Un recuerdo de la influencia del best seller francés, diez años después de su muerte
R. B.
A todos nos enseñaron que la edad media se caracterizó literariamente por las novelas de caballerías, de las que el Amadís de Gaula constituye un verdadero paradigma. Su personaje principal ha sido de ordinario un caballero artillado en procura de obtener los favores de una dama o bien ganar una ambicionada fama.
Los argumentos del género sostienen el valor del protagonista en múltiples lances que suponían arriesgar siempre el pellejo. Aunque difundida en varias regiones europeas (recuérdese el ciclo artúrico), la trama es más bien típicamente latina, española. Como es notorio, el Quijote representa precisamente su esperpéntica contrafigura.
Esta literatura exhibe, junto a la actitud galante, la arrogancia de un pueblo que ha sobredimensionado el honor como un signo de reconocido machismo. El texto expresa artísticamente las valoraciones de toda una sociedad como la medieval, incluida la construcción de un afianzado modelo de virtudes.
Más adelante, la novela romántica siguió alimentando las imaginaciones juveniles, que encontraron en ella un generoso cauce. A lo largo del tiempo, los relatos de aventuras continuaron transitando un estilo donde las palmas se las ha llevado esa figura tan admirable como inalcanzable que es el héroe, magistralmente estudiado por Joseph Campbell y entre nosotros, por Hugo Bauzá.
En la segunda mitad del siglo pasado, las novelas de Ian Fleming suministraron un inédito modelo encarnado en el mítico espía James Bond, luego llevado al cine, donde encontraría su consagración. Ya en nuestros días, Arturo Pérez Reverte ha actualizado el género mediante las celebradas sagas del capitán Alatriste y el agente secreto Lorenzo Falcó. Entre ambas, la obra de Jean Lartéguy (1920-2011) nos recuerda la canónica sentencia de Clausewitz: la guerra es la continuación de la política por otros medios.
Los tres autores remiten al mundo bélico del cual son también parte, así como a su sentido transgresor, pero lo hacen de un modo ficcional. El inglés Fleming fue oficial de inteligencia y el español Pérez Reverte, corresponsal de guerra, como el francés Lartéguy, quien también supo ser soldado de profesión. De algún modo y como ellos, el argentino Jorge Fernández Díaz también se sirve del imaginario, en un terreno policial y político, para mostrar realidades brutales de mundos tenebrosos en una suerte de documentales de ficción.
Jean Lartéguy, nom de guerre de Jean Pierre Lucien Osty, supo crear una verdadera serie de best sellers donde conjugaba el relato bélico con la exaltación de las virtudes castrenses, como por ejemplo el culto al coraje, y también algo de aquel antiguo honor medieval. Pero el teatro de operaciones no sería ya el bucólico mediodía francés, sino los inhóspitos desiertos y selvas de los territorios coloniales de Indochina y Argelia, donde se sucedieron Los centuriones, Los pretorianos y Los milenarios.
Una fusión de estas novelas, igual que las de Pérez Reverte (aunque sin alcanzar el impacto de las de Fleming), fue también filmada con el título de Lost Command (en la Argentina: Talla de valientes) y protagonizada por Alain Delon, Claudia Cardinale y Anthony Quinn. Este último representó un personaje real, el general Marcel Bigeard, uno de los militares franceses más condecorados de toda la historia de su país.
Siendo obras de ficción, estas recreaciones de ambiente bélico hubieran pasado desapercibidas en el mundo político si no fuera porque han sido consideradas las que popularizaron la doctrina de la guerra revolucionaria entre los militares argentinos que combatieron la guerrilla, en uno de los episodios más controversiales de nuestra historia.
La guerra sucia ha suscitado una copiosa bibliografía en la ensayística, pero también en una dimensión estética donde el canon literario trasunta su ominosa tragedia de carnes chamuscadas, itakas y trotyl, como en Noche de lobos, de Abel Posse, y tantos otros relatos del terror político.
Del mismo modo que Comandos en acción de Isidoro Ruiz Moreno –un ensayo histórico que describe las arrojadas escenas de la Guerra de las Malvinas–, los libros de Lartéguy completaron la enseñanza de los manuales de la escuela francesa, confiriéndole a las acciones desnudas un tono épico que difícilmente podía transmitir el laconismo de los reglamentos. Los comandos guardan similitud con otros cuerpos de elite como los paracaidistas franceses.
Una fusión de estas novelas, igual que las de Pérez Reverte (aunque sin alcanzar el impacto de las de Fleming), fue también filmada con el título de Lost Command (en la Argentina: Talla de valientes) y protagonizada por Alain Delon, Claudia Cardinale y Anthony Quinn. Este último representó un personaje real, el general Marcel Bigeard, uno de los militares franceses más condecorados de toda la historia de su país.
Siendo obras de ficción, estas recreaciones de ambiente bélico hubieran pasado desapercibidas en el mundo político si no fuera porque han sido consideradas las que popularizaron la doctrina de la guerra revolucionaria entre los militares argentinos que combatieron la guerrilla, en uno de los episodios más controversiales de nuestra historia.
La guerra sucia ha suscitado una copiosa bibliografía en la ensayística, pero también en una dimensión estética donde el canon literario trasunta su ominosa tragedia de carnes chamuscadas, itakas y trotyl, como en Noche de lobos, de Abel Posse, y tantos otros relatos del terror político.
Del mismo modo que Comandos en acción de Isidoro Ruiz Moreno –un ensayo histórico que describe las arrojadas escenas de la Guerra de las Malvinas–, los libros de Lartéguy completaron la enseñanza de los manuales de la escuela francesa, confiriéndole a las acciones desnudas un tono épico que difícilmente podía transmitir el laconismo de los reglamentos. Los comandos guardan similitud con otros cuerpos de elite como los paracaidistas franceses.
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