Coaliciones amplias, un freno ante las amenazas a la democracia
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Sergio Berensztein
Flemático y siempre provocativo, el veterano político afirmó: “En política no podés tener enemigos tan extremos como para que te impida alguna vez negociar y llegar a acuerdos con ellos, ni amigos tan cercanos que te imposibilite enfrentarlos o incluso traicionarlos”. Se refería no solo a su dilatada experiencia doméstica, sino también a acontecimientos, históricos y recientes, en la arena internacional. Por ejemplo, antes del Pacto de Olivos, la confrontación retórica entre el menemismo y el radicalismo lucía irreconciliable y sugería un choque de planetas mientras avanzaban las negociaciones entre las partes.
“Mi límite es Macri”, afirmaban algunos de los integrantes de lo que luego fue Cambiemos. Y se ha vuelto casi un deporte nacional revisar los múltiples videos, declaraciones y columnas de opinión en las que Alberto Fernández expone con argumentos concluyentes críticas categóricas a su actual vicepresidenta. ¿Se puede volver de eso? Se pudo.
El famoso dicho “se necesita un Nixon para ir a China” con que se recuerda el giro estratégico de Estados Unidos que torció el destino de la Guerra Fría y facilitó la reinserción plena del ahora gigante asiático en el sistema internacional es otro antecedente clave en la misma dirección: una vida entera construyendo su reputación como halcón anticomunista parecía descartar un cambio tan dramático por parte de un presidente norteamericano. Sin embargo, se recuerda hoy como una de las demostraciones más determinantes del pragmatismo que debe imperar en las relaciones internacionales en función del interés nacional.

El propio Biden conoce en detalle las consecuencias prácticas de esta clase de realineamientos estratégicos hiperpragmáticos y relativamente sorpresivos. Los comicios de noviembre pasado que lo catapultaron a la presidencia dejaron una enorme lección en ese sentido: el Partido Demócrata logró tomar distancia del fervor que suponía la “grieta” cultural enfatizada por Donald Trump, y se encolumnó detrás de un candidato muy moderado para cautivar al votante independiente e incluso a un segmento de republicanos tradicionales que rechazaban su peculiar estilo confrontativo y algunas políticas, en especial la cuestión racial, el proteccionismo y la negación del cambio climático.
No se trató de una movida inédita: quedan vivos algunos de los famosos Reagan democrats, votantes históricamente “azules” que apoyaron la candidatura de The Gipper tanto en 1980 como –sobre todo– en 1984, decepcionados por los traspiés del gobierno de Jimmy Carter y por el corrimiento hacia posturas demasiado de “izquierda” por parte del establishment partidario.

“Si decía lo que iba a ser no me votaban”, tal vez reflexione, recurriendo a aquella original frase del gran Guillermo Vilas que muchos le atribuyen a Carlos Menem. Por eso, muchos observadores consideran que podrían mejorar las chances del GOP en las próximas elecciones de mitad de mandato en noviembre de 2022. Los incumbentes suelen perder muchas bancas, incluso la elección y el control de alguna o ambas cámaras: les ocurrió a Trump, a Clinton y al propio Obama. Los estrategas demócratas aspiran a que la oposición dura de los republicanos en el Congreso y el acoso que vienen sufriendo líderes moderados por parte de los partidarios de Trump (como la representante Liz Cheney, hija del influyente vicepresidente de George W. Bush) mitiguen el esperable desgaste de los primeros dos años de gestión.
Más allá del caso norteamericano, la crisis de los partidos tradicionales y el avance de las autocracias (líderes personalistas, disruptivos y con agendas transformacionales, pero con componentes conservadores que cuestionan abierta o subrepticiamente el formato democrático “clásico” tal como lo conocemos) generan un fenómeno similar en términos del reordenamiento de fuerzas y dirigentes que hasta hace poco eran duros adversarios (y hasta enemigos directos) para contener el avance de estos personajes “antisistema”, en muchos casos con discursos populistas y tendencia a polarizar in extremis las disputas por el poder. El objetivo es evidente: construir mayorías electorales para frenar en las urnas los embates de quienes al menos discursivamente hablan y se sienten empoderados por la sociedad. En este contexto, la conformación de coaliciones amplias y diversas para adquirir competitividad en comicios percibidos como determinantes (potenciales puntos de inflexión) parece convertirse en una estrategia cada vez más transitada.

No menos sorprendente resultó el almuerzo que compartieron Lula y Fernando Henrique Cardoso en Brasil a fines de la semana pasada. Históricos adversarios, los líderes del Partido de los Trabajadores y de PSDB, respectivamente, no descartarían una coalición de cara a las presidenciales del año próximo. No los uniría el amor, sino el espanto común que les produce Jair Bolsonaro. De hecho, cuando en marzo Cardoso anunció que ante una segunda vuelta entre el actual presidente y Lula se inclinaría por este último, aclaró: “Voto al menos peor”. Incluso en Perú, el premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa decidió apoyar a Keiko Fujimori en el ballottage que tendrá lugar el 6 de junio para evitar “caer en las manos del totalitarismo”.
En este caso en particular, no parece ser una exageración: como demostró Andrés Oppenheimer, el programa electoral de Pedro Castillo tiene una clara influencia de la revolución rusa de 1917
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