Cómo debería ser el próximo presidente
— por Pablo Mendelevich
Si en lugar de seguirse el procedimiento rutinario de hacer dos o tres elecciones nacionales consecutivas se seleccionara al próximo presidente mediante algún tipo de inteligencia artificial, ¿qué dones se les exigiría poseer a los postulantes?
Por supuesto, previamente habría que cargarle a la computadora la experiencia histórica completa del país (de Rivadavia a Fernández), el estado actual de las cosas, empezando por la inflación, la pobreza, la indigencia, los planes, los cortes, la baja calidad institucional, el blindaje partidario de los corruptos, los niveles de intolerancia social, el fraccionamiento, el sordo enojo con la dirigencia política, los datos precisos de los jóvenes que emigran. Y la prognosis. Incluidas decisiones inexorables que deberá tomar quien venga en diciembre, cualquiera fuere su ideología (por ejemplo, en materia de compromisos financieros hasta 2027), y los monumentales consensos que le hará falta enhebrar al presidente seleccionado. Además de consignarse las rudas amenazas ya anticipadas para quien osare impulsar reformas estructurales.
Está claro que el primer requisito a cumplir por un gobernante en una democracia es la representatividad. Eso nadie lo discute. Pero acá solo se trata de un ejercicio de simulación. Un desdoblamiento incitado por esa fractura manifiesta que resumió Menem con sabiduría de Viejo Vizcacha: ganar las elecciones es una cosa, gobernar es otra. El último experimento agravó esta patología de la política. Ahora mismo la escisión, impúdica, quedó a la intemperie.
Pensemos por un rato, pues, solo en la parte de gobernar, que no es precisamente un accesorio de la compulsa electoral, sino, en todo caso, lo inverso. Para nadar en la marejada proselitista parece haber muchísimos políticos de alto rendimiento. ¿Cuántos saldrían airosos de la experiencia gubernativa? Resulta curioso que el puesto de presidente de la Argentina, cada vez más arriesgado, más exigente en términos de alcanzar el éxito, siga siendo tan codiciado. Pero ese ya es otro tema.
¿Tendría que ser el próximo presidente una persona muy instruida? ¿Alguien con dotes carismáticas extraordinarias? ¿Un encantador de serpientes? ¿Un veterano de mil batallas? ¿Un ser casi celestial? ¿Virginal? ¿Paternal? ¿Un técnico omnisciente? ¿Un políglota?
A diferencia de lo que sucede con las búsquedas de personal administrativo más o menos calificado, la Constitución no pide para ocupar el llamado sillón de Rivadavia manejo de inglés ni de Excel, ni siquiera el secundario completo. Los requisitos formales son los que se le reclaman a un senador: mayor de 30 años, nacido en la Argentina (o hijo de nativo con seis años de residencia, eso viene de los destierros que provocaba Rosas) y tener un pasar digno, que en 1853 se fijó en “una renta anual de dos mil pesos fuertes”. Vaya uno a saber cuánto sería hoy. Los constituyentes de 1994 se acordaron de sacar del texto apolillado una cláusula que le atribuía al Congreso la potestad de entregar patentes de corso (permisos para atacar barcos enemigos), pero dejaron para el senador –consiguientemente para el presidente– el requisito de tener renta respetable, un resabio de cuando solo votaban los propietarios. Igual nadie se detuvo demasiado en este asunto, porque el último presidente que no tenía dónde caerse muerto (literalmente) fue Derqui. La mitad del país es pobre, pero casi siempre los postulantes pertenecen a la otra mitad.
Si es por el promedio histórico, el presidente argentino es un hombre blanco de 55 años, católico (ya no es obligatorio, pero hasta ahora todos lo fueron, incluido Menem, aunque fue sepultado en un cementerio islámico), de clase media, abogado. Es cierto que hubo dos mujeres, ambas peronistas (Isabel Perón y Cristina Kirchner), un aristócrata (Alvear), un ingeniero millonario (Macri), tres militares elegidos democráticamente (Roca, Justo, Perón) y un dentista (Cámpora). Isabel Perón fue un caso singular: “sin profesión conocida”, dice la escritura de cuando Perón puso a su nombre la quinta de Puerta de Hierro.
Obrero que debió abandonar la escuela como Lula, profesor universitario de verdad como Fernando Henrique Cardoso, dramaturgo como el checo Vaclav Havel, actor como Ronald Reagan, magnate como Sebastián Piñeira, comediante como Volodimir Zelensky, nada de eso tuvimos. Cierta creencia local de que alguien muy formado intelectualmente da mejor para el cargo posiblemente provenga de la fama post mortem de estadista (trunco) que consiguió Frondizi o del mismo Perón, gran lector. Tal vez la idea retumbe desde Sarmiento y Mitre. O de presidentes también cultos como Pellegrini y el menos recordado Victorino de la Plaza, un erudito, experto en finanzas internacionales.
Alimentada con más algoritmos que pasiones y principios, la computadora probablemente entienda poco de política, arte inasible. Acaso se le pueda avisar que si bien el próximo presidente tendrá que hacer cambios profundos en la economía, primero que nada necesitará una muñeca política como la de Roca, Churchill, Perón y Gorbachov sumados.
Tal vez el aviso para la búsqueda debería decir algo así: se precisa constructor de poder provisto de grandeza, con aptitud para sellado de grietas, sabedor de que el respaldo de las urnas no le alcanzará para gobernar y tendrá que negociar en forma permanente, buscar acuerdos y compartir poder. Presentarse preferentemente sin pretensiones mesiánicas.
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