La violencia no tiene género
Resulta tan lamentable como aterradora la tendencia a radicalizar estereotipos con el fin de desviar el foco ante la comisión de delitos aberrantes
Una multitudinaria audiencia abstraída en el minuto a minuto del juicio por el crimen de Fernando Báez Sosa, ciertamente con un veredicto que será tan relevante como ejemplificador, relega de su atención muchas otras situaciones que pueblan la actualidad.
Ante el silencio proporcionalmente muy superior respecto del enorme ruido fabricado en torno al trágico desenlace del joven Báez Sosa, el caso del asesinato de Lucio Dupuy revela también dónde se posa la mirada de una ciudadanía que parece anestesiada.
Con ambos juicios concluidos, el veredicto por la muerte del niño de 5 años se espera para el 2 de febrero, cuatro días antes de que se conozca el fallo de la Justicia de Dolores en el caso Báez Sosa. Pero poco hemos oído sobre Lucio.
El niño murió en Santa Rosa, La Pampa, el 26 de noviembre de 2021 tras los castigos físicos y vejaciones de los que se acusa a su madre, Magdalena Espósito Valenti, y a su pareja, Abigail Páez. Detenidas desde entonces, la fiscalía pide para ambas prisión perpetua por haber cometido un “homicidio calificado” y “abuso sexual gravemente ultrajante” cuyos espeluznantes detalles decidimos omitir, sin dejar de señalar el “ensañamiento y alevosía”, agravados por el vínculo que pesa además sobre la madre.
La investigación reveló un largo historial de violencia doméstica contra el niño con graves indicios desatendidos: se supo que Lucio había estado cinco veces en un lapso de tres meses en centros de salud por lesiones y fracturas. A nadie pareció llamarle la atención, mientras el proyecto sobre “prevención y detección temprana de violencia contra niños, niñas y adolescentes”, llamado “ley Lucio”, lleva meses cajoneado en el Congreso y ahora se trataría en sesiones extraordinarias.
Las intensas gestiones judiciales de Christian Dupuy, el padre, no prosperaron. Equivocadamente, muchas veces no se considera que un padre pueda ser mejor progenitor para un niño que su madre. Luego de que Lucio viviera de común acuerdo entre su madre y su padre, y también con sus tíos, en 2020 la Justicia le otorgó a la madre la tenencia completa. Su reclamo para hacerse cargo del hijo no nació de una amorosa o instintiva mirada maternal. Por el contrario, parece explicarse en la necesidad de canalizar el odio por el género masculino; lisa y llanamente, otra forma de violencia de género según la cual solo el hombre es capaz de cometer ese delito, nunca a la inversa.
Esa perspectiva de género unilateral configura una ideología cada vez más instalada. La mujer será sujeto de beneficios, siempre victimizada ante una figura masculina “mala y abusiva”. Un enfoque sin grises, con oprimidas y opresores. Una mirada parcial a la que no debemos acostumbrarnos.
En una sociedad mal llamada “progresista”, como la que muchos pugnan por instalar, en la que poco se respeta a quienes piensan distinto, las nuevas corrientes denuestan la heterosexualidad, exaltan los feminismos extremos –capaces de hacer temblar al más íntegro y respetuoso de los hombres–, desprecian la institución familiar tradicional, anteponen la autopercepción a la realidad y restringen los derechos solo a quienes comparten ideología. Pero la violencia no tiene género ni edad.
Hoy, la controvertida jueza Ana Clara Pérez Ballester está siendo cuestionada por haber entregado al niño a una madre que lo había abandonado durante dos años, sin un simple estudio socioambiental o psicológico. No se preservó el interés del menor de edad. Ciertamente, hay sectores de la Justicia que adolecen de perspectiva de género. El Estado falla también en esto.
Los chats entre ambas acusadas mostraron no solo el encono hacia Lucio y cuán molesta les resultaba su masculina presencia para su relación de pareja, sino también cómo planeaban ocultar las lesiones infligidas al menor. El Ministerio Público Fiscal calificó de “castigos inhumanos” a los que el niño era sometido: falta de comida, interminables penitencias, palizas, golpes en la cara y en el vientre hasta hacerlo vomitar, heridas por cigarrillos apagados sobre su piel, amenazas y no mandarlo al jardín que tanto disfrutaba, como castigo y para que las maestras no vieran las lesiones, entre otras temerarias acciones.
“En mis casi 30 años de profesión, nunca vi algo así”, expresó el médico forense a cargo de la autopsia.
El abuelo paterno denunció lo que era evidente: que los ataques que terminaron cobrándose la vida de Lucio estuvieron fundados en cuestiones de género. “A Lucio le cortaron los genitales a mordiscones”, relató. Aun así, en sus tan lamentables como cínicos alegatos, las acusadas volvieron a victimizarse y a atacar al padre de Lucio, justificándose por lagunas mentales, traumadas y abatidas aseguran que extrañan al niño.
Como en tantas otras situaciones que ameritaría que las instituciones defensoras de los derechos humanos alzaran la voz, el silenciado crimen de Lucio no agitó más reacción que la del CELS, pidiendo la absolución de esa madre homicida que careció de la oportunidad de abortarlo. Los “colectivos” eligen sus batallas. Muchas de esas organizaciones prefieren mirar para otro lado cuando un integrante merece castigo. Es más fácil proclamar una inclusión que sea solo cambiar una letra. El peso de los nuevos “modelos” se agiganta. La educación, muchos medios y el Estado contribuimos para que así sea. Y llegamos al punto de desgranar morbosa y masivamente el “machismo” violento de un grupo de jóvenes inadaptados y a invisibilizar el atroz crimen de un par de mujeres desequilibradas. La perspectiva de género nos obnubila, nos quita objetividad, nos arrastra de manera irracional. Abramos los ojos. No dejemos que otros editen la película.
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