en 1981 con el estreno de Tiempo de revancha, acaso la mejor película de Adolfo Aristarain. Este film marca el inicio en la pantalla de la transición democrática, el suceso histórico que definió a los 80 y que se vio reflejado en un conjunto de películas de rasgos temáticos y formales muy diferentes a los del cine de la dictadura militar que coincidentemente se apagaba. Aquí, un dinamitero (Federico Luppi) urde un plan para reclamar una compensación millonaria a una compañía minera fingiendo que perdió el habla a causa del shock al quedar atrapado entre los escombros de una detonación. Si bien la película retoma el tópico del personaje desfavorecido que enfrenta a un rival mucho más fuerte, Aristarain logra que funcione en dos niveles: como una historia de suspenso encabezada por antihéroes cautivantes y como una alegoría política, dado que la “mudez” del protagonista refleja las circunstancias de un régimen en el que la expresión estaba brutalmente cercenada.
Esta película de Aristarain y la siguiente, Últimos días de la víctima (1982), señalan un cambio de época: “La hora de los fierros se acabó… por ahora”, dice un matón interpretado por Arturo Maly sobre el final de este thriller. Ambas postulan una realidad radicalmente opuesta a la del cine comercial bajo la dictadura, ejemplificadas en comedias familiares de acción con figuras populares de la TV, tales como Comandos azules (Emilio Vieyra, 1980) que burdamente presentan una sociedad homogénea cuyo orden se ve atacado por elementos infiltrados y es repuesto por las fuerzas de seguridad de Estado, siempre irreprochables.
Los films de Aristarain, en cambio, muestran una sociedad surcada por diferencias económicas, ideológicas y hasta étnicas y plantean una alianza espuria entre la clase alta, las corporaciones multinacionales y un poder corrupto y asesino. Esta última caracterización, acaso tan antojadiza como la anterior, será la representación regular del Proceso en buena parte de los films surgidos tras el regreso de la democracia en 1983, renovadores en sus temáticas aunque, muchas veces, conservadores en su forma.
Con el fin de la censura, el cine ya no tuvo necesidad de metáforas luctuosas (tales como los muertos por la peste de 1871 en Fiebre amarilla, de Javier Torre) para referirse a la realidad política. La apertura democrática generó gran cantidad de películas que narraban abierta y llanamente los crímenes del régimen de facto, a veces con descarado oportunismo como El poder de la censura (1983), film típico del “destape”, dirigido por el propio Vieyra, en el que Héctor Bidonde interpreta a un productor de cine arrastrado al suicidio y Reina Reech protagoniza una serie de desnudos no muy cuidados. La historia oficial(1985) de Luis Puenzo, acerca de una profesora de historia (Norma Aleandro) que descubre que su hija adoptiva fue apropiada por su marido durante la dictadura, es la obra más emblemática del período por su éxito en la taquilla y porque fue la primera producción argentina que logró un Oscar a la mejor película extranjera.
Si bien la crudeza de los temas y la necesidad de mostrar acontecimientos silenciados hace que éste sea un período dominado por el realismo, no todos los realizadores renunciaron a la metáfora, a jugar con un abanico de sentidos más amplio o a explorar otros rubros. Hombre mirando al sudeste (1986) de Eliseo Subiela, es una película de género fantástico acerca de un interno en un neuropsiquiátrico (Hugo Soto) que afirma ser extraterrestre.
La centralidad de una institución disciplinaria y la problematización de la identidad son dos rasgos definitorios de la producción de este momento. El recientemente fallecido Fernando “Pino” Solanas dirigió El exilio de Gardel (1985), que narra el exilio con las herramientas del realismo mágico. En Las veredas de Saturno (1989), Hugo Santiago utiliza recursos similares para mostrar a los exiliados de Aquilea, el país apócrifo creado en la mítica Invasión (1969). La apertura trajo una muy necesaria diversidad a la pantalla: el drama costumbrista y la comedia picaresca perseveraron pero también surgieron nuevos realizadores que aportaron estéticas novedosas como Jorge Polaco y el feísmo de Diapasón (1986), Gustavo Mosquera R. y las acrobacias formales de Lo que vendrá (1988) y Alejandro Agresti y su diálogo con el cine independiente norteamericano en El amor es una mujer gorda (1988).
Así como el sujeto social de los films característicos de la dictadura es la familia, el del cine de la transición democrática, quizás involuntariamente, es la clase media. Los protagonistas de estas historias, aquellos que sufren la persecución y la muerte (La noche de los lápices, 1986), las consecuencias del desmanejo económico (Plata dulce, 1982), la corrupción (El arreglo, 1983), el regreso del exilio (Made in Argentina, 1987) y tantos dramas más pertenecen mayoritariamente a este sector porque éste era el sector mayoritario del país.
La pobreza, la marginalidad, la desocupación y la inseguridad por el delito son temas que aún no se hacían demasiado visibles en el cine nacional. Estas películas, con sus trabajadores aquejados por falta de dinero pero que viven en casitas con jardín, con sus trenes que llegan a pueblos de interior donde hay empleo, con sus chicos que van a escuelas públicas, con sus oficinistas atribulados pero con un ingreso fijo, más allá de sus temáticas, tienen hoy un contenido político nuevo: son el último reflejo de un entramado social que trágicamente ya no existe.
Hombre Mirando al sudeste está disponible en Cine.ar; Tiempo de revancha y la noche de los lápices están disponibles en Amazon prime video y Movistar play; Últimos días de la víctima está disponible en Movistar play y la Historia oficial está disponible en Netflix.
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