Juan Moreira (1973)
Distintas miradas, escuelas, tendencias y enfoques confluyen en el cine argentino de la convulsionada década de 1970. No debe haber mejor pintura de la tensión de esos años que la parábola vivida por Leonardo Favio. Empezó con Juan Moreira (1973), un éxito colosal de crítica y de público. Siguió con la repercusión multitudinaria alcanzada por Nazareno Cruz y el lobo (1975), definida por el propio director como la última película feliz que hizo en su vida, un “canto de amor” concebido como respuesta a la violencia política que ensangrentaba al país. Y se cerró con Soñar, soñar (1976), cuyo estreno casi secreto coincidió con el comienzo de la última dictadura militar.
Así fueron los 70. Sin términos medios. En el cine de ese tiempo convivieron los ecos de las transformaciones abiertas en la década pasada, la consolidación de algunos nombres que aspiran a ser reconocidos con identidad de autores, las películas políticas más explícitas de las que se tiene memoria en la historia de la pantalla grande local y un amplísimo abanico de producciones dedicadas a explotar la popularidad de figuras surgidas de la TV y de la música. La década se abrió con espíritu de apertura y no pocas audacias temáticas y estilísticas. Y terminó marcada por la oscuridad, la censura y el exilio de muchos grandes nombres.
La obra símbolo de la década es, sin dudas, La tregua (1974), de Sergio Renán, película que “intenta un costumbrismo intimista para contar la pequeña historia cotidiana de un hombre ahogado por la rutina”, según describe el crítico David Oubiña. Aquí aparecen algunas de las marcas más definidas del período: origen literario, búsqueda de realismo desde una mirada de autor, identidad genuinamente local (no debe haber película más cercana a la idea de la porteñidad) y veladas alusiones en su argumento a la tensa situación política del país. La tregua, además, llegó más lejos que ninguna en su tiempo: fue nominada al Oscar como mejor película extranjera en 1974.
En los 70 algunos directores experimentados y muy reconocidos entregaron sus últimas películas. Daniel Tinayre cerró en gran forma su carrera con el excepcional melodrama La Mary (1974), donde nació la tórrida pasión entre el boxeador Carlos Monzón y Susana Giménez, que entregó en la película el mejor papel de su vida. Leopoldo Torre Nilsson, que empezó la década con sus frescos históricos (El santo de la espada, Güemes, la tierra en armas) produjo en el tramo final de su vida obras que empiezan a ser revisadas:
El pibe Cabeza (1973), Boquitas pintadas (1975) y Piedra libre (1975). Murió en 1978. Lautaro Murúa, tras un largo paréntesis, dirigió Un guapo del 900 (1971) y La Raulito (1975), antes de partir a un exilio obligado. De esa década también provienen dos de las mejores películas de otro maestro, José Martínez Suárez: Los chantas (1974) y Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), recuperada por muchos después del homenaje en clave de remake que hizo Juan José Campanella en El cuento de las comadrejas.
El intento más sostenido de un cine industrial con producción en serie tuvo a Aries, comandada por Fernando Ayala y Héctor Olivera, a su mejor representante. Olivera dejó en La Patagonia rebelde
(1974) el exponente más visible de un cine que se propuso en esa década revisar hechos del pasado. A esa línea se sumaron desde otras perspectivas Juan Manuel de Rosas (1972), de Manuel Antín, y Quebracho (1974), de Ricardo Wulicher. También recurrieron a la historia Hugo del Carril en Yo maté a Facundo (1974), título final de su magnífica filmografía, y Juan José Jusid con Los gauchos judíos (1975). No faltaron en la mayoría de estos títulos referencias y alusiones políticas que dialogaban desde la pantalla con la agitada realidad de los 70, pero ninguno de ellos llegó a tener el perfil netamente militante, activo y comprometido de otros directores que fueron grandes protagonistas de ese tiempo, como Fernando Solanas (con Los hijos de Fierro, 1972) y Jorge Cedrón (Operación Masacre, 1973). El destino de estos directores de cine político osciló entre el exilio (Solanas), la muerte en circunstancias nunca aclaradas (Cedrón) o la desaparición forzosa, como ocurrió con Raymundo Gleyzer.
La década del 70 dejó en la historia del cine argentino otros hechos dignos de destacar. A partir de Crónica de una señora (1971), Raúl de la Torre desarrolló una filmografía dedicada a explorar los conflictos de la clase media argentina, representada en los personajes de su actriz fetiche, Graciela Borges. Manuel García Ferré construyó en la pantalla grande un universo animado hecho a imagen y semejanza de sus personajes televisivos, entre divertidos y sensibleros, de la mano de Anteojito y Antifaz (Mil intentos y un invento, 1972), Las aventuras de Hijitus (1973) y Petete y Trapito (1975). Aries puso en marcha en 1973 con Los caballeros de la cama redonda la fructífera usina de películas picarescas protagonizadas por Alberto Olmedo y Jorge Porcel. Y en 1978 se inició con La parte del león la carrera de uno de los mejores directores argentinos, Adolfo Aristarain.
Juan Moreira y un guapo del 900 están disponibles en Cine.ar; Boquitas Pintadas y Nazareno Cruz y el lobo se encuentran en rare Film.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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