Resistir, el gran proyecto de la clase media
Guillermo Oliveto
La sociedad argentina está al borde del quiebre emocional. En consecuencia, sus conductas y reacciones se tornan cada vez más difíciles de prever. De tanto castigarla, lograron arrebatarle el imaginario de futuro. “Nos robaron los sueños y los proyectos”, dicen los ciudadanos con pesar. “La Argentina me duele”, afirman, para confirmar la idea de un corpus colectivo llagado e hipersensible. Los jóvenes sostienen: “Somos la generación que no va a tener nada”.
En ese contexto la clase media se aferra a un último gran proyecto: resistir. Y es en esa defensa final de ciertos valores que definen la idiosincrasia de la argentinidad donde quizás se cifre la última esperanza realista sobre un devenir mejor.
La clase media argentina no es solo un lugar en la pirámide social, ciertamente muy sustancioso (45% de las familias), ni un nivel de ingresos, hoy brutalmente devaluados. Tampoco se circunscribe meramente a una tenencia de bienes específicos relevantes como podría ser la casa propia o el auto. Ni siquiera es un set de costumbres y hábitos específicos que, por supuesto, los tiene. O un acervo cultural, tan nítido como estable, que busca preservar defendiéndolo con ferocidad.
La clase media en la Argentina es todo esto y mucho más. Es una gran construcción simbólica, un lugar de llegada y de pertenencia. Una fuente de identidad, una aspiración, un sueño, una ilusión, una razón de ser. Una luz en la oscuridad de todos los túneles por los que ha cruzado esta sociedad golpeada y maltratada hasta el hartazgo. La clase media es, sobre todo, una historia.
Permítanme explicar una historia en qué sentido. El sentido con que la ha descripto la exquisita prosa del maestro italiano Alesandro Baricco en La vía de la narración, texto recientemente editado por cuadernos Anagrama.
Dice este lúcido y muchas veces contrafáctico pensador, autor de novelas como Seda o ensayos como The Game: “Ocurre a veces que fragmentos concretos de la realidad emergen del ruido blanco del mundo y se ponen a vibrar con una intensidad particular, anómala. A veces es como un agradable aleteo. Otras veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta que espera una respuesta. Allí donde se verifica esa vibración, se genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo, tiende a organizarse y a convertirse en una figura dibujada en el vacío. Se podría decir que, para lograr una determinada permanencia, genera un campo magnético a su alrededor, dotado de su propia geometría. A estos campos magnéticos singulares les damos un nombre particular. Ese nombre es: historias”.
La clase media argentina es, sobre todo, una vibración de esas de las que nos habla Baricco. Tiene su campo magnético propio y por eso es capaz de emanar sentido y así iluminar las opacidades y las sombras de un entorno atiborrado de amenazas, incertidumbres, temores y ansiedades.
Cuando los argentinos viven una crisis de sentido como la que están atravesando hoy, la pregunta que brota de sus entrañas ya no es siquiera “por qué”, sino el mucho más inquietante “para qué”. Este tipo de replanteo existencial ya ocurrió, en un contexto muy diferente, en la crisis de 2001-2002. Tanto en ese entonces como en la actualidad, la defensa de la identidad de clase media se transforma en la última línea de resistencia a la que se aferra la sociedad para no quebrarse definitivamente.
Por eso, a pesar de sentir que les robaron los proyectos, que no pueden articular un imaginario de futuro, que el mundo les queda cada vez más lejos, que no pueden ahorrar, que los obligaron a vivir día a día y que el miedo a veces los paraliza, los ciudadanos mantienen como pueden algunos consumos arquetípicos de clase media que los hacen experimentar la resiliencia, esa capacidad de adaptación necesaria para enfrentar la adversidad y sobrevivir.
En un contexto opresivo y atemorizante, se sostienen el cine, el teatro, los recitales, los bares, los cafés, las cadenas de fast food, los restaurantes, las parrillas, las pizzerías, las peluquerías, las salidas familiares de fin de semana (aunque en muchos casos deban ser austeras), los picnics en los parques de la ciudad o al costado de las autopistas y las reuniones de amigos “a la romana”, donde cada uno trae algo, lo que se pueda, sin prejuicios vergonzantes ni pretensiones extemporáneas.
Los economistas que consulta el Banco Central proyectan que la inflación anual será del 126% en 2023 y que en los próximos 12 meses la situación resultará aun peor: sería 142% acumulado. No solo los precios continuarían subiendo, sino que la economía comenzaría a caer. Se prevé una contracción del 3% para este año. Hay escenarios más pesimistas que visualizan un descenso cercano al 4 o 5%.
En el límite, como se sienten ahora, los argentinos se refugian en el espíritu gregario. Saben de qué se trata. Ya pasaron por ahí.
Un lugar de pertenencia
En numerosas ocasiones, el sector social “de los del medio,” que aglutina a los que no son ni ricos ni pobres, es definido desde el extremo izquierdo del arco ideológico como un conjunto amorfo de seres egoístas, narcisistas y endogámicos, que solo piensan en sí mismos desentendiéndose del destino colectivo.
El sesgo en la mirada no es casual ni antojadizo, sino que tiene raíces históricas. No solo acusa y ataca por el presente, sino también por un pasado que se remonta incluso a la génesis del citado grupo social.
Bajo el prisma distorsionado de cierta intelectualidad sobrecargada de teorías conspirativas, la clase media fue un invento de la élite conservadora de comienzos del siglo XX, para operar como buffer de las ansias revolucionarias del proletariado. Vista así, la clase media habría sido un invento de “arriba hacia abajo” diseñado para sostener el statu quo.
Nada más inexacto. La clase media, aquí y en el mundo, fue y es un fenómeno “de abajo hacia arriba”, una emergencia, una fuerza creciente y ascendente, que modifica todo a su paso. Fueron los hijos, los nietos y los bisnietos de esos inmigrantes que llegaron “con una mano atrás y otra adelante” los que sobre la base del trabajo y el esfuerzo lograron conquistar un inmenso territorio físico. Y en simultáneo, moldearon un territorio simbólico que les daría contención y pertenencia.
Un “lugar” en los términos que lo definiera el antropólogo francés Marc Augé, es decir, un espacio donde la tradición se arraigaba con una cultura localizada en el tiempo y el espacio.
Otro gran pensador de la modernidad y la posmodernidad, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en su ensayo Comunidad, publicado en 2003, decía: “Las palabras tienen significados, pero algunas palabras producen además una ‘sensación’. La palabra ‘comunidad’ es una de ellas. Produce una buena sensación. Tenemos el sentimiento de que la comunidad es siempre algo bueno. La comunidad es un lugar cálido, acogedor y confortable. Ahí afuera, en la calle, acechan todo tipo de peligros: tenemos que estar alertas. Aquí adentro, en comunidad, podemos relajarnos; nos sentimos seguros”.
La clase media es justamente eso: un “lugar” y una “comunidad”. Un espacio, tanto real como metafórico, concreto y abstracto a la vez, donde referenciarse y protegerse.
Un factor de estabilización
Como colectivo social, la clase media es generosa a su modo. Al buscar denodadamente el bienestar personal y familiar, algo de lo que no se siente culpable en lo más mínimo, y que por ello ni niega ni oculta, con su actitud en apariencia individua
lista, favorece la construcción de un entorno estable que beneficia al conjunto.
¿Es conservadora entonces? Podría decirse que sí, en cierto punto. Por eso elude el conflicto. Y se focaliza en el esfuerzo y el mérito. Cómo pretende progresar y que lo hagan sus hijos propicia un contexto que favorezca la movilidad social en lugar de atentar contra ella. La conflictividad permanente la asusta porque pone en riesgo lo estructural. Prefiere la estabilidad del sistema por un motivo muy simple: su mayor anhelo es primero ingresar a él, luego pertenecer y finalmente lograr sostenerse. Sueña siempre hacia arriba, teme siempre hacia abajo.
Siendo así es lógico que reaccione cuando se siente amenazada en su territorio, invadida, abusada. No es ofensiva, sino defensiva. No faltaríamos a la verdad si afirmáramos que su lema no dicho, pero bien sabido, es algo así como: “No me toquen lo mío”. Profundamente asentado en la idea de la propiedad privada.
Cuando se cruza ese límite, reacciona con una ferocidad habitualmente subestimada. Es liberal en el sentido más puro y original del término, tal como lo define Francis Fukuyama en su último libro, El liberalismo y sus descontentos ( 2022): “Las sociedades liberales confieren derechos sobre los individuos, siendo el más fundamental el derecho a la autonomía. Junto con esta autonomía se ubica el derecho a la propiedad privada y a hacerse cargo de sus transacciones económicas”.
Los integrantes de la clase media saben y defienden que, mucho o poco, lo que tienen se lo han ganado con el sudor de su frente y por eso no admiten la intromisión del Estado en sus asuntos más íntimos y mucho menos en sus finanzas. Por supuesto, no son tontos. Toman del Estado todo lo que puedan –planes de incentivo al consumo, créditos, moratorias, entre otros beneficios–, pero lo mantienen a distancia. Establecen un pacto recíproco de mutua conveniencia: ciertas prestaciones básicas que les otorguen seguridad, en el sentido amplio del término, a cambio de estabilidad, financiamiento y gobernabilidad.
Es una clase social que, en lo posible, elude la confrontación extrema, no por falta de coraje, como algunos le endilgan, sino por falta de interés. Por lo general, no la seduce romper el sistema, aunque sí mejorarlo. En todo caso los cambios pueden ser progresivos y gestarse desde adentro, pero no de un modo tan brusco que ponga en riesgo su propia supervivencia.
El camino aspiracional
Ocurre que la clase media es aspiracional, demandante, crítica y volátil. Puede aprobar hoy lo que detestará mañana si percibe que en su carrera ascendente está yendo hacia abajo. Se ilusiona y se decepciona con la misma velocidad.
Su ideología de base se vincula con la teoría del “buen vivir” que planteara el sociólogo francés Edgar Morin, en su ensayo de 2012, Una
política para la civilización. Allí este gran estudioso de la complejidad humana afirmaba que la buena vida debía ser capaz de articular “prosa y poesía”. En su concepción, la prosa se vincula con el trabajo y el esfuerzo, y la poesía con la celebración y el entretenimiento. Es decir, acción y recreación. Ambas necesarias para el buen vivir.
En esa búsqueda, como todo fenómeno intermedio, este amplio corpus social convive sin problemas con los extremos siempre que no le resulten agresivos. Es más, aspira a la élite, aunque pueda mofarse de alguna de sus manifestaciones estéticas o de ciertos usos y costumbres, más como una sutil válvula de escape para drenar dosis lógicas de envidia que como una confrontación definitiva.
Por su parte no solo no aborrece a las clases populares, sino que las respeta, porque sabe que, más cerca o más lejos en el tiempo, ese es su origen. Traza con ellas puentes y vínculos que mantienen un código común a partir del trabajo, el esfuerzo y el mérito. La clase media no tiene un problema con los humildes o los pobres, ni siquiera con la asistencia social del Estado a los más frágiles, pero sí con aquellos a los que considera vagos. No tolera sentir que el no esfuerzo de los otros se paga con el sobreesfuerzo propio.
¿Qué es un país mejor?
El economista francés Jaques Attali proclamó en 2015 una sentencia que bien podría considerarse como un axioma social y político de estos tiempos: “Nada es más peligroso, para cualquier régimen, que arruinar a la clase media, columna vertebral de todo orden social”. Los integrantes de este complejo corpus social, que a medida que crece y gana diversidad en simultáneo incrementa su complejidad, pueden tolerar crisis económicas, recesiones, ajustes y momentos de austeridad. Pero siempre tienen un límite.
Contemplando la dinámica actual de nuestra economía, los oscuros escenarios que se proyectan hacia el futuro de corto plazo y, sobre todo, las correcciones económicas que indefectiblemente llegarán, decidimos ir en busca de ese imaginario que hoy no logra visualizarse porque está obturado y que, si pudiera verse, quizás podría operar como incentivo para “cruzar”.
En nuestros estudios cualitativos basados en focus groups realizamos largas sesiones para intentar dilucidar entre lo explícito y lo latente la figura que nos permitiera al menos esbozar de qué se trata hoy la idea de “un país mejor”.
Tanto para los ciudadanos de clase media –45% de las familias– como para los que se autoperciben integrando esta clase social –80% de las familias– ( fuente: OPSA, 2022), cuando logran pensar más allá de la asfixiante coyuntura y salir del escepticismo dominante, aparece cierta fisonomía, todavía muy borrosa, de esa configuración hipotética, potencial, incluso para algunos ideal y hasta utópica.
Como si hubieran estudiado la pirámide de motivaciones y necesidades humanas de Maslow, estructuran esos deseos en una organización piramidal. Comienzan por lo más básico de todo: la educación. Se entiende que está todo tan mal, que la degradación es tan profunda y transversal, que no hay manera de modificar las cosas si no se empieza por las bases.
Se percibe en esta expresión un espíritu fundacional. Algo así como una tabula rasa, una página en blanco, un “barajar y dar de nuevo”. Luego aparece naturalmente la cuestión de la economía cotidiana. Soslayar esta demanda básica implicaría no comprender en profundidad no solo cuestiones estructurales de la idiosincrasia de la clase media y la citada búsqueda del “buen vivir”, sino también una coyuntura que arrastra una economía estancada desde hace más de una década, un consumo de alimentos y bebidas que hoy es 10% menos del que era en 2011 y un ingreso familiar mensual –promedio ponderado entre la clase media alta y la clase media baja– que hoy es de apenas 1078 dólares –medido al valor del dólar blue–. Es decir, casi la mitad de lo que supo en ser en 2012 o en 2017.
En tercera instancia emergen cuestiones centrales de un sistema sostenible. Orden, firmeza, garantías, seguridad, justicia, leyes, reglas, premios y castigos. Y finalmente, enel nivel superior, se ubican los valores.
Contra lo que podría suponerse, las ambiciones en este sentido resultan mucho más pragmáticas que idealistas. Frente a la percepción de un caos generalizado y creciente, donde la norma es la distorsión y el sinsentido, lo que se espera es sensatez, humildad y empatía. En definitiva, sentido común, realismo, rumbo y humanismo.
Como una muestra en escala, se rescata la lógica de la selección campeona del mundo. La Scaloneta logró plasmar un arquetipo del éxito diferente y novedoso para los argentinos. El legado de ese triunfo deportivo trasciende por mucho al fútbol: se logró demostrarle a una sociedad acostumbrada a creer en los atajos y las picardías que también se puede ganar jugando de otra manera. Cumpliendo las reglas, con actitud, pero sin estridencias extemporáneas, articulando la firmeza y la precisión dentro de la cancha con la mesura y la prudencia fuera de ella.
Ejemplos cercanos
Si alguna vez el imaginario de lo que podríamos haber sido fue Australia o Canadá, ahora para la sociedad el espejo a mirar está mucho más cerca. En un caso la cercanía es geográfica, Uruguay. En el otro, afectiva, España. No se trata en ninguno de los dos casos de realizar simplificaciones inconducentes.
La gente ya aprendió que ningún modelo es extrapolable de manera lineal entre un país y otro. Simplemente lo que deslizan entre las contradicciones, confusiones y paradojas de un momento cargado de tensión donde cuesta pensar es que allí hay una vibración que seduce, un campo magnético que echa luz en la oscuridad, una historia que permite soñar.
En el humor social hoy predominan el enojo, la bronca y una excepcional vocación rupturista. Son expresiones contundentes y explícitas. Sentimientos propios del “hábitat emocional” en el que estamos viviendo a nivel global desde 2022, luego de haber dejado atrás el “hábitat viral” de 2020 y 2021, tal como lo definió en sus investigaciones y análisis Alma trends, nuestro laboratorio de tendencias.
Es un entorno donde las pulsiones superan a las razones y donde se vive a flor de piel. Los seres humanos ahora quieren vivir y disfrutar. Dadas las circunstancias, en nuestro país, cuando la inflación se acerca al 9% mensual, esas pulsiones oscilan entre la abulia que provoca la conjunción de tristeza y angustia, y la furia que nace del agobio y la impotencia.
El futuro: moneda en el aire
Sin embargo, en la filigrana de ese sueño de un país mejor se trasluce un incipiente anhelo. Se trata de algo dicho en voz baja, oculto, implícito, silencioso, pero potente: un deseo de tranquilidad, normalidad y una cierta dosis de razonable previsibilidad. Pilares fundamentales para recuperar el imaginario del “buen vivir” y así sanar tanto la autoestima individual como la colectiva.
En definitiva, condiciones básicas para poder oír el llamado del futuro, dejarnos entusiasmar por su convocatoria y, entonces sí, caminar hacia él. Quizás nos espere eso que alguna vez creímos que podíamos ser y que todavía resiste en nuestro ADN de clase media cuyos valores operan como última reserva moral y se niegan tozudamente a dejarse doblegar.
De algún modo ese anhelo velado coincide con lo que el expresidente uruguayo José María Sanguinetti planteara en una columna de opinión que publicó el 29 de octubre del año pasado. El exmandatario se preguntó: “La Argentina ¿carece de recursos humanos, ha perdido su enorme potencial? Todo lo contrario. Lo que necesita son diez años de tranquilidad, que los poderes funcionen, que el dólar no sea primera página todos los días, que los jueces no sean quienes resuelven los conflictos políticos. Sobra gente capaz, aun en la política, pero –aparentemente– la razón no paga”.
Con la sensibilidad que los caracteriza, hoy los artistas también están alzando la voz para señalar eso que no por evidente y cercano debe naturalizarse y metabolizarse en medio de la apatía.
Primero fue Alejandro Lerner con su carta abierta, ahora Guillermo Francella. El pasado sábado en una entrevista realizada y publicada
Afirmó que, aun pudiendo hacerlo, no se le cruza por la cabeza irse del país, que sigue siendo optimista, que sabe que el desarraigo es muy doloroso, pero que no por ello puede negar la situación. “Es difícil, vivimos tan castigados, no poder tener la tranquilidad del ahorro. Esto de estar siempre luchando, tratando de encontrarle la vuelta, de saltar de crisis en crisis… Ya sabemos cómo es: no se puede proyectar. Nuestra forma de vivir es dramática”, concluyó el actor.
En la canción “Con la frente marchita”, el español Joaquín Sabina sintetizó en una frase con formato de tuit esa verdad hecha a la medida de aquel eterno potencial no concretado al que procuró exhortar Sanguinetti: “No hay nostalgia peor que añorar aquello que nunca jamás sucedió”.
Si somos constantes, perseverantes, y tenemos una dosis de fortuna (siempre necesaria) tal vez, con paciencia, templanza y fuerza de voluntad, podamos dejar atrás la melancolía que hoy nos aplasta y nos detiene, para encontrarnos finalmente con esa sociedad y ese país que debiéramos haber sido y que quizás todavía estemos a tiempo de empezar a ser.
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