¿Votaremos por lo que somos o por lo que aspiramos a ser?
COMICIOS. ¿Es demasiado pretender un presidente que nos represente por la lucidez de sus convicciones, por su capacidad para devolvernos el orgullo de ser argentinos?
Rogelio Alaniz
Poco importa si la anécdota es real o imaginaria. Importa la capacidad del texto para interpelar los dilemas de una sociedad, pero en particular los dilemas en los que la política se personaliza.
A veces, la imagen de una película es certera: Richard Nixon camina por los pasillos de la Casa Blanca. Es probable que tenga algunas copas de más o que el escándalo político que aún no se conoce con el nombre de Watergate haya transformado en vulnerable a un hombre que siempre se jactó de su confianza en sí mismo. En esa suerte de vagabundeo solitario por las galerías de una Casa Blanca desierta y en penumbras, Nixon se encuentra de repente con el retrato de John Kennedy. Se detiene asombrado e incómodo. Nixon mira los rasgos de ese rostro, esa sonrisa inconfundible, ese mechón de pelo rubio eternamente juvenil; vacila, parpadea y luego pronuncia palabras que sin proponérselo instalan uno de los grandes dilemas de la política contemporánea, palabras que seguramente Shakespeare hubiera aprobado: “John Kennedy… los norteamericanos ven en él lo que les gustaría ser, pero cuando me miran a mí, ven lo que ellos son”. Formidable. Más allá de la existencia real de la anécdota, la frase es políticamente riquísima, como toda frase que instala un dilema, una contradicción entre la sociedad y el poder, entre lo aparente y lo real, entre el deseo y la resignación.
El balbuceo de Nixon habilita algunas preguntas decisivas para la política. ¿Qué elegimos cuando votamos: lo que se parece a nosotros o lo que nos gustaría ser? ¿Con qué criterio elegimos: según lo que somos o según lo que nos gustaría ser? No es solamente la opción entre buenos y malos o entre idealistas y pragmáticos. Para Alberdi, para Sarmiento, por ejemplo, no había dudas: había que elegir por lo que deseamos ser y no por lo que somos, porque optar por lo que somos significa atraso, sumisión, barbarie. Por su lado, Mitre y Roca instalan una variante realista: aceptar a los argentinos como son y a partir de allí, y “con la ayuda de Dios”, hacer lo que se pueda.
En 1983, los argentinos elegimos a Raúl Alfonsín y rechazamos la propuesta conservadora de Ítalo Luder. Alfonsín se pudo equivocar más de una vez, pero, más allá de los errores, lo que nunca dejó de expresar fue esa voluntad a veces latente, a veces desbordante de lo que a los argentinos nos gustaría ser. El rostro, la voz, las frases de Alfonsín expresaban aquello a lo que los argentinos aspiraban después de siete años de dictadura militar y años de pesadilla peronista. Luder era ese pasado que incluía el pacto sindical-militar, la impunidad para las Tres A y la amnistía a los militares.
Cinco años después los argentinos votaron por lo que son. Ese rostro lo expresaba Carlos Menem con su realismo algo cínico, algo descarnado; algo pícaro, algo eficaz; algo burlón, algo sórdido. La república de los ideales de Alfonsín era desplazada por la república del interés de Menem. El presidente riojano, cabeza visible de una dinastía familiar de tierra adentro, representaba esa conjunción entre pragmatismo y viveza criolla, una mezcla de Viejo Vizcacha con sobrino de Juan Moreira, tal como la pintó con excelente prosa costumbrista Roberto Payró.
Néstor Kirchner y su esposa, Cristina Fernández, ¿qué representan? Puede que en algún momento hayan expresado aquello que nos gustaría ser. Por lo menos un sector importante de la sociedad así lo vivió, aunque convendría advertir al respecto que mientras en su provincia de Santa Cruz los Kirchner habían demostrado su adhesión sin fisuras al statu quo e incluso a disfrutar del placer de sus relaciones carnales con el poder militar, en el orden nacional, en los centros lejanos a las desoladas estepas patagónicas, para intelectuales y militantes atados a la nostalgia de la controvertida década del setenta, Néstor y Cristina no expresaban ni el presente ni el futuro, sino un pasado que era necesario recuperar para hacer posible el futuro que intentó diseñar Montoneros con los resultados conocidos.
Hoy, Cristina no es ni lo que somos ni lo que nos gustaría ser. Tampoco sería exacto decir que encarna el pasado, aunque si con algún espacio su estrategia de poder está cómoda es con una versión del pasado, ese pasado al que suele estar atado el populismo desde su exclusiva visión romántica de la historia, ese romanticismo al que en sus versiones más siniestras se abrazaron Hitler con su aspiración a fundar el Tercer Reich y Mussolini con sus delirios cesaristas e imperiales. Cristina no llega a tanto. Ni el contexto histórico ni su personalidad son equiparables a los de los creadores del nazifascismo. Lo suyo exhibe una singularidad que merece ser atendida, una singularidad que se explicita a través de una percepción alienada de la realidad y la política. Cristina no es lo que somos ni lo que nos gustaría ser. Es probable que exprese el pasado, un pasado que posiblemente a la hora de pasar en limpio no sea más que una etapa más del peronismo, un giro en el itinerario de una creación política que recurrió a todos los ardides y coartadas de las ideologías manteniéndose leal a su origen: la voracidad por el poder, una voracidad que siempre, de una manera u otra, entra en contradicción con las instituciones de una república democrática.
La pregunta, por lo tanto, que debemos hacernos es si en estos comicios votaremos por lo que somos o por lo que aspiramos a ser. En una elección se votan partidos, candidatos, ideas, intereses, prejuicios, pero, en definitiva, alguna tendencia en este dilema se juega. Y esa tendencia se cristaliza en un candidato, en un nombre, en una voz, en un rostro. No desconozco la gravitación de las estructuras, de los tiempos propios de la historia, de la hipótesis de que toda historia es una historia de los pueblos, pero a estas consideraciones importa añadirles la presencia del hombre en la historia o, para expresarlo de un modo más simple, la gravitación del candidato, porque en definitiva, a la hora de emitir el voto, lo hacemos por un nombre y un apellido que convocan las diversas y a veces contradictorias expectativas presentes en unos comicios.
Y otra vez, entonces, el dilema de Nixon: ¿votaremos por lo que somos o votaremos por lo que nos gustaría ser? Puede haber diversas respuestas a este dilema, pero lo que la experiencia histórica enseña es que en la tormenta de una crisis importa votar por lo que nos gustaría ser. ¿Existe ese candidato o esa candidata que expresen este deseo? No lo sé, aunque sí sé quiénes no lo expresan. Como los autores de las clásicas novelas de enigma, diría que en mis anteriores consideraciones he sugerido por dónde sería posible elegir un liderazgo que sin renunciar a su condición de democrático y sin alinear su gravitación a teorías mesiánicas representa nuestras aspiraciones más justas. ¿O acaso es demasiado pretender un presidente que nos represente por la lucidez de sus convicciones, por su sensibilidad ante el dolor y la tragedia humana, por su perseverancia para hacerse cargo de los rigores de la economía, por su capacidad para devolvernos el orgullo de ser argentinos ante el mundo, pero sobre todo ante nosotros mismos? No estoy reclamando un dios, sino un político que ilumine con su presencia un momento histórico decisivo.
El rostro, la voz, las frases de Alfonsín expresaban aquello a lo que los argentinos aspiraban después de siete años de dictadura militar y tres años de pesadilla peronista
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