La consolidación de una identidad y su primera crisis
Los martes orquídeas (1941)
Para el cine argentino, la década del 40 fue mucho más que el tiempo de la consolidación de su industria y los destellos de su temprano crepúsculo. Es cierto que en esos años algunos estudios como Argentina Sono Film o Estudios San Miguel definieron un cine con peso internacional después del furor del tango y la herencia gauchesca característicos de la década anterior; que el sistema se expandió con fulgurantes estrellas y noveles directores, que encontró en la literatura extranjera una fuente inagotable de historias y apropiaciones. Pero también en ese tiempo emergió la convicción del cine como herramienta cultural y política, surgieron iniciativas decisivas en la definición de una identidad nacional como Artistas Argentinos Asociados de Homero Manzi: el cine construyó un universo propio, más allá de las deudas con la radio y el teatro, una inteligente reformulación de los géneros, una clara vocación estética.
El gesto mayor de Manzi en la gesta de La guerra gaucha (1942) como uno de los grandes éxitos del período se condensaba no solo en la conversión de la obra célebre de Lugones en una película de épica criolla, ligada emocionalmente al presente de un país que anhelaba un imaginario propio, sino también en la expansión formal, algo que los melodramas gauchescos del negro Ferreyra no habían terminado de explorar. La dirección de Lucas Demare bajo el auspicio de Manzi se replicó en Pampa bárbara (1945), ambiciosa historia de caravanas y desertores, encontronazos entre la pétrea disciplina y el fuego de su exhumación. Allí Demare abrió las puertas a un recién llegado como Hugo Fregonese, que luego se haría nombre en el cine del mundo y dejaría en este decenio Apenas un delincuente (1949), un policial de un virtuosismo admirable.
En aquella década signada por la crisis de la película virgen –Estados Unidos redujo la venta a la Argentina en favor de México, su competidor en América Latina– y el inicio de políticas proteccionistas desde el Estado (que desembocaron en la oscura figura de Raúl Apold y sus listas negras), algunos estudios quebraron o cambiaron de manos, como Lumiton y Estudios San Miguel, y otros nacieron con cierto espíritu independiente (SIFA de Armando Bó), hubo enroque de directores e inesperados apogeos.
Mario Soffici filmó La cabalgata del circo (1945) con un aire renovado, que hacía sintonizar la fuerza de Libertad Lamarque y Hugo del Carril con esa naturaleza que los envolvía, y dio a Zully Moreno sus brillos de diva en Celos (1947); Manuel Romero, luego de su fructífera asociación con Niní Marshall, dirigió una serie de comedias –la imperdible Isabelita (1940), Elvira Fernández, vendedora de tiendas (1942)– para una de las grandes actrices de los 40, Paulina Singerman; Luis César Amadori alcanzó el cénit con Dios se lo pague (1948), pieza inolvidable del canon argentino.
Pero si alguien hizo suya la década de los 40 ese fue Carlos Schlieper, cineasta de una modernidad asombrosa, quien exploró el talento para la comedia de actores como Juan Carlos Thorry y María Duval, que dio a Mirtha Legrand –después de su heroína virginal en Los martes orquídeas (1941)- la extraordinaria
El retrato (1947), exploró el fantástico con pasión laica en Cita con las estrellas (1949) e imaginó mujeres con deseo y decisión, quien hizo de la burla a toda restricción el arte de la trasgresión.
En esos años también emergió el sello de Carlos Hugo Christensen, artífice del film noir autóctono, prodigio de la concepción dramática de la puesta en escena, con sus ominosos contraluces y sus almas heridas de contradicciones. De su arte persiste el rostro inigualable de Mecha Ortiz en Safo: historia de una pasión (1943), la espalda de Olga Zubarry en El ángel desnudo (1946), el ánimo enajenado de Guillermo Battaglia en la extrañísima Los verdes paraísos (1947), y esa definitiva obra maestra que es Los pulpos (1948).
Quien aportó un toque excéntrico a la década fue Alberto de Zavalía, con sus odas telúricas preñadas de una fuerza radiante y desbordada. Convirtió la belleza única de Delia Garcés, en el mismo tiempo de su estridente popularidad que se consagraría en La dama duende (1945) de Saslavsky, en la Urpila de Malambo (1942), muerte nacida del folclore, atada a la tierra con espíritu de anunciación. Si bien la película recordada de la dupla Zavalía-garcés es La maestrita de los obreros (1942), su alianza reverbera en las estridencias de aquella fábula fascinante e inclasificable. También entre las anomalías del período está Yo no elegí mi vida (1949) de Arturo Momplet –eco de tragedia y tenebrismo, en este caso ajeno al mito– y El muerto faltó a la cita (1944), excursión del francés Pierre Chenal en territorio argentino, signada por el juego entre la comedia y el policial, casi como un antídoto al clima de la guerra que lo había llevado a escapar de Europa.
En el cierre de la década asomaron figuras que serían relevantes para el futuro. Armando Bó producía el éxito de Pelota de trapo (1948), que mostraba la sintonía de Leopoldo Torres Ríos con la esencia popular del fútbol y la poética de los entornos realistas. Manzi y Ralph Pappier incursionaban en la dirección con Pobre mi madre querida (1948) como antesala de su notable El último payador (1950) que daría nuevo hálito a la experiencia musical criolla afirmada en el esplendor del tango canción. Y allí el que daba vida al payador Bettinotti no era otro que Hugo del Carril, quien pasaba de actor y cantor popular a convertirse en uno de los grandes directores de la historia con su debut en Historia del 900 (1949). Década de vítores y promesas, de apogeos y audacias, último tiempo de esplendor de la industria, con sus finales y despedidas.
Los martes orquídeas, LA CABALGATA del Circo, isabelita, LA maestrita de Los obreros, LA dama duende, pobre mi madre querida, safo: historia de una pasión, el ángel desnudo y Los verdes paraísos están disponibles en Cine.ar.
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